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viernes, 30 de septiembre de 2016

El otro yo

Este cuento desarrolla una posible segunda historia a partir de "Hernán", de Abelardo Castillo (argentino- 1935). Contiene, asimismo, un poema de Alfonsina Storni: "La caricia perdida"

Quiero contarlo ahora, para no olvidarlo.  Para mantener el equilibrio sin invadir el espacio ajeno.
Cuando la señorita Eugenia entró por primera vez al aula, el otro Hernán me dictó la pregunta: «¿Por qué sigue siendo señorita?»
«Sos un degenerado, Hernán», me llegó el cuchicheo entre risas ahogadas.
Yo no era un ídolo indiscutible;  no había vivido ninguna de esas emociones rebeldes que se comparten con los amigos y cuyo mayor encanto es el secreto. Las risas alentaron al Hernancito malo que no puede volar por ahí dando disgustos a sus padres, y que de un codazo le cerró la boca al Hernancito modelo: «Vos sabés que no alcanza con ser abanderado y poeta y tener buena memoria; ellos, los otros, son  los dueños de las decisiones a la hora de hacer una fiesta, de invitar  o de presentarte  a una hermana, a una amiga. A los dieciocho, alguna vez se puede ser cretino: se puede pisar la patineta y echarse calle abajo en busca de aplausos. Allá vamos: cartitas, recitados, miradas». Y nos lanzamos, ella y yo, en nuestras patinetas transgresoras.
Pero esa tarde, cuando bailé con ella y la invité a pasear al astillero, me dolía el estómago; sentía que estaba descarrilando, y que nos estrellaríamos contra aquel barco viejo.
La Señorita Ingenua, perdón, Eugenia, también lo había advertido. El pimpollo de pasión que empezaba a enraizar en su alma llena de poemas ajenos se estaba malogrando bajo una llovizna de miedo y de realidades. «Será mi primera vez. No juegues conmigo, por favor. No destruyas mi sueño de amor» solloza su corazoncito palpitante.
Pasé mi brazo sobre sus hombros; recostó la cabeza…
Entonces… Se miraron, tensos.
«Es tu oportunidad de ser uno más, no un bicho raro»«No. Es tu oportunidad de encontrarte y de quererte»
—Vamos; usted sabe que esto no puede ser cierto, y que es un juego de chicos tontos. No sé qué estuve pensando. (El angelito bueno aletea).
Con las mejillas rojas, y el pecho agitado despierta Eugenia, avergonzada, espantada de sí misma. «Idiota», le dicen sus propios ojos llorosos. Respira hondo:
No, realmente; no puede ser… Ya ves cuántas tonteras puede hacer un adulto, Hernán, cuando no es dueño de sí mismo; fue una chiquilinada de los dos.
— No llore, Eugenia. Perdóneme. Volvamos. Nadie sabrá nada de esto. «¿Nadie? ¿Cómo quedás con los muchachos? Vamos, decile algo»
Y entonces se aliaron; como tantas veces  me pasó en la vida, Hernancito, el poeta, buen alumno y su mellizo el atorrante: “—Yo soy un enamorado de las letras y de su sencillez— le dije —; por favor, no quiero olvidarme de este día de aprendizaje: déjeme algo suyo, de la poesía que la inunda”.
Y ella también integró sus dos mitades. “Tonta. Me imagino la apuesta. Hasta aquí llega mi ingenuidad.” Con manos temblorosas, sin dudar, llevó sus manos al cuello y se quitó la bolsita de laurel: “¡Tomá, chamuyero! Mañana nos veremos en el aula. Sos tan niño… Chau. Me vuelvo en el ómnibus”.
A la mañana siguiente, la bolsita de alcanfor (o laurel, no está muy claro) colgaba del marco del pizarrón, como una palomita perdida.
La señorita Eugenia entró al aula, clavó la mirada entre espantada y dolorosa en el pizarrón y en mí. Luego respiró profundamente, muy hondo, y ordenó: «Lectura silenciosa “La caricia perdida”, de Alfonsina Storni;  página catorce de la Antología».  Mientras la buscábamos,  tomó la tiza, descolgó la bolsita  y la echó al basurero.

