lunes, 15 de agosto de 2016

Mi familia, el Jueves Santo de 1948

                                          Premiado en Concurso "Raíces de Nuestra Córdoba- Caja de Jubilaciones de la Pcia.(Espacio Illia) - Julio de 2016         

1-  En 1948 yo estaba en segundo grado, y era el único hijo y el único nieto, en mi familia; se imaginarán lo mimoso que era; pero a la hora de cumplir deberes no había excepciones: la escuela, la iglesia, la higiene, el respeto y los permisos no se negociaban.
Mi tía Dolores y la abuela Martirio vestían con ropa sencilla y pulcra, pero casi no usaban cosméticos ni peinados raros. El abuelo anunciaba a gritos su carácter de gallego aldeano y labriego.  Llegados de España, se asentaron  en San Vicente, un barrio de quintas y granjas; cuando avanzó la urbanización, hacia 1925, desaparecieron muchos de estos espacios;  pero ellos siguieron ahí, vendiendo los productos de la casa en un galponcito contiguo a su sencilla vivienda. Mi papá fue al colegio salesiano San Antonio; la tía Dolores, al Santa Margarita; ambos eran colegios privados, sin demasiadas pretensiones  económicas, pero bastante exigentes en las prácticas religiosas.
Mi mamá y mi tía Beatriz usaban siempre “trajecitos sastre”, tacones y sombrerito, iban a la peluquería a “hacerse peinar” y se pintaban. Las dos se habían recibido de maestras en el Carbó, sabían tocar el piano y escribían poemas.  Vivían en el Centro, e iban a Misa a la Catedral. Se reunían con amigos de “la Escuela” los domingos a la tarde; iban al cine; a “La Oriental”, a tomar té con masas; a “El Plata”, a bailar y tomar un refresco.
¿Cómo fue que Felipe, mi papá, se casó con “esta pituca de Martita”? Porque tanto fastidió con el estudio que el abuelo accedió a que fuera abogado, ya que era muy, muy inteligente; mi papá se fue alejando despacito de las costumbres y las ideas de su casa; conoció gente liberal, se aficionó al teatro, al cine y a las muestras de pintura; pero como no avanzaba demasiado en la Universidad, mi abuelo le cortó los víveres: a trabajar; entró al ferrocarril con el apoyo de sus antiguos compañeros de facultad, y prosperó.  Entonces se puso de novio y se casó. Así llegué al mundo, en 1940, y produje, con mi seductora presencia, la unión familiar de esta gente tan buena y tan diferente.
II-  Y ahora vuelvo a este especial Jueves Santo lleno de sol. La chacrita de la abuela Martirio irradiaba vida; mientras yo disfrutaba los primeros minutos de pereza la escuchaba diciendo “pipipipipipí” y sacudiendo la canasta del maíz para los pollos. El coro de píos y cloqueos  y el ladrido del Sultán, un perro bravo, atado a la higuera, me llegaba a la cama; y también el aroma del desayuno, que debía de estar preparando la tía Dolores.
Iba llegando el final del ensueño;  minutos más tarde, la abuela me despertó canturreando y palmeando una copla antigua, seguramente gallega:
“Levántate pecador /no duermas tan descansado/no venga la muerte y te halle/ sin haberte confesado”. Iba abriendo las ventanas de par en par, cosa de que la muerte se alejara de un ambiente tan saludable; pero no se quedó tranquila:
Hala, hala dijo mientras me sacudía La noche es para dormir y el día para ganarse el cielo. ¡Arriba!
Y no dejó de revolver cobijas y acomodar zapatos hasta que me vio de pie, rumbo al baño.
Para mi abuela, controlar  la práctica cotidiana de nuestras virtudes,  era una misión sagrada e irrenunciable; especialmente, la lucha contra la pereza y la indiferencia religiosa.
Volví al dormitorio. Mi abuela se había ido de ahí para que yo, un varoncito ya crecido (ocho años), pudiera vestirme  en privado como debía ser.
—Vamos—gritó desde el pasillo— ¿Por qué tanta demora? Demasiadas atenciones para estos cuerpos de pecado.
—¡Mamá, por favor; es una criatura!— clamó la Tía Dolores, la hermana de mi papá.
Cuando esperaba la perorata sobre lo mal que nos educaban nuestros padres y familiares, se abrió la puerta de calle: el abuelo y mi papá volvían de mi casa, junto con la otra tía, Beatriz, la hermana de mi mamá.
¡Papá! ¡Tía Beatriz!— Corrí a abrazarlos, sobre todo a la tía, que me comió a besos; papá era siempre sobrio en el saludo; los tres lucían correctísimos: la tía, preciosa como siempre;  papá y el abuelo con su traje gris y su corbata azul oscuro. Pero el abuelo no perdía su aire rústico, tal vez porque se había puesto una boina de pana y sus zapatos  se notaban viejos y ajados.
¡Ya nació! ¡Ya nació! ¡Una nena! ¡Todo bien!— coreaban a dúo, mientras abrazaban a la abuela y a la otra tía.— ¡Un parto rápido y feliz!
—¿Un qué?—pregunté yo.
Dos “chist” enérgicos de las tías, callaron las efusiones.
—Tenés una hermanita— dijo mi papá; parecía contento; pero no me dio un abrazo, por supuesto: esas son cosas de mujeres; al varón, nada de ñoñeces.
—¿Qué dijeron?— volví a preguntar.
—Eso, eso; que la cigüeña le dejó la niña a tu madre en el patio; y que estaba feliz— se embarullaron  las tías.
—Yo escuché “parto”— insistí, sin éxito.
—Tontas— rezongó por lo bajo mi abuela—.  Que nació tu hermanita, nada más;  y me dio un besote, baila que baila conmigo, mientras el abuelo batía palmas y sacudía la cabeza.
¡Pucha! Recién ahora caigo en la cuenta; los abuelos no pensaban como los padres y los tíos. ¿Será porque los viejos estaban acostumbrados a trabajar codo a codo con la madre y hermanas? ¿A verlas parir en casa igual que veían parir a los animales?  Toda una fabulería para escondernos lo más natural del mundo.

