lunes, 25 de julio de 2016

Don Elías y el Carlitos (historia bifásica)

¿Cómo nació esta historia bifásica? De un ejercicio de Taller de Escritura;se trataba de descubrir la historia oculta, por debajo de una historia con final incoherente. Yo creo haber logrado el objetivo, en ambas versiones, la coordinadora dice que no; de cualquier manera me encantan las dos versiones. El texto disparador no me gusta tanto como mis dos historias, pero le haré el honor de transcribirlo: 
"Secretamente, el hijo admiraba a su padre, tanto que lo ayudó siempre en la carpintería. Aprendió de tal modo el oficio, que llegó a igualar y, me animo a inferir, sobrepasar a su maestro.
Un accidente doméstico dejó postrado en cama al padre. Su hijo, con eficacia, se hizo cargo de los trabajos que había. Pero una complicación inesperada llevó al carpintero a la muerte.
Al tiempo, me sorprendió un cartel en la puerta del taller, que decía: "Se vende".
Al terminar el barrio, justo al lado de las vías del tren, duerme su borrachera un mendigo."

1° versión: Elías, el viejo carpintero del pueblo, vivía solo.  Los vecinos conocieron a su familia; pero cuando la mujer murió, el hijo, ya adulto,  se fue a la ciudad y poco a poco desapareció de la vida de su padre. Doña Lorenza, la maestra del pueblo, telefoneaba de vez en cuando a algunas parientas de la esposa del carpintero. Era una vieja muy sentimental y siempre preguntaba por  su antiguo alumno, el Omarcito; pero Elías no le prestaba atención cuando le sacaba el tema.
Don Elías vivía bien; la casa era muy sencilla, con poco confort, pero le alcanzaba.
 Un día adoptó al Carlitos, un chico de catorce años que tampoco tenía familia; le había dado pena verlo  vagabundear por la zona, ligado a veces a gente poco recomendable, y a alguna que otra botella comunitaria de vino. Se dispuso a hacer de él un hombre de bien, y legarle su carpintería. Doña Lorenza aplaudió su loable empeño, pero mantuvo informadas a sus amigas.
Todo parecía encaminado. El Carlitos era hosco y para nada cariñoso;  pero aprendía el oficio y respetaba a su padre.  Se esmeraba muchísimo y lograba, a veces, superarlo. Los vecinos comentaban que, sin duda, lo admiraba, y que merecía la bondad de Don Elías.
 ¿Quién hubiera imaginado que los golpes de su infancia destruida lo hubieran deformado para siempre? Lo consumían la ambición, la soberbia  y el odio. La responsable presencia de don Elías y los límites que le ponía se le iban haciendo insoportables; él era capaz de hacer plata con esa carpintería si el viejo no andaba por el medio. ¡Y qué bien la iba a pasar con el bolsillo lleno!
Dos años esperó. Un soleado mediodía de invierno Don Elías llevaba un tacho de agua hirviendo para prepararse un baño; convalecía de una gripe y pensaba volverse a  la cama.  El Carlitos se las arregló para trabarle el paso con una pesada banqueta de madera. Don Elías perdió el equilibrio, se quemó el pecho y el vientre, y se quebró un brazo al caer.
Los vecinos más próximos los ayudaron en el trance. El médico estaba de viaje, de modo que vino el del pueblo vecino;    el anciano quedó imposibilitado, en cama, al cuidado del chico.
Se confiaron. Aunque siguió trabajando en los pedidos pendientes, el Carlitos le dio dosis abusivas de calmantes y prescindió de curaciones y antibióticos. A la semana, el hombre murió. El médico local no indagó demasiado, dada la edad del paciente y su reciente enfermedad: una complicación, una infección.  Enterraron a Elías y siguió la vida; los clientes confiaban en el chico
Pero en medio de tanto sosiego, la sentimental Doña Lorenza pensó que no podía excluir del  duelo  al hijo y avisó a la familia; digamos que tampoco era tonta: algo sabía de herencias y maniobró con la noticia para sacar alguna tajada.
A la semana siguiente apareció el Omarcito en la comisaría, munido de todos sus derechos de hijo legítimo. Acompañado de un agente que representaba al Juez de Paz, inventarió y tomó solemne posesión de la empresa y de la casa; después, sin perder un minuto,  le dio las gracias al Carlitos por sus cuidados,  y lo puso en un tren con su maleta, unas empanadas de la rotisería y algo de plata en el bolsillo; por las dudas, el agente acompañó al viajero, cumpliendo lo tratado con el generoso nuevo dueño: no lo dejó hasta que se hospedó en una pensión, en otra ciudad bastante alejada del pueblo y de la capital.
Omar encargó al yerno de Doña Lorenza todas las gestiones para apurar la venta de la casa y las máquinas  y emprendió el regreso. Del Carlitos no supieron nada más.
 Varios meses después, en un programa de la televisión mostraron cómo la policía se llevaba  a un ratero vagabundo y borrachín que dormía sobre las vías del tren, cerca de un asentamiento marginal.
A Doña Lorenza le pareció conocido. ¿Sería el Carlitos?
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2° versión.
Secretamente admiraba a su padre, pero casi no se comunicaban;  la carpintería de oficio no le gustaba demasiado;  igual,  lo ayudó siempre; no era fácil negarse a hacerlo, pero no había más remedio: si papá llamaba había que dejar lo que fuere, hasta  las tareas de la escuela, para ayudarlo.
De todos modos, llegó a ser un admirable carpintero. Tenía un don natural para ser creativo con la madera.  Lo mismo con los dibujos, y hasta con las telas y flores. Pero papá valoraba sólo la ayuda en la carpintería; nada de innovaciones; nada de mariconadas, de hacer almohadones o craquelar muebles antiguos. Nada merecía su sonrisa más que una silla bien encolada.
  Todo estaba ordenado dentro de la casa, pero un día  papá se lastimó mal con aquel la pesada banqueta de madera que el hijo dejó fuera de lugar, al paso,  y quedó inválido.  Formal y respetuoso, el muchacho se ocupó de terminar los trabajos pendientes, pero no recibió nuevos encargos. Ahora que el ambiente no era tan tenso,  aprovechó a su gusto el tiempo libre: se fue abriendo paso como pintor, decorador y modisto. 
El anciano decaía a ojos vista; el joven  cumplió como pudo con  las medicinas,  la higiene y la comida de su padre. Pero las leyes de la vida  son inescrutables. Llegó y pasó la hora. El hijo vendió todo y se fue a la ciudad, con bastante dinero y  con su bagaje de obras, realmente talentosas.

Cierto día  visité una de sus muestras;  me heló aquella pintura: un mendigo  muy parecido al carpintero, dormía cerca de las vías, como esperando que lo pisara el tren; la máquina avanzaba, oscura y temible; en una mano, el hombre tenía una botella de aceite de linaza  y en la otra, la caja de herramientas. A su lado, un artista pintaba indiferente.

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