martes, 25 de agosto de 2015

El amor es un regalo maravilloso

El amor es un regalo maravilloso


Cada atardecer, la historia vuelve a repetirse. Entramos a la capilla iluminada por el sol del ocaso y, de rodillas, tendemos los brazos al altar. Los dos pequeños vitrales, a izquierda y derecha, tamizan los colores sobre los bancos polvorientos y las vigas del techo; por unos minutos, les encienden chispitas.  No huele a cirios ni a incienso; huele un poco a murciélago y a encierro húmedo; y otro poco, a selva. Tampoco suena el armonio centenario; pero repican los trinos de los pájaros que se llaman al nido; ya viene la noche. María nos presta al Niño, Magdalena lo sienta en su falda de seda y yo lo dejo jugar con los amuletos y el rosario que llevo al cuello.  Y nos recostamos, felices, al pie del altar.

Entonces me envuelve una nube de recuerdos; los  días de infancia en un paraíso verde y marrón, donde Tupá y sus amigos nos mimaban desde los rayos de sol y las aguas del río; no nos pedían más que un pececito que volvíamos al agua, o una fruta que no cortábamos y dejábamos en el árbol para su deleite, o el de los pájaros; y los días de la sumisión cuando los españoles y los portugueses –frailes y soldados- nos cambiaron los dioses y la vida:

Aprended a trabajar; la pereza es pecado.  Tejed ropa, porque es pecado andar desnudos. Separaos de las niñas porque eso despierta la lujuria, que es pecadosermoneaban los frailes.

No estábamos demasiado tristes entonces; aprendimos a vivir así, como Dios quería.

    Muy bien, Elías— asentía Fray Pérez mientras me escuchaba leer y cantar los salmos.

—Muy bien, Elías— decía el cacique, a quien llamaban corregidor, cuando yo le recitaba, en secreto, conjuros ancestrales para la salud y el bienestar del pueblo.

             Una mañana de verano el Capitán Centeno llegó a visitar a Fray Pérez e inspeccionar la Misión. Lo acompañaba Magdalena, su hija.                                                                                                          Magdalena  tenía, como yo, doce años;  y su encanto me alejó de las rutinas; fue para mí más fuerte que las burlas de mis amigos. Yo viví, entonces, la experiencia de sostener un racimo de magia entre las manos; de mirar el sol sin enceguecer. Dulce y rubia Magdalena que eludía al Capitán y a las dueñas, y a los frailes, y al cacique, para sentarse a mirarme pescar, o seguirme por los senderos en busca de frutas. Y que escuchaba mis canciones y reclamos de pájaros, maravillada, absorta.  Dulce y rubia Magdalena que me contaba sobre su vida, sus libros, su clavecín, y cantaba, para mí, romances de caballeros olvidadizos y dueñas llorosas.                         

 Y la historia se repetía todas las tardes, cuando volvíamos de nuestras andadas, felices con la mutua compañía:

     ¡Pues no, señorita! ¡Que ya Su Señoría se lo ha vedado! ¡Que usted es mujer de alcurnia, y él un indio! ¡Que no quiere Dios que hombre y mujer, aunque niños, anden ocultos y solos! ¡Que vaya a pedir perdón a la Virgen por sus desobediencias!

     No fuiste al taller con tu gente, Elías; y estuviste de zarandajas con la Señorita Centeno. ¡Vete a la capilla a pedir perdón por tu pereza y tu lujuria!                                  Y también: — ¡Ya sabes que no quiere Dios que hombre y mujer, aunque niños, anden vagabundos, ocultos y solos! Y no hagas que te dé una pena mayor.

Y yo la seguía hasta la capilla donde estaba la Madre de Dios. Y los dos  nos sentábamos a mirarla, y a mirarnos, sin saber muy bien qué era lujuria; pero dispuestos a estar juntos.

    —Mis pequeños, mis hijitos— decían los ojos de la Virgen. —No pierdan la alegría de quererse.  El Amor es un maravilloso regalo de Dios.

  ¿Soñábamos?...  Nos prestaba al Niño Jesús y lo sosteníamos entre Magdalena y yo, mientras María tocaba nuestras cabezas.

    Estábamos tan absortos en nuestro mundo de ilusiones y milagros que no advertimos que había llegado el día de la partida de los Centeno. Atardecía cuando Magdalena me lo contó en la capilla y lloramos juntos, abrazados por primera vez, descubriéndonos más allá de la seda y el rústico tipoy. No nos escuchábamos, entre sollozos y planes desquiciados; ni sentíamos el paso de  las horas y la llegada de la oscuridad.

     Yo iré por detrás de ustedes, nadando día y noche.

     ¡Es tan lejos, y está todo tan guardado!

       Tupá y la Virgen me sostendrán.

        —Te matarían. Los indios no se acercan a nuestras casas; no quiero irme.

        —Me subiré a un árbol y trinaré para que me oigas y te asomes y…

     El portazo nos dejó aterrados cuando  entraron Fray Pérez y el Capitán, con el Comendador. Venían envueltos en una atmósfera de imprecaciones y violencia. El capitán abofeteó a Magdalena y la sacó en volandas, desmayada, hacia su cabaña; el corregidor me golpeó sin piedad  delante de mi familia y me encerró en el calabozo; y Fray Pérez se quedó rezando por nosotros, casi sin advertir que la Virgen y el Niño  parecían descascararse y encogerse.

      «Pronto habrá que reparar la capilla; esta humedad…». Salió chancleteando hacia su celda y colgó el rosario en el cíngulo.

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     ¡Madre de Dios, se me muere la niña! ¡Piedad, Jesús!— sollozaba el Capitán en la capilla.

Era de madrugada y Magdalena, exangüe, deliraba sollozando mi nombre. Y yo oía su llamado.

     ¡Fray Pérez! ¡Elías está muerto! No creí haberlo golpeado tanto, pero ha muerto…

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      Llovía a mares y nos estaban sepultando entre salmos, cirios y sollozos. Pero nosotros corríamos de la mano, a través de la selva; mientras tanto, se iba el día… los días… los años… los siglos…

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      Como todos los atardeceres, la Capilla renace de las ruinas; María, el Niño, los bancos, los vitrales, esperan que lleguemos en el canto del río, para dormirnos juntos hasta el alba.

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La Morocha

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