La Caricia Perdida-  Alfonsina Storni
Se me va de los dedos la caricia sin causa,
Se me va de los dedos... En el viento, al pasar.
La caricia que vaga sin destino ni objeto,
La caricia perdida, ¿quién la recogerá?
Pude amar esta noche con piedad infinita,
Pude amar al primero que acertara a llegar. 
Nadie llega. Están solos los floridos senderos. 
La caricia perdida, rodará... rodará...
Si en los ojos te besan esta noche, viajero,
Si estremece las ramas un dulce suspirar,
Si te oprime los dedos una mano pequeña
Que te toma y te deja, que te logra y se va.

Si no ves esa mano, ni la boca que besa,
Si es el aire quien teje la ilusión de besar,
Oh, viajero, que tienes como el cielo los ojos,
En el viento fundida ¿me reconocerás?

lunes, 15 de agosto de 2016

Mi familia, el Jueves Santo de 1948

                                          Premiado en Concurso "Raíces de Nuestra Córdoba- Caja de Jubilaciones de la Pcia.(Espacio Illia) - Julio de 2016         

1-  En 1948 yo estaba en segundo grado, y era el único hijo y el único nieto, en mi familia; se imaginarán lo mimoso que era; pero a la hora de cumplir deberes no había excepciones: la escuela, la iglesia, la higiene, el respeto y los permisos no se negociaban.
Mi tía Dolores y la abuela Martirio vestían con ropa sencilla y pulcra, pero casi no usaban cosméticos ni peinados raros. El abuelo anunciaba a gritos su carácter de gallego aldeano y labriego.  Llegados de España, se asentaron  en San Vicente, un barrio de quintas y granjas; cuando avanzó la urbanización, hacia 1925, desaparecieron muchos de estos espacios;  pero ellos siguieron ahí, vendiendo los productos de la casa en un galponcito contiguo a su sencilla vivienda. Mi papá fue al colegio salesiano San Antonio; la tía Dolores, al Santa Margarita; ambos eran colegios privados, sin demasiadas pretensiones  económicas, pero bastante exigentes en las prácticas religiosas.
Mi mamá y mi tía Beatriz usaban siempre “trajecitos sastre”, tacones y sombrerito, iban a la peluquería a “hacerse peinar” y se pintaban. Las dos se habían recibido de maestras en el Carbó, sabían tocar el piano y escribían poemas.  Vivían en el Centro, e iban a Misa a la Catedral. Se reunían con amigos de “la Escuela” los domingos a la tarde; iban al cine; a “La Oriental”, a tomar té con masas; a “El Plata”, a bailar y tomar un refresco.
¿Cómo fue que Felipe, mi papá, se casó con “esta pituca de Martita”? Porque tanto fastidió con el estudio que el abuelo accedió a que fuera abogado, ya que era muy, muy inteligente; mi papá se fue alejando despacito de las costumbres y las ideas de su casa; conoció gente liberal, se aficionó al teatro, al cine y a las muestras de pintura; pero como no avanzaba demasiado en la Universidad, mi abuelo le cortó los víveres: a trabajar; entró al ferrocarril con el apoyo de sus antiguos compañeros de facultad, y prosperó.  Entonces se puso de novio y se casó. Así llegué al mundo, en 1940, y produje, con mi seductora presencia, la unión familiar de esta gente tan buena y tan diferente.