—A desayunar— avisó la tía Dolores. Y nos sentamos alrededor de una mesa fuerte y relavada; el desayuno era abundante pero sencillo, y casi toda la comida era casera: pan, dulce de naranjas; la leche, recién ordeñada y traída de los campos cercanos: veinte cuadras, a lo sumo.
—¿Cómo se llamará? le dijo la abuela a papá .Piensa que ha nacido en Semana Santa: Pascuala, Cruz, o Martirio, como yo.
Las tías se taparon las bocas con las servilletas: papá lanzó una carcajada, pero la cortó por la mitad, ante la fuerte mirada de su madre.
     No lo sabemos, todavía, viejita.  Lo normal es que lleve el nombre de la mamá, ¿no?
La abuela bajó la cabeza y rezongó: “No se respeta nada, hoy en día”. Pero se le pasó pronto. El abuelo había desaparecido; pero volvió a desayunar con su mameluco y alpargatas, listo para la chacra.
—Bueno—determinó la abuela—, basta de estar de ociosos;  chicas, hay mucho que hacer; a la tarde hay que ir a conocer a la nena y a hacer la visita a las siete iglesias.
     «Uuuh», recordé mientras levantaba las tazas y las llevaba a la pileta. «¡Semana Santa!¡No hay clase hasta el lunes!».
—Siete iglesias, nada menos— rezongó por lo bajo mi papá.  —Mi viejita; la charlan estos curas. Vengase conmigo y el Pedrito a conocer a la nena. Así Beatriz y Dolores charlan a gusto.
—Aay—suspiró tía Beatriz— no traje ropa de entrecasa, Dolores; no voy a poder ayudar mucho. Creo que me vuelvo para acompañar a Marta y a la nena. ¿Vamos con papá, Pedrito? ¡Hasta luego!— Besó a Dolores, pero mi abuela le esquivó el beso.
—A la tarde voy a conocer a tu hermanita y te llevo a las Iglesias;  estate listo—ordenó la abuela.
 Y me tentó con una promesa: flan con dulce de leche.
III-  Así es que a las 18 horas entré a la Catedral, de la mano de la abuela, y con la escolta de las tías. Papá y el abuelo se quedaron con mamá.
Mamá me llevaba los domingos, aunque en el Santo Tomás nos daban la Catequesis y la Misa. De entrada me sentí transportado al cielo en una nube de incienso y música de órgano.  Hice la genuflexión a las apuradas; la abuela me frenó el avance y me ordenó saludar bien al Señor y usar agua bendita.
Todo sucedía en la parte delantera del templo, en el altar precioso, lleno de brillos y santos. Como siempre, el Cura se daba vuelta, de vez en cuando; las fórmulas en latín me eran tan familiares como las criollas; el año próximo iba a hacer la Primera Comunión y sería monaguillo.
Cuando escuchamos “Ite Missa Est”, salimos volando, porque pronto sería de noche y las Iglesias debían de ser siete, para honrar a la Eucaristía; las tías se habían hecho humo con algunos jóvenes de la Acción Católica; «cada cual honra al Señor como se lo dicta el Espíritu, pienso hoy».
Nosotros hicimos las “Visitas”: siete Padrenuestros, Avemarías y Glorias, y siete “Adorado y Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar”, en la Compañía, San Francisco, Santa Teresa… y cuando salimos corriendo hacia Santa Domingo, dije:
—Me hago pis, abuela; y tengo hambre. Vamos  a una confitería.
—No hay ninguna abierta, hoy. ¡Bueno estaría! ¡Un Jueves Santo!
—Pero yo no doy más— insisití, con las piernas cruzadas.
—Aguántate, que eres hombre; más sufrió Nuestro Señor por nosotros.
—Quiero ir al baño, por favor; no aguanto más. Mirá, hago ahí en ese arbolito de la vereda y vamos; aguanto el hambre.
  Mi abuela miró para todos lados y con mucha vergüenza me dio la espalda: casi un hombre,  orinando en público el Jueves Santo, era una horrible afrenta para aceptarla sin más.
  Apenas había terminado mi cometido cuando la abuela se prendió a mi brazo:
— ¡Ay, Dios mío! ¡Un perro negro! ¡Puede ser una señal del enojo del Señor!
—No es negro, abuela; es gris, como el de Don Bosco; era un ángel que lo acompañaba a llevar la Comunión,  me contó mi papá que le dijeron los salesianos.
Un poco más serena iba a reiniciar la marcha hacia la Calle Ancha, cuando tropezó con una baldosa rota y se cayó en la vereda oscura. Entre sus ayes y mis gritos parecíamos anticipar el Viernes Santo. Le sangraba la rodilla y pedía perdón por no cumplir con la celebración.
Pasaba bastante gente, con lo del Jueves Santo y Las Visitas. Pronto tuvimos ayuda para la abuela;  un dominico  angelical en su hábito blanco, la ayudó a subir al coche de otro feligrés: “Una persona de bien, señora; vaya usted en paz. Dios conoce su corazón”.
       En cinco minutos estábamos en casa. Papá la llevó a la suya. Me quedé sin flan, pero no me importó demasiado.
Cuando arrancó el auto, me acurruqué junto a mamá y a mi preciosa hermanita; menos mal que mamá la esperaba en el patio, si no, a saber qué golpazo le habría dado la cigüeña desde el aire. Y menos mal que le pusieron María Marta.














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