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lunes, 25 de julio de 2016

Don Elías y el Carlitos (historia bifásica)

¿Cómo nació esta historia bifásica? De un ejercicio de Taller de Escritura;se trataba de descubrir la historia oculta, por debajo de una historia con final incoherente. Yo creo haber logrado el objetivo, en ambas versiones, la coordinadora dice que no; de cualquier manera me encantan las dos versiones. El texto disparador no me gusta tanto como mis dos historias, pero le haré el honor de transcribirlo: 
"Secretamente, el hijo admiraba a su padre, tanto que lo ayudó siempre en la carpintería. Aprendió de tal modo el oficio, que llegó a igualar y, me animo a inferir, sobrepasar a su maestro.
Un accidente doméstico dejó postrado en cama al padre. Su hijo, con eficacia, se hizo cargo de los trabajos que había. Pero una complicación inesperada llevó al carpintero a la muerte.
Al tiempo, me sorprendió un cartel en la puerta del taller, que decía: "Se vende".
Al terminar el barrio, justo al lado de las vías del tren, duerme su borrachera un mendigo."

1° versión: Elías, el viejo carpintero del pueblo, vivía solo.  Los vecinos conocieron a su familia; pero cuando la mujer murió, el hijo, ya adulto,  se fue a la ciudad y poco a poco desapareció de la vida de su padre. Doña Lorenza, la maestra del pueblo, telefoneaba de vez en cuando a algunas parientas de la esposa del carpintero. Era una vieja muy sentimental y siempre preguntaba por  su antiguo alumno, el Omarcito; pero Elías no le prestaba atención cuando le sacaba el tema.
Don Elías vivía bien; la casa era muy sencilla, con poco confort, pero le alcanzaba.
 Un día adoptó al Carlitos, un chico de catorce años que tampoco tenía familia; le había dado pena verlo  vagabundear por la zona, ligado a veces a gente poco recomendable, y a alguna que otra botella comunitaria de vino. Se dispuso a hacer de él un hombre de bien, y legarle su carpintería. Doña Lorenza aplaudió su loable empeño, pero mantuvo informadas a sus amigas.
Todo parecía encaminado. El Carlitos era hosco y para nada cariñoso;  pero aprendía el oficio y respetaba a su padre.  Se esmeraba muchísimo y lograba, a veces, superarlo. Los vecinos comentaban que, sin duda, lo admiraba, y que merecía la bondad de Don Elías.
 ¿Quién hubiera imaginado que los golpes de su infancia destruida lo hubieran deformado para siempre? Lo consumían la ambición, la soberbia  y el odio. La responsable presencia de don Elías y los límites que le ponía se le iban haciendo insoportables; él era capaz de hacer plata con esa carpintería si el viejo no andaba por el medio. ¡Y qué bien la iba a pasar con el bolsillo lleno!
Dos años esperó. Un soleado mediodía de invierno Don Elías llevaba un tacho de agua hirviendo para prepararse un baño; convalecía de una gripe y pensaba volverse a  la cama.  El Carlitos se las arregló para trabarle el paso con una pesada banqueta de madera. Don Elías perdió el equilibrio, se quemó el pecho y el vientre, y se quebró un brazo al caer.
Los vecinos más próximos los ayudaron en el trance. El médico estaba de viaje, de modo que vino el del pueblo vecino;    el anciano quedó imposibilitado, en cama, al cuidado del chico.
Se confiaron. Aunque siguió trabajando en los pedidos pendientes, el Carlitos le dio dosis abusivas de calmantes y prescindió de curaciones y antibióticos. A la semana, el hombre murió. El médico local no indagó demasiado, dada la edad del paciente y su reciente enfermedad: una complicación, una infección.  Enterraron a Elías y siguió la vida; los clientes confiaban en el chico
Pero en medio de tanto sosiego, la sentimental Doña Lorenza pensó que no podía excluir del  duelo  al hijo y avisó a la familia; digamos que tampoco era tonta: algo sabía de herencias y maniobró con la noticia para sacar alguna tajada.
A la semana siguiente apareció el Omarcito en la comisaría, munido de todos sus derechos de hijo legítimo. Acompañado de un agente que representaba al Juez de Paz, inventarió y tomó solemne posesión de la empresa y de la casa; después, sin perder un minuto,  le dio las gracias al Carlitos por sus cuidados,  y lo puso en un tren con su maleta, unas empanadas de la rotisería y algo de plata en el bolsillo; por las dudas, el agente acompañó al viajero, cumpliendo lo tratado con el generoso nuevo dueño: no lo dejó hasta que se hospedó en una pensión, en otra ciudad bastante alejada del pueblo y de la capital.
Omar encargó al yerno de Doña Lorenza todas las gestiones para apurar la venta de la casa y las máquinas  y emprendió el regreso. Del Carlitos no supieron nada más.
 Varios meses después, en un programa de la televisión mostraron cómo la policía se llevaba  a un ratero vagabundo y borrachín que dormía sobre las vías del tren, cerca de un asentamiento marginal.
A Doña Lorenza le pareció conocido. ¿Sería el Carlitos?
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2° versión.
Secretamente admiraba a su padre, pero casi no se comunicaban;  la carpintería de oficio no le gustaba demasiado;  igual,  lo ayudó siempre; no era fácil negarse a hacerlo, pero no había más remedio: si papá llamaba había que dejar lo que fuere, hasta  las tareas de la escuela, para ayudarlo.
De todos modos, llegó a ser un admirable carpintero. Tenía un don natural para ser creativo con la madera.  Lo mismo con los dibujos, y hasta con las telas y flores. Pero papá valoraba sólo la ayuda en la carpintería; nada de innovaciones; nada de mariconadas, de hacer almohadones o craquelar muebles antiguos. Nada merecía su sonrisa más que una silla bien encolada.
  Todo estaba ordenado dentro de la casa, pero un día  papá se lastimó mal con aquel la pesada banqueta de madera que el hijo dejó fuera de lugar, al paso,  y quedó inválido.  Formal y respetuoso, el muchacho se ocupó de terminar los trabajos pendientes, pero no recibió nuevos encargos. Ahora que el ambiente no era tan tenso,  aprovechó a su gusto el tiempo libre: se fue abriendo paso como pintor, decorador y modisto. 
El anciano decaía a ojos vista; el joven  cumplió como pudo con  las medicinas,  la higiene y la comida de su padre. Pero las leyes de la vida  son inescrutables. Llegó y pasó la hora. El hijo vendió todo y se fue a la ciudad, con bastante dinero y  con su bagaje de obras, realmente talentosas.