II-  Y ahora vuelvo a este especial Jueves Santo lleno de sol. La chacrita de la abuela Martirio irradiaba vida; mientras yo disfrutaba los primeros minutos de pereza la escuchaba diciendo “pipipipipipí” y sacudiendo la canasta del maíz para los pollos. El coro de píos y cloqueos  y el ladrido del Sultán, un perro bravo, atado a la higuera, me llegaba a la cama; y también el aroma del desayuno, que debía de estar preparando la tía Dolores.
Iba llegando el final del ensueño;  minutos más tarde, la abuela me despertó canturreando y palmeando una copla antigua, seguramente gallega:
“Levántate pecador /no duermas tan descansado/no venga la muerte y te halle/ sin haberte confesado”. Iba abriendo las ventanas de par en par, cosa de que la muerte se alejara de un ambiente tan saludable; pero no se quedó tranquila:
Hala, hala dijo mientras me sacudía La noche es para dormir y el día para ganarse el cielo. ¡Arriba!
Y no dejó de revolver cobijas y acomodar zapatos hasta que me vio de pie, rumbo al baño.
Para mi abuela, controlar  la práctica cotidiana de nuestras virtudes,  era una misión sagrada e irrenunciable; especialmente, la lucha contra la pereza y la indiferencia religiosa.
Volví al dormitorio. Mi abuela se había ido de ahí para que yo, un varoncito ya crecido (ocho años), pudiera vestirme  en privado como debía ser.
—Vamos—gritó desde el pasillo— ¿Por qué tanta demora? Demasiadas atenciones para estos cuerpos de pecado.
—¡Mamá, por favor; es una criatura!— clamó la Tía Dolores, la hermana de mi papá.
Cuando esperaba la perorata sobre lo mal que nos educaban nuestros padres y familiares, se abrió la puerta de calle: el abuelo y mi papá volvían de mi casa, junto con la otra tía, Beatriz, la hermana de mi mamá.
¡Papá! ¡Tía Beatriz!— Corrí a abrazarlos, sobre todo a la tía, que me comió a besos; papá era siempre sobrio en el saludo; los tres lucían correctísimos: la tía, preciosa como siempre;  papá y el abuelo con su traje gris y su corbata azul oscuro. Pero el abuelo no perdía su aire rústico, tal vez porque se había puesto una boina de pana y sus zapatos  se notaban viejos y ajados.
¡Ya nació! ¡Ya nació! ¡Una nena! ¡Todo bien!— coreaban a dúo, mientras abrazaban a la abuela y a la otra tía.— ¡Un parto rápido y feliz!
—¿Un qué?—pregunté yo.
Dos “chist” enérgicos de las tías, callaron las efusiones.
—Tenés una hermanita— dijo mi papá; parecía contento; pero no me dio un abrazo, por supuesto: esas son cosas de mujeres; al varón, nada de ñoñeces.
—¿Qué dijeron?— volví a preguntar.
—Eso, eso; que la cigüeña le dejó la niña a tu madre en el patio; y que estaba feliz— se embarullaron  las tías.
—Yo escuché “parto”— insistí, sin éxito.
—Tontas— rezongó por lo bajo mi abuela—.  Que nació tu hermanita, nada más;  y me dio un besote, baila que baila conmigo, mientras el abuelo batía palmas y sacudía la cabeza.
¡Pucha! Recién ahora caigo en la cuenta; los abuelos no pensaban como los padres y los tíos. ¿Será porque los viejos estaban acostumbrados a trabajar codo a codo con la madre y hermanas? ¿A verlas parir en casa igual que veían parir a los animales?  Toda una fabulería para escondernos lo más natural del mundo.

