jueves, 30 de junio de 2016

La Señorita Pérez


Nadie parecía preocuparse de la apariencia de Teresita Pérez.  A su alrededor, los otros empleados del Banco,  y el público seguían esperando, escribiendo, pagando, firmando.
¡Pobre tonta Teresita! Iba superando, psiquiatra de por medio, su traumática aventura. Había crecido y mudado a la ciudad, pero estaba llena de angustia.
La llamé a  la Gerencia y señalé con mi mano llena de anillos su ridículo sombrerito rojo:
—¡Quíteselo inmediatamente!— rugí. — Es inadecuado para atender la Caja.
 Me miró fijo; no abrió la boca, pero sé que la dejé aterrorizada,  llorando por dentro. ¡Cómo temblaba ante mis manazas peludas y mis ojos fulgurantes!
«No puede ser el Lobo», pensó confusa, mientras destapaba su moderna melenita brillante.
Que no se admitiera su caperuza le parecía una blasfemia. Le había prometido a su abuela que usaría siempre el tocado tan conocido y llamativo.
Yo me dispuse a saborear la golosina de su miedo  y su ñoñez; pelé un chocolate y me relamí los bigotazos.
—Mmmm— dije con la boca llena.—Y ahora, retírese, señorita Pérez.
Se volvió temblando sobre sus tacos aguja. Estiró su minifalda negra y se alejó por el pasillo. Ella estaba sintiendo que yo codiciaba sus suaves caderas.
Volvió al salón y guardó la caperuza en su box.  Después ocupó su puesto, tironeada entre mi agresividad y la cercana presencia de tanta gente ajena a su vida. Las pantallas de las computadoras  absorbían la atención del personal; los clientes contaban billetes, dialogaban con los asesores y se retiraban; parecía un día más.
«¡Qué satisfacción pisotear tanta ñoñería!» me dije.
No veía las horas de llamarla otra vez. 





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