Cierto día  visité una de sus muestras;  me heló aquella pintura: un mendigo  muy parecido al carpintero, dormía cerca de las vías, como esperando que lo pisara el tren; la máquina avanzaba, oscura y temible; en una mano, el hombre tenía una botella de aceite de linaza  y en la otra, la caja de herramientas. A su lado, un artista pintaba indiferente.

lunes, 9 de mayo de 2016

Esmeralda


Esmeralda

La primera vez,  entré a limpiar los vidrios de la salita, su oficina y dormitorio ocasional.  El patrón, repantigado en el sofá, fumaba una pipa; yo lo miré, apenas.
— Con permiso, patrón.— Y entré cargando balde y estropajo.
—¿Vos sos Esmeralda?— preguntó en medio de una nubecita de humo.
—Sssiii, patrón.
Era un hombre parecido a cualquier otro de los alrededores: moreno, corpulento, pero no fuerte; y medio enfermo de comilonas y tabaco.   Pero tenía un destello de distinción en su ropa, su peinado, su modo de hablar. Era  el patrón, el amo.  Catorce años tenía yo; él, más o menos cuarenta.
Se paró, altísimo, junto al escritorio y me clavó sus ojos achinados:
—Es- me- ral-da  ¿Conocés las esmeraldas?—Mostró el anillo que refulgía en su mano; la piedra guiñaba oronda;  la miré curiosa, y me pareció muy bella. —Podría regalártela, algún día, si te portás bien. Vale sus buenos pesos.
—No, señor. Yo gano mi sueldo. Los regalos no son para mí— dije en voz baja, y le di la espalda, para iniciar la tarea.
Como si no me hubiera oído dijo: —No sos nada fea, vos.  Buenas formas.  ¿Tenés novio, o marido?
—Emm … ¡No, patrón! Soy muy chica… Y… 
 Aunque estaba avisada por mi gente y por mi instinto de sierva, no lo sentí llegar: sólo una de sus manos en mi pecho, y la otra por debajo de mi pollera, me avisaron que estaba detrás, y que yo era cosa suya.  Hurgó, manoseó, desnudó… Yo sollozaba, pero tenía…¿ miedo de escaparme, de gritar?, ¿curiosidad ansiosa? Lo dejé a su antojo, como si él fuera un médico que tenía que hacerme doler, gemir y  sangrar…¿porque yo estaba enferma, sucia, tal vez? 
«Sucia, seguro» como decía mi ‘mama’; porque entre jadeos y besos el miedo y la vergüenza se me iban yendo, en una llamarada cálida que me recorría hasta el alma.
 Mi cuerpo y el suyo me revelaban sensaciones desconocidas hasta entonces; y mi alma se despojaba de intuiciones y enseñanzas de infancia; «Las mujeres limpias son del marido; y no  disfrutan con “eso”;   se lo aguantan.»  decía mi madre; supe que no era así, que podía sentirse agradable; y que un amo era un amo: descubrí a la vez  el odio y la lujuria.
De pronto, me soltó.
—Andá, Esmeralda, andá nomás, —dijo con voz grave y fatigada— Una piedra preciosa para mi joyero. No  dejaré que nadie más te engarce.
Lo miré de frente.  Como debía hacerlo, por mi propio respeto,  escupí a sus pies; después acomodé mi ropa y mi pelo, y me fui a paso cansino hacia el patio del fondo, mientras lo escuchaba silbar.
En la pieza de servicio, Amalia me encontró llorando. La cocinera no necesitó que le contara nada; me acarició la cabeza; hizo que me lavara y me trajo un té .
—A todas nos ha pasado, con el padre, o con él;  a nadie le extraña, ni hay forma de evitarlo; necesitamos el trabajo, ¿no? Por lo menos vos no te vas a quedar embarazada; es estéril.