—A desayunar— avisó la tía Dolores. Y nos sentamos alrededor de una mesa fuerte y relavada; el desayuno era abundante pero sencillo, y casi toda la comida era casera: pan, dulce de naranjas; la leche, recién ordeñada y traída de los campos cercanos: veinte cuadras, a lo sumo.
—¿Cómo se llamará? le dijo la abuela a papá .Piensa que ha nacido en Semana Santa: Pascuala, Cruz, o Martirio, como yo.
Las tías se taparon las bocas con las servilletas: papá lanzó una carcajada, pero la cortó por la mitad, ante la fuerte mirada de su madre.
     No lo sabemos, todavía, viejita.  Lo normal es que lleve el nombre de la mamá, ¿no?
La abuela bajó la cabeza y rezongó: “No se respeta nada, hoy en día”. Pero se le pasó pronto. El abuelo había desaparecido; pero volvió a desayunar con su mameluco y alpargatas, listo para la chacra.
—Bueno—determinó la abuela—, basta de estar de ociosos;  chicas, hay mucho que hacer; a la tarde hay que ir a conocer a la nena y a hacer la visita a las siete iglesias.
     «Uuuh», recordé mientras levantaba las tazas y las llevaba a la pileta. «¡Semana Santa!¡No hay clase hasta el lunes!».
—Siete iglesias, nada menos— rezongó por lo bajo mi papá.  —Mi viejita; la charlan estos curas. Vengase conmigo y el Pedrito a conocer a la nena. Así Beatriz y Dolores charlan a gusto.
—Aay—suspiró tía Beatriz— no traje ropa de entrecasa, Dolores; no voy a poder ayudar mucho. Creo que me vuelvo para acompañar a Marta y a la nena. ¿Vamos con papá, Pedrito? ¡Hasta luego!— Besó a Dolores, pero mi abuela le esquivó el beso.
—A la tarde voy a conocer a tu hermanita y te llevo a las Iglesias;  estate listo—ordenó la abuela.
 Y me tentó con una promesa: flan con dulce de leche.
III-  Así es que a las 18 horas entré a la Catedral, de la mano de la abuela, y con la escolta de las tías. Papá y el abuelo se quedaron con mamá.
Mamá me llevaba los domingos, aunque en el Santo Tomás nos daban la Catequesis y la Misa. De entrada me sentí transportado al cielo en una nube de incienso y música de órgano.  Hice la genuflexión a las apuradas; la abuela me frenó el avance y me ordenó saludar bien al Señor y usar agua bendita.
Todo sucedía en la parte delantera del templo, en el altar precioso, lleno de brillos y santos. Como siempre, el Cura se daba vuelta, de vez en cuando; las fórmulas en latín me eran tan familiares como las criollas; el año próximo iba a hacer la Primera Comunión y sería monaguillo.
Cuando escuchamos “Ite Missa Est”, salimos volando, porque pronto sería de noche y las Iglesias debían de ser siete, para honrar a la Eucaristía; las tías se habían hecho humo con algunos jóvenes de la Acción Católica; «cada cual honra al Señor como se lo dicta el Espíritu, pienso hoy».
Nosotros hicimos las “Visitas”: siete Padrenuestros, Avemarías y Glorias, y siete “Adorado y Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar”, en la Compañía, San Francisco, Santa Teresa… y cuando salimos corriendo hacia Santa Domingo, dije:
—Me hago pis, abuela; y tengo hambre. Vamos  a una confitería.
—No hay ninguna abierta, hoy. ¡Bueno estaría! ¡Un Jueves Santo!
—Pero yo no doy más— insisití, con las piernas cruzadas.
—Aguántate, que eres hombre; más sufrió Nuestro Señor por nosotros.
—Quiero ir al baño, por favor; no aguanto más. Mirá, hago ahí en ese arbolito de la vereda y vamos; aguanto el hambre.
  Mi abuela miró para todos lados y con mucha vergüenza me dio la espalda: casi un hombre,  orinando en público el Jueves Santo, era una horrible afrenta para aceptarla sin más.
  Apenas había terminado mi cometido cuando la abuela se prendió a mi brazo:
— ¡Ay, Dios mío! ¡Un perro negro! ¡Puede ser una señal del enojo del Señor!
—No es negro, abuela; es gris, como el de Don Bosco; era un ángel que lo acompañaba a llevar la Comunión,  me contó mi papá que le dijeron los salesianos.
Un poco más serena iba a reiniciar la marcha hacia la Calle Ancha, cuando tropezó con una baldosa rota y se cayó en la vereda oscura. Entre sus ayes y mis gritos parecíamos anticipar el Viernes Santo. Le sangraba la rodilla y pedía perdón por no cumplir con la celebración.
Pasaba bastante gente, con lo del Jueves Santo y Las Visitas. Pronto tuvimos ayuda para la abuela;  un dominico  angelical en su hábito blanco, la ayudó a subir al coche de otro feligrés: “Una persona de bien, señora; vaya usted en paz. Dios conoce su corazón”.
       En cinco minutos estábamos en casa. Papá la llevó a la suya. Me quedé sin flan, pero no me importó demasiado.
Cuando arrancó el auto, me acurruqué junto a mamá y a mi preciosa hermanita; menos mal que mamá la esperaba en el patio, si no, a saber qué golpazo le habría dado la cigüeña desde el aire. Y menos mal que le pusieron María Marta.