Pobre Amalia; suponía que me consolaba en la deshonra y la vergüenza. Yo seguía llorando, porque no estaba del todo  bien lo que me pasaba; pero tampoco quería que dejara de hacerlo: era una fuerza nueva en mi persona, en mis ideas y en mi cuerpo ; yo quería ser su Esmeralda vibrante y… la dueña del precioso anillo.
Durante algunos días fue como un fantasma encarnado.  Pasaba sin verme ni hablarme; pero yo sentía que me rondaba como el aire, y me requería dentro del alma. Había sembrado en mí el anhelo de su presencia y de su energía; y la ambición de la joya; pasaba cerca,  hecho voz, sombra, portazo. Entonces, de repente, pidió  que le sirvieran su  café  en la salita;  y allí estaba , corporizado, potente, dominante: el amo .
Así, durante veinte años, me hizo saber que le pertenecía, aunque yo lo escupiera, lo arañara o le arrancara mechones de pelo y de barba; era mi papel en el escenario. Siempre muda, siempre dispuesta y deseándolos a la vez, a él y a su esmeralda.
—Esmeralda; cálida, bella y brillante. Sí que te portás bien, Esmeralda, — ronroneaba sobre la alfombra, mientras yo le alcanzaba su ropa antes de volver a mi cama. —Habrá que darte un premio algún día.
Después volvía a ser el fantasma indiferente, desparramado en su sillón, o galopando entre sus peones.
La vida en la casa parecía apacible; pero vibraba una niebla de rutina y desinterés que envolvía el ambiente silencioso. Durante el día  lo escuchaba llegar y  llamar a Laura, su esposa; los oía discutir elegantemente en el salón, siempre pulcros y correctos; los veía salir, cada cual en su coche; y a él lo escuchaba volver, llamar a mi puerta y  encerrarse sin más en la salita; sabía que lo había oído. Yo nunca le fallé.
Pero sí le falló el corazón, una noche cualquiera, cuando terminaba de vestirse;  y entonces le apreté la almohada contra la cara para que se muriera de una vez. Sólo cuando cesaron sus estertores noté que no tenía puesto el anillo.
Cuando volvimos del cementerio, Laura revolvió la pequeña habitación; buscaba entre los libros y las carpetas, en los cajones, entre los almohadones del sofá.
—¡Nada!— rezongó sin perder su elegancia. —¡Bah! A mí me sobran joyas. Que le sirva de veneno a la que herede esa esmeralda. ¡Maldito farsante presumido!
Y  me mandó a limpiar y cerrar la salita.
Todavía no sé si era su espíritu o la cortina, pero desde la ventana me llegó su voz: «Es tuya, Esmeralda; ahí está; fijate.»
«Ay, Virgen Santa, San Roque, un fantasma»; desgrané temblando mi letanía , marcha atrás hacia la puerta.
«Bah; tantos santos; es tuya; sin rencores; siempre te portaste bien y yo no;  nadie se muere el día antes»
Medio alelada sacudí la alfombra; entonces la vi brillar; y me la acerqué bien a los ojos para cerciorarme; yo, la buena Esmeralda, encontré el anillo en aquella hendedura del parqué;  y me la guardé en el delantal.  «¿Quién sino yo podría reclamarla?»  
Pasaba la noche sin que hubiera podido dormir. El sombrío fantasma de la culpa  revoloteaba sobre mi cama y, como un mosquito, siseaba alrededor de mi cabeza.
Al amanecer, cansada de espantarlo con recuerdos y rezos,  lo metí bajo la almohada, junto a la esmeralda, para asfixiarlo otra vez.  Y esa tarde renuncié y me fui para siempre… con la esmeralda que, por supuesto, no respiraba, pero brillaba burlona y feliz.


viernes, 29 de abril de 2016

La diosa cautiva

Ya era casi de día. Como siempre, Eos, la Aurora, se despedía de Selene; ella se iba a dormir, agotada y malhumorada por su destino: apenas si podía, por unos segundos, disfrutar de la habilidad de su hermana para inundar de tenues pinceladas los mares y las praderas; mucho menos, del poder inmenso de Helios que doraba los trigales y la espuma de las olas; su hermano mayor la enceguecía y no podía ver nada de la Tierra.
Su mundo era, desde siempre, de oscuras rocas y polvo, en medio de un silencio quieto y eterno; altas montañas bordadas de lava; simas hondas con corazones de hierro fundido; algunas redondas como un sombrero de copa hundido en el regolito, el incesante polvo de metales; calores de infierno, fríos imposibles. Y ella estaba allí, plateada y transparente, indestructible, consagrada por Zeus para preservar el equilibrio de los astros. Una diosa cautiva de su honorable deber, como tantas veces sucede.
Cuando Eos pasaba por la Luna —como llamaban los humanos al lóbrego mundo de Selene— le dedicaba unos minutos a su hermana, su gemela. Las dos hablaban y giraban, giraban, porque la vida dependía de su danza. Igual, giraba Helios, pero él era más solemne y parco; la iluminaba y partía.
En las mañanitas azul-gris, mientras hablaban, Eos iba despertando a los pájaros.
— ¿Oyes cómo cantan? —le preguntaba, girando y sacudiendo sus manos transparentes
—No sé si oigo o lo presiento a tu lado. Aquí, en realidad, no se oye nada.
—Es porque no tienes aire ni viento, hermana. Entre nosotras, no hace falta porque estamos tan cerca y nos hablamos con el corazón.
Otras veces le contaba de las flores, de los arroyos. Y, a veces, de la gente y de los poetas.
—¡Cómo te aman en la Tierra! ¡Si supieras cómo cantan sobre ti, cómo te imaginan y anhelan llegar aquí, cómo sueñan con tu luz!
—¡Qué pueden amar y desear! ¡Rocas, lava, silencio!
—Ellos te ven cuando te ilumina el sol; no lo sabes, tal vez, pero te ves muy bella, muy blanca y serena, contra el cielo de la noche.
—Quiero conocer la Tierra. Ayúdame, por favor.
–Se me ocurre algo: Hablaré con nuestros primos, Artemisa y Eolo; sabes que ella protege la naturaleza, y él gobierna los vientos. Tal vez entre los dos… Te veré al amanecer.
Selene, resignada aunque expectante, se recostó a esperar el regreso de su hermana.
Cuando pasó la noche, Eos volvió con un curioso regalo: un cuerno de recambio de una cabra de las montañas.
–Es para ti. Lo encontró Artemisa; es mágico porque ella y Eolo lo han besado; te piden que lo pongas en tu oreja derecha, y lo acerques a la membrana que te rodea. Dos veces en cada jornada, Eolo agitará el viento para que puedas escuchar por aquí, las voces de la tierra; a ver… pruébalo ahora —le dijo mientras le ayudaba a colocárselo.
El pálido rostro de plata de Selene se iluminó, de pronto, con una sonrisa maravillada; por primera vez la acarició el aire y aleteó su cabello en la brisa mágica que brotaba del cuerno áspero y blanquecino.
Entonces escuchó la canción de Federico: «La luna vino a la fragua/ con su polisón de nardos»; la de Gastón Figueiras : «Luna, luna, luna: ¿Tienes madrecita? Dile que esta noche tú quieres jugar. Baja, y con nosotros ven pronto a cantar»; la de Atahualpa Yupanqui: «Yo no le canto a la luna porque alumbra, nada más; le canto porque ella sabe de mi largo caminar»
Avanzaba el día. Eos se fue alejando y Helios relumbró sobre las primeras lágrimas emocionadas de la diosa cautiva.

sábado, 9 de abril de 2016

Memorias de un gato y de otras almas




              Es un  fresco mediodía de otoño. En una ráfaga de recuerdos y deseos, decido buscarla.  Quiero su espacio que es casi mío; sus mimos; el plato con leche… Y deseo acurrucarme en las piernas de ‘Amor’ (debe de ser su nombre), fingir que me he dormido, y absorber toda su historia y la de ‘Querido’.
            Voy avanzando, de tilo en tilo, hasta la copa del más próximo a su ventana. Como siempre, está entreabierta; es maniática de la vida sana y de la ventilación. Atisbo, pero  ella no está en su cuarto. Espero. En realidad,  no tengo apuro por entrar; me recuesto en la rama; mi cola  enroscada toca el hocico;  con los ojos cerrados disfruto del vientito; me anticipo al bienestar de la mullida cama de la señora.
Por la ventana del galponcito se ve la figura maciza y hosca de ‘Querido’. Entonces la veo. Está subiendo a su coche. Parece que sigue muy enojada.  Con un portazo estridente, cierra el auto y arranca.          
                                                                        ***
  Mi esposa acaba de sacar el auto y ya se aleja sin despedirse;  yo sigo acomodando el galponcito; quiero aprovechar el fresco mediodía de otoño; el trabajo puede ser una terapia en las crisis.
«En este rincón, la pala;  en este, las tijeras de podar…» «¡Una llave!» «…los tiempos felices en que, ¡zas!, nos llenábamos el uno del otro en cualquier rincón… » ; «entonces teníamos duplicados de las llaves»;  «ja…nunca se usaban»«se nos perdían y no nos hacían falta».
             La llave me roza el pecho desde el bolsillo de la camisa. Por momentos me siento eufórico por haberla encontrado.  Pero la mano enérgica de la razón «o mi profundo rencor, o mi dolorosa incertidumbre» me devuelve al pozo de trajín y fastidio.
                                                                        ***
       Mientras voy a mediana velocidad hacia el Centro Comercial trato de no pensar en el regreso.
 « A los cuarenta, una se siente plena, activa;  urgida por la vida social y cultural; ¿por qué  no se puede esperar demasiado del marido? Los sábados no se mueve de la casa; todo es el maldito jardín: la niña de sus ojos.  ¿Cuándo se volvió tan hosco, tan primitivo y anodino?; hasta el gato es más interesante, más suave y hermoso; al menos  se calla cuando leo o quiero escuchar música; al menos pasea y disfruta de mi cama. A veces lo sueño, y parece que me comprende.  Bah. No tiene caso…»
«Listo. Pasaré por el Banco a retirar mi renta. Después compraré algo distinguido, fino; no sé si “casual” o “formal”. Y algún otro buen perfume; nunca están de más. Es imperdonable que me deje estar así, hastiada: no soy su abuela; parece que si no es serio y responsable lo van a castigar»
« ¡Oh; viene Andrea Bocelli a la capital! No me lo pierdo; ya mismo compro la entrada; su alteza estará, seguramente, muy fatigado, ocupado o endeudado y no querrá acompañarme; total dirá lo veo por You-Tube».   
***
Mientras mi cabeza busca ordenar el caos de herramientas y trastos inútiles, mi  alma intercambia impulsos, emociones y recuerdos.
En algún momento, el gato se ha metido aquí. Se sentó sobre la pila de latas vacías, y me mira; como siempre, una mezcla de Buda dorado, inspirador y borracho sentado en la vereda.
«¿Por qué esa mirada imperturbable? Me desconcierta. Parece que emitiera mensajes crípticos. Como los que a veces vibran mientras duermo; y  que terminan en alguno de nuestros peores días. ¿Será mi castigo?»
De pronto, la llave vibra en el bolsillo de la camisa; ¿un puente de comunicación?
  «¡Vamos! ¡Sube! ¡Abre!»  
« Es mi castigo. La estoy perdiendo ¿Qué podría hacer yo, en su dormitorio?» « Unos guantes de lona, resecos»  «acariciarnos»  «¡Al  basurero…!»
«Recuéstate en la cama. Espérala»
«Un pedazo del cerco oxidado»  «¿Y si cambiamos este cerco, querido? Todos ven el jardín  cuando pasan. Quiero esperarte boca arriba en el césped hasta que llegues»,  susurraba encendida.  «Fuera. ¡Cuánta basura!»
«No te acobardes. Vuelve a mirarte al espejo, por detrás de su imagen, mientras le deshaces  el peinado…»
«¡Qué bella la tapia con jazmines! Sólo nos mira la luna, amor... la llamaba en secreto.»
«Y de pronto, cualquier noche…Déjame; no estoy de humor; me voy a mi cuarto; no entres.  Sus tacos resonaron en los escalones… Un portazo… Clic, clic, SU llave».
«¿Cuánto hace que estoy amontonando chatarra?»
«¿Qué pasa, corazón? ¿Hasta cuándo? ¿Por qué? »
«No elegiste bien; aguanta tu castigo, hubiera dicho mi abuela».
 «. Exige lo que es tuyo...Vuelve a saciarte de su suave perfume; vuelve a sentir tu cuerpo  ansioso,  ardiente… Y sus brazos y su boca que  responden a los tuyos».
«Ah… Estos bidones viejos… Puro estorbo» «¿Por qué? ¿Por qué?»  
«Merecería que rompieras sus perfumes y rociaras el cuarto con lo que queda del  kerosén…»
         Y salgo, ciego, furioso. Detrás de mí se derrumba una  pila de latas vacías.  El gato corre como espantado y se trepa al tilo. «Abrir la puerta»… «Abrir la Caja de Pandora». «Conocer a los demonios  que te alejan»…
***         
«Se  está poniendo demasiado fresco para ti, gato viejo»
Desenrollo  la cola entre las hojas amarillentas, tan doradas como mi pelo,  y avanzo  hacia la ventana.
«Ah… Restregarme contra los frascos y las maderas perfumadas…Arañar la seda de las colchas… Hundirme en su almohadón de plumas… Leer sus sueños y llenarlos de misterios y fantasías»
Un vuelo breve. «Aquí, aunque ella no esté, se la siente, tan viva, tan cálida; es tan hermoso»
Apenas  una ráfaga sutil, y mis patas, hojas sueltas del tilo, aterrizan sobre los cosméticos, que tambalean. ¡Algo se rompió!. Seré castigado, ya lo sé. Pero no me importa. Hay mucho más que unos gritos y un zapatazo en el lomo.
***
        Trepo la escalara, jadeante, llave en mano. «Quiero esperarte en nuestro cuarto. Besar, acariciar, golpear, sofocar,  poseer, desgarrar»
«Serás castigado»… «Serás castigado…», canta el gato en mi cabeza..
         Detrás de la puerta estallan cristales en el piso.  «¿Has vuelto, amor». Me sobresalto, angustiado.  El fino perfume envuelve el pasillo desde el cuarto cerrado; tiemblo enloquecido de ira, miedo y deseo.
        La llavecita gira. La puerta se abre, chillona, como herrumbrada. Oigo que frena el auto. «¡Tu cabello dorado sobre la almohada…! ¡Has vuelto…!» «¡Este gato odioso; otra vez en la cama!» «¡Y ha roto el perfume!» «¡Debo irme!»...antes de que me … encuentre… y me castigue…»; me duele el pecho… me ahogo… me estoy muriendo… muriendo…  
He caído junto a la cama; percibo el rayo dorado que salta hacia el tilo. La voz del gato (¿dónde está?) me llega otra vez en esas ondas misteriosas: «Claro que es tu castigo. ¿Reconoces los demonios?  Sabes que estás loco, ¿no? Ya hace dos años que chocó en la autopista; manejaba furiosa porque la habías golpeado y roto sus perfumes»
                                                                          ***
  Freno el auto delante del tilo. Nuestro minino gris, rayado de negro, baja perezoso desde la pared con jazmines. Se restriega, mimoso, en los jeans de mi marido, que me espera junto a la cochera.
—¿Ya pasó, amor? Esa carita iluminada me gusta más— Y me envuelve con sus brazos y su sonrisa.
—Mmm… Sí, señor. Así de fácil. Esperar que me vaya al centro a comprar algo lindo, y te
perdone.—  Me acurruco contra él al otro lado del gato.
—Sí; ya sé.  Soy antipático, troglodita; pero me encanta mi casa, el gato y la jardinería; y te amo; no sigás enojada, amor.
—Mmmm ¿Me acompañás a ver a Bocelli, en quince días?; traje entradas para los dos, aunque no te lo merecés.
—¡Derrochona! ¡No tenés remedio! —se ríe.
 Y nos vamos adentro, tomados de la cintura, seguidos de nuestro michi.







miércoles, 16 de marzo de 2016

Mis musas están de parto



*Esta historia nace de un reto propuesto por "Literautas: Móntame una escena", un taller on line de España.
Hace casi un mes que Ascensor, Traidor y Diccionario zapatean en mi laptop*. Son los brotes de un engendro literario que mi inspiración no logra armonizar.
 Falta solamente una semana para que se cumpla el plazo: «Domarás a los tres o sucumbirás a la tentación de la historia ‘facilonga’»
He intentado de mil maneras combinarlos en un relato razonable y bello, que me serene el espíritu con la alegría del deber cumplido; pero no hay caso: sus ritmos biológicos los vuelven antagónicos.
Ascensor es hermético y rutinario; depende de sus botones y su marcha es  silenciosa y enguantada; si le pongo palabras sólo dice ‘zuuuum’, o “Segundo piso”, “Primer piso”. “Planta Baja”.  Diccionario, en cambio, es un gordo verborrágico al que sólo le cabe el dicho: no aclares tanto que oscureces.  Y Traidor… Traidor es el peor de todos; es un prototipo gelatinoso y malintencionado que busca hacerle la zancadilla a mis pobrecitas musas.
Por ahí apunta una idea: metaforizar al ascensor como imagen de nuestra vida y sus múltiples posibilidades de puertas abiertas en el trayecto; cómo cada uno puede ser traidor de sí mismo ignorando esas puertas que, tal vez, lo sacarían de la rutina; cómo cada quién se siente dueño de su diccionario  de gestos y situaciones  y a partir de él elabora su cosmovisión personal y se autoexcluye.                                                                                                                                                      Pero no sé; no me gusta demasiado; al final resultará aburrido.                                                                A ver; se me acaba de ocurrir otro: partir de una  revisión de la cámara oculta del ascensor ; ha habido un desperfecto y yo, el técnico, me río un buen rato con las tomas; la vecina del 5°B  se hace la desentendida y se apoya intensa y casi perversamente sobre el del 5°A, recientemente divorciado ; el del 4°C  abre un pequeño diccionario donde ha marcado palabras obscenas,  y mientras baja el ascensor, las susurra indiferente, como si estuviera masticando chicle;  el grupo de vecinos que coinciden  con él  se crispan ofendidos, o se ríen por lo bajo, según a quién le toque el compañero;  las hermanas solteronas del 3°B, vestidas de ‘sport adolescente’,  comentan indignadas cómo el  traidor  de Osvaldo le ha sido infiel a Melba, en el  Centro de Jubilados; a veces le dan –apenitas- un sorbo a sus respectivas botellitas de licor y las vuelven, sigilosas, a sus bolsos…
Ahora mis musas bullen entusiasmadas:  ¿Y qué pasa si un día coinciden las hermanas,  con el hombrecito del diccionario y la muchachita descarada? 
Vuelve el técnico a la cámara:
     ¿Oíste, Amelia?  No te des vuelta; seguramente nos está mirando
     ¡Ay, Erminda! Me parece que es el violador que persigue la policía.
     Somos dos; nos ayudaremos una a la otra.
     Hay que enfrentarlo ¿Quién primero?
     Yo soy la mayor. Por cierto ¿Qué ropa interior te has puesto?
Hay un segundo de tensión mientras el ascensor se detiene; sube la chica del 5°B, pelirroja, llena de rulos y con una minifalda increíble por lo cortita y estrecha;  el hombrecito silabea, absorto en el diccionario, al parecer.
     ¡Mirá, idiota; no te hagás el gil, que te oí perfectamente!— le grita de pronto la pelirroja— ¡Volvé  a abrir la boca y te hago detener en la guardia!
El hombre se sobresalta con los gritos. Muy nervioso, tartamudea… ¡en un idioma extraño! 
Ahora que lo pienso:   ¿Y si  no murmura groserías, sino que es noruego y está aprendiendo español?
De todos modos el audio del ascensor anuncia la planta baja y él huye medio despavorido en cuanto se abre la puerta.
Y bueno. Hasta aquí, en el ascensor. Tres cuartos del reto, cumplidos; y espero que  estén compensados con las veces que nombré a los tres rebeldes. Me quedo junto a mis amigos recién nacidos:
     Señorita, por favor; era un violador —dicen a ‘medio coro’ las hermanas—.  No hay que  provocarlo. También usted con esa ropa…
     ¡Viejas metiches! ¡Capaz que lo provocaban ustedes con las botellitas y con!… ¡Oooh, Luis!, ¡hola, Luis!— y corre hacia el vecino divorciado que va a llamar al ascensor.
Amelia y Erminda llegan a la vereda, muy agitadas, justo cuando  el hombre del diccionario sube a un taxi.
     ¡Madre mía! ¡Qué tiempos!— reflexiona Amelia.
     No hay seguridad ni respeto por los mayores— confirma Erminda.
Y esperan el colectivo para ir al centro a mirar vidrieras  antes de las sesiones de yoga y de crochet.
¡Oh, sorpresa! ¡He logrado combinarlos y ponerlos en “Móntame una escena”! Todo es cuestión de darles tiempo a las musas, sí señor.




miércoles, 9 de marzo de 2016

Los Hijos del Sol

Los Hijos del Sol 
Versión libre de una historia de la conquista del Perú.
 I- La vanguardia de los evadidos trepaba por el sendero montañoso. Era una noche oscurísima, nublada, propicia para la fuga, pero también para despeñarse y morir empalado en cualquier aguja de piedra. Morir empalado era un final posible en aquellos años de 1500; cualquier supuesto traidor podía ser empalado sin lástima, si traicionaba a “la Corona”. Y todos los que integraban la caravana eran “traidores”, ya que huían del Rey y de sus capitanes, llevándose los tesoros más codiciados por estos, y más amados por aquellos. Atrás quedaba otro traidor: Atahualpa yacía estrangulado sobre la montaña de oro y plata con la que pretendió comprar su libertad.
Cada guerrero cargaba sobre la espalda un cesto pesadísimo lleno de joyas increíbles. Y también cargaba, desafiando al viento, su historia milenaria, sus jerarquías, su sistema social. Todo lo que se debía preservar de la peste blanca que había traído la viruela y pisoteado sus creencias.
 Sola, en su cesto, iba la Huasca. Era una inmensa cadena trenzada en oro, el símbolo de la pureza de la sangre real; mucho antes de las guerras y de las muertes, Huayna Cápac, el padre, había celebrado con ella a Huáscar, su hijo legítimo. Atahualpa la había usurpado junto con el trono y la vida de su hermano.
Fruto de una cultura de siglos, los portadores se sentían elegidos para sostener el Imperio; su convicción vencía a la fatiga; seguía la marcha fiel y estoica del Tahuantinsuyo. A la cabeza, iba enhiesta la Coya.
II- Cuxirimay Ocllo; la bella esposa y hermana de Atahualpa, tenía catorce años; era dos veces viuda: antes de ser ajusticiado, Atahualpa había muerto para ella y sus fieles. La fuga la encontró vestida de negro, porque ya estaba llena de dolor, y ese dolor la protegía entre las rocas, más que su ropaje oscuro.
 «Tú mismo marcaste tu senda de muerte en mi alma; creí que eras Inti entre nosotros, nuestro Sol; y viví gozosa, prisionera de tu luz, como otra Mama Quilla de plata; pero caíste, ambicioso asesino, antes del ocaso». El cielo, golpeado por la furia y el desencanto, ignoró el llanto seco de la Ñusta; no le mostró ni siquiera sus lágrimas, desde las nubes oscuras; ella era su Luna, su Princesa; pero el Sol estaba muerto, muertos su cuerpo y su honra; y la Luna, por lo tanto, condenada a ser sólo piedra.

III- La columna y la noche habían avanzado hasta una cima; desde allí, ladera abajo, llegarían al Santuario. Debajo de las nubes, Mama Quilla debía de estar en el cenit. De pronto, Cuxirimay se detuvo, levantó sus brazos y empezó a cantar un fúnebre lamento. No articulaba palabras: sólo sollozos modulados. Y su cuerpo se mecía en el ritmo de la angustia impredecible. «Mama Quilla, madre luna, soy tu hija y estoy sola. Como tú, soy la hermana y la esposa y todo lo mío es reflejo suyo. Mama Quilla, hermana de Inti, esposa del Sol, llámalo para que nos consuele. Mama Quilla, míralo, acarícialo, despiértalo; que perdone la traición y me quite este mal que no merezco». La fila de los portadores, roca entre las rocas, emanaba tristeza; ni un susurro, ni un gesto; pero sus rezos mudos coreaban los de la Ñusta: «Lo que tú quieras, Inti, para nuestro pueblo; lo que tú quieras, nuestro bien; porque no somos traidores»

IV- De pronto, amainó el viento frío y una calma misteriosa envolvió a la columna. La Princesa y su corte, de pie, parecían hechizados. Dos pequeñas líneas de luz plateada se abrieron paso entre las nubes. Dos brazos de Luna Madre acariciaron a la Princesa extática. Después recorrieron la columna, como bendiciéndola. El tiempo manaba veloz en el silencio; estaba aclarando debajo de las nubes; los perfiles negros de las rocas verdeaban tímidos. ¿Hubo un trueno lejano? ¿Venía la lluvia? ¿Era la voz de Inti que despertaba ante los ruegos de Mama Quilla y de Cuxirimay? La joven cayó de rodillas, llorando los pedazos rotos de su corazón. « Quita tu dolor, y vístete de coraje; vuelve a Cuzco; la Huasca será invisible y quedará soldada a tu cuerpo y a tu raza; yo te iré mostrando tu nuevo destino» La Luna se iba apagando. Acurrucada en sus dos pálidos brazos, llegó la cadena al cuello de Cuxirimay, y asomó el primer rayo de sol.
 En un instante de misterio sagrado, ella percibió a sus hijos, sentados sobre los cestos, piedras dormidas para siempre, contra la montaña. Y oyó, muy cerca, el galope de los caballos de Francisco Pizarro.