Mi familia, el Jueves Santo de 1948

                                          Participante  del Concurso "Raíces de Nuestra Córdoba- Caja de Jubilaciones de la Pcia.(Espacio Illia) - Julio de 2016         

1-  En 1948 yo estaba en segundo grado, y era el único hijo y el único nieto, en mi familia; se imaginarán lo mimoso que era; pero a la hora de cumplir deberes no había excepciones: la escuela, la iglesia, la higiene, el respeto y los permisos no se negociaban.
Mi tía Dolores y la abuela Martirio vestían con ropa sencilla y pulcra, pero casi no usaban cosméticos ni peinados raros. El abuelo anunciaba a gritos su carácter de gallego aldeano y labriego.  Llegados de España, se asentaron  en San Vicente, un barrio de quintas y granjas; cuando avanzó la urbanización, hacia 1925, desaparecieron muchos de estos espacios;  pero ellos siguieron ahí, vendiendo los productos de la casa en un galponcito contiguo a su sencilla vivienda. Mi papá fue al colegio salesiano San Antonio; la tía Dolores, al Santa Margarita; ambos eran colegios privados, sin demasiadas pretensiones  económicas, pero bastante exigentes en las prácticas religiosas.
Mi mamá y mi tía Beatriz usaban siempre “trajecitos sastre”, tacones y sombrerito, iban a la peluquería a “hacerse peinar” y se pintaban. Las dos se habían recibido de maestras en el Carbó, sabían tocar el piano y escribían poemas.  Vivían en el Centro, e iban a Misa a la Catedral. Se reunían con amigos de “la Escuela” los domingos a la tarde; iban al cine; a “La Oriental”, a tomar té con masas; a “El Plata”, a bailar y tomar un refresco.
¿Cómo fue que Felipe, mi papá, se casó con “esta pituca de Martita”? Porque tanto fastidió con el estudio que el abuelo accedió a que fuera abogado, ya que era muy, muy inteligente; mi papá se fue alejando despacito de las costumbres y las ideas de su casa; conoció gente liberal, se aficionó al teatro, al cine y a las muestras de pintura; pero como no avanzaba demasiado en la Universidad, mi abuelo le cortó los víveres: a trabajar; entró al ferrocarril con el apoyo de sus antiguos compañeros de facultad, y prosperó.  Entonces se puso de novio y se casó. Así llegué al mundo, en 1940, y produje, con mi seductora presencia, la unión familiar de esta gente tan buena y tan diferente.
II-  Y ahora vuelvo a este especial Jueves Santo lleno de sol. La chacrita de la abuela Martirio irradiaba vida; mientras yo disfrutaba los primeros minutos de pereza la escuchaba diciendo “pipipipipipí” y sacudiendo la canasta del maíz para los pollos. El coro de píos y cloqueos  y el ladrido del Sultán, un perro bravo, atado a la higuera, me llegaba a la cama; y también el aroma del desayuno, que debía de estar preparando la tía Dolores.
Iba llegando el final del ensueño;  minutos más tarde, la abuela me despertó canturreando y palmeando una copla antigua, seguramente gallega:
“Levántate pecador /no duermas tan descansado/no venga la muerte y te halle/ sin haberte confesado”. Iba abriendo las ventanas de par en par, cosa de que la muerte se alejara de un ambiente tan saludable; pero no se quedó tranquila:
Hala, hala dijo mientras me sacudía La noche es para dormir y el día para ganarse el cielo. ¡Arriba!
Y no dejó de revolver cobijas y acomodar zapatos hasta que me vio de pie, rumbo al baño.
Para mi abuela, controlar  la práctica cotidiana de nuestras virtudes,  era una misión sagrada e irrenunciable; especialmente, la lucha contra la pereza y la indiferencia religiosa.
Volví al dormitorio. Mi abuela se había ido de ahí para que yo, un varoncito ya crecido (ocho años), pudiera vestirme  en privado como debía ser.
—Vamos—gritó desde el pasillo— ¿Por qué tanta demora? Demasiadas atenciones para estos cuerpos de pecado.
—¡Mamá, por favor; es una criatura!— clamó la Tía Dolores, la hermana de mi papá.
Cuando esperaba la perorata sobre lo mal que nos educaban nuestros padres y familiares, se abrió la puerta de calle: el abuelo y mi papá volvían de mi casa, junto con la otra tía, Beatriz, la hermana de mi mamá.
¡Papá! ¡Tía Beatriz!— Corrí a abrazarlos, sobre todo a la tía, que me comió a besos; papá era siempre sobrio en el saludo; los tres lucían correctísimos: la tía, preciosa como siempre;  papá y el abuelo con su traje gris y su corbata azul oscuro. Pero el abuelo no perdía su aire rústico, tal vez porque se había puesto una boina de pana y sus zapatos  se notaban viejos y ajados.
¡Ya nació! ¡Ya nació! ¡Una nena! ¡Todo bien!— coreaban a dúo, mientras abrazaban a la abuela y a la otra tía.— ¡Un parto rápido y feliz!
—¿Un qué?—pregunté yo.
Dos “chist” enérgicos de las tías, callaron las efusiones.
—Tenés una hermanita— dijo mi papá; parecía contento; pero no me dio un abrazo, por supuesto: esas son cosas de mujeres; al varón, nada de ñoñeces.
—¿Qué dijeron?— volví a preguntar.
—Eso, eso; que la cigüeña le dejó la niña a tu madre en el patio; y que estaba feliz— se embarullaron  las tías.
—Yo escuché “parto”— insistí, sin éxito.
—Tontas— rezongó por lo bajo mi abuela—.  Que nació tu hermanita, nada más;  y me dio un besote, baila que baila conmigo, mientras el abuelo batía palmas y sacudía la cabeza.
¡Pucha! Recién ahora caigo en la cuenta; los abuelos no pensaban como los padres y los tíos. ¿Será porque los viejos estaban acostumbrados a trabajar codo a codo con la madre y hermanas? ¿A verlas parir en casa igual que veían parir a los animales?  Toda una fabulería para escondernos lo más natural del mundo.

—A desayunar— avisó la tía Dolores. Y nos sentamos alrededor de una mesa fuerte y relavada; el desayuno era abundante pero sencillo, y casi toda la comida era casera: pan, dulce de naranjas; la leche, recién ordeñada y traída de los campos cercanos: veinte cuadras, a lo sumo.
—¿Cómo se llamará? le dijo la abuela a papá .Piensa que ha nacido en Semana Santa: Pascuala, Cruz, o Martirio, como yo.
Las tías se taparon las bocas con las servilletas: papá lanzó una carcajada, pero la cortó por la mitad, ante la fuerte mirada de su madre.
     No lo sabemos, todavía, viejita.  Lo normal es que lleve el nombre de la mamá, ¿no?
La abuela bajó la cabeza y rezongó: “No se respeta nada, hoy en día”. Pero se le pasó pronto. El abuelo había desaparecido; pero volvió a desayunar con su mameluco y alpargatas, listo para la chacra.
—Bueno—determinó la abuela—, basta de estar de ociosos;  chicas, hay mucho que hacer; a la tarde hay que ir a conocer a la nena y a hacer la visita a las siete iglesias.
     «Uuuh», recordé mientras levantaba las tazas y las llevaba a la pileta. «¡Semana Santa!¡No hay clase hasta el lunes!».
—Siete iglesias, nada menos— rezongó por lo bajo mi papá.  —Mi viejita; la charlan estos curas. Vengase conmigo y el Pedrito a conocer a la nena. Así Beatriz y Dolores charlan a gusto.
—Aay—suspiró tía Beatriz— no traje ropa de entrecasa, Dolores; no voy a poder ayudar mucho. Creo que me vuelvo para acompañar a Marta y a la nena. ¿Vamos con papá, Pedrito? ¡Hasta luego!— Besó a Dolores, pero mi abuela le esquivó el beso.
—A la tarde voy a conocer a tu hermanita y te llevo a las Iglesias;  estate listo—ordenó la abuela.
 Y me tentó con una promesa: flan con dulce de leche.
III-  Así es que a las 18 horas entré a la Catedral, de la mano de la abuela, y con la escolta de las tías. Papá y el abuelo se quedaron con mamá.
Mamá me llevaba los domingos, aunque en el Santo Tomás nos daban la Catequesis y la Misa. De entrada me sentí transportado al cielo en una nube de incienso y música de órgano.  Hice la genuflexión a las apuradas; la abuela me frenó el avance y me ordenó saludar bien al Señor y usar agua bendita.
Todo sucedía en la parte delantera del templo, en el altar precioso, lleno de brillos y santos. Como siempre, el Cura se daba vuelta, de vez en cuando; las fórmulas en latín me eran tan familiares como las criollas; el año próximo iba a hacer la Primera Comunión y sería monaguillo.
Cuando escuchamos “Ite Missa Est”, salimos volando, porque pronto sería de noche y las Iglesias debían de ser siete, para honrar a la Eucaristía; las tías se habían hecho humo con algunos jóvenes de la Acción Católica; «cada cual honra al Señor como se lo dicta el Espíritu, pienso hoy».
Nosotros hicimos las “Visitas”: siete Padrenuestros, Avemarías y Glorias, y siete “Adorado y Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar”, en la Compañía, San Francisco, Santa Teresa… y cuando salimos corriendo hacia Santa Domingo, dije:
—Me hago pis, abuela; y tengo hambre. Vamos  a una confitería.
—No hay ninguna abierta, hoy. ¡Bueno estaría! ¡Un Jueves Santo!
—Pero yo no doy más— insisití, con las piernas cruzadas.
—Aguántate, que eres hombre; más sufrió Nuestro Señor por nosotros.
—Quiero ir al baño, por favor; no aguanto más. Mirá, hago ahí en ese arbolito de la vereda y vamos; aguanto el hambre.
  Mi abuela miró para todos lados y con mucha vergüenza me dio la espalda: casi un hombre,  orinando en público el Jueves Santo, era una horrible afrenta para aceptarla sin más.
  Apenas había terminado mi cometido cuando la abuela se prendió a mi brazo:
— ¡Ay, Dios mío! ¡Un perro negro! ¡Puede ser una señal del enojo del Señor!
—No es negro, abuela; es gris, como el de Don Bosco; era un ángel que lo acompañaba a llevar la Comunión,  me contó mi papá que le dijeron los salesianos.
Un poco más serena iba a reiniciar la marcha hacia la Calle Ancha, cuando tropezó con una baldosa rota y se cayó en la vereda oscura. Entre sus ayes y mis gritos parecíamos anticipar el Viernes Santo. Le sangraba la rodilla y pedía perdón por no cumplir con la celebración.
Pasaba bastante gente, con lo del Jueves Santo y Las Visitas. Pronto tuvimos ayuda para la abuela;  un dominico  angelical en su hábito blanco, la ayudó a subir al coche de otro feligrés: “Una persona de bien, señora; vaya usted en paz. Dios conoce su corazón”.
       En cinco minutos estábamos en casa. Papá la llevó a la suya. Me quedé sin flan, pero no me importó demasiado.
Cuando arrancó el auto, me acurruqué junto a mamá y a mi preciosa hermanita; menos mal que mamá la esperaba en el patio, si no, a saber qué golpazo le habría dado la cigüeña desde el aire. Y menos mal que le pusieron María Marta.














lunes, 25 de julio de 2016

Don Elías y el Carlitos (historia bifásica)

¿Cómo nació esta historia bifásica? De un ejercicio de Taller de Escritura;se trataba de descubrir la historia oculta, por debajo de una historia con final incoherente. Yo creo haber logrado el objetivo, en ambas versiones, la coordinadora dice que no; de cualquier manera me encantan las dos versiones. El texto disparador no me gusta tanto como mis dos historias, pero le haré el honor de transcribirlo: 
"Secretamente, el hijo admiraba a su padre, tanto que lo ayudó siempre en la carpintería. Aprendió de tal modo el oficio, que llegó a igualar y, me animo a inferir, sobrepasar a su maestro.
Un accidente doméstico dejó postrado en cama al padre. Su hijo, con eficacia, se hizo cargo de los trabajos que había. Pero una complicación inesperada llevó al carpintero a la muerte.
Al tiempo, me sorprendió un cartel en la puerta del taller, que decía: "Se vende".
Al terminar el barrio, justo al lado de las vías del tren, duerme su borrachera un mendigo."

1° versión: Elías, el viejo carpintero del pueblo, vivía solo.  Los vecinos conocieron a su familia; pero cuando la mujer murió, el hijo, ya adulto,  se fue a la ciudad y poco a poco desapareció de la vida de su padre. Doña Lorenza, la maestra del pueblo, telefoneaba de vez en cuando a algunas parientas de la esposa del carpintero. Era una vieja muy sentimental y siempre preguntaba por  su antiguo alumno, el Omarcito; pero Elías no le prestaba atención cuando le sacaba el tema.
Don Elías vivía bien; la casa era muy sencilla, con poco confort, pero le alcanzaba.
 Un día adoptó al Carlitos, un chico de catorce años que tampoco tenía familia; le había dado pena verlo  vagabundear por la zona, ligado a veces a gente poco recomendable, y a alguna que otra botella comunitaria de vino. Se dispuso a hacer de él un hombre de bien, y legarle su carpintería. Doña Lorenza aplaudió su loable empeño, pero mantuvo informadas a sus amigas.
Todo parecía encaminado. El Carlitos era hosco y para nada cariñoso;  pero aprendía el oficio y respetaba a su padre.  Se esmeraba muchísimo y lograba, a veces, superarlo. Los vecinos comentaban que, sin duda, lo admiraba, y que merecía la bondad de Don Elías.
 ¿Quién hubiera imaginado que los golpes de su infancia destruida lo hubieran deformado para siempre? Lo consumían la ambición, la soberbia  y el odio. La responsable presencia de don Elías y los límites que le ponía se le iban haciendo insoportables; él era capaz de hacer plata con esa carpintería si el viejo no andaba por el medio. ¡Y qué bien la iba a pasar con el bolsillo lleno!
Dos años esperó. Un soleado mediodía de invierno Don Elías llevaba un tacho de agua hirviendo para prepararse un baño; convalecía de una gripe y pensaba volverse a  la cama.  El Carlitos se las arregló para trabarle el paso con una pesada banqueta de madera. Don Elías perdió el equilibrio, se quemó el pecho y el vientre, y se quebró un brazo al caer.
Los vecinos más próximos los ayudaron en el trance. El médico estaba de viaje, de modo que vino el del pueblo vecino;    el anciano quedó imposibilitado, en cama, al cuidado del chico.
Se confiaron. Aunque siguió trabajando en los pedidos pendientes, el Carlitos le dio dosis abusivas de calmantes y prescindió de curaciones y antibióticos. A la semana, el hombre murió. El médico local no indagó demasiado, dada la edad del paciente y su reciente enfermedad: una complicación, una infección.  Enterraron a Elías y siguió la vida; los clientes confiaban en el chico
Pero en medio de tanto sosiego, la sentimental Doña Lorenza pensó que no podía excluir del  duelo  al hijo y avisó a la familia; digamos que tampoco era tonta: algo sabía de herencias y maniobró con la noticia para sacar alguna tajada.
A la semana siguiente apareció el Omarcito en la comisaría, munido de todos sus derechos de hijo legítimo. Acompañado de un agente que representaba al Juez de Paz, inventarió y tomó solemne posesión de la empresa y de la casa; después, sin perder un minuto,  le dio las gracias al Carlitos por sus cuidados,  y lo puso en un tren con su maleta, unas empanadas de la rotisería y algo de plata en el bolsillo; por las dudas, el agente acompañó al viajero, cumpliendo lo tratado con el generoso nuevo dueño: no lo dejó hasta que se hospedó en una pensión, en otra ciudad bastante alejada del pueblo y de la capital.
Omar encargó al yerno de Doña Lorenza todas las gestiones para apurar la venta de la casa y las máquinas  y emprendió el regreso. Del Carlitos no supieron nada más.
 Varios meses después, en un programa de la televisión mostraron cómo la policía se llevaba  a un ratero vagabundo y borrachín que dormía sobre las vías del tren, cerca de un asentamiento marginal.
A Doña Lorenza le pareció conocido. ¿Sería el Carlitos?
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2° versión.
Secretamente admiraba a su padre, pero casi no se comunicaban;  la carpintería de oficio no le gustaba demasiado;  igual,  lo ayudó siempre; no era fácil negarse a hacerlo, pero no había más remedio: si papá llamaba había que dejar lo que fuere, hasta  las tareas de la escuela, para ayudarlo.
De todos modos, llegó a ser un admirable carpintero. Tenía un don natural para ser creativo con la madera.  Lo mismo con los dibujos, y hasta con las telas y flores. Pero papá valoraba sólo la ayuda en la carpintería; nada de innovaciones; nada de mariconadas, de hacer almohadones o craquelar muebles antiguos. Nada merecía su sonrisa más que una silla bien encolada.
  Todo estaba ordenado dentro de la casa, pero un día  papá se lastimó mal con aquel la pesada banqueta de madera que el hijo dejó fuera de lugar, al paso,  y quedó inválido.  Formal y respetuoso, el muchacho se ocupó de terminar los trabajos pendientes, pero no recibió nuevos encargos. Ahora que el ambiente no era tan tenso,  aprovechó a su gusto el tiempo libre: se fue abriendo paso como pintor, decorador y modisto. 
El anciano decaía a ojos vista; el joven  cumplió como pudo con  las medicinas,  la higiene y la comida de su padre. Pero las leyes de la vida  son inescrutables. Llegó y pasó la hora. El hijo vendió todo y se fue a la ciudad, con bastante dinero y  con su bagaje de obras, realmente talentosas.

Cierto día  visité una de sus muestras;  me heló aquella pintura: un mendigo  muy parecido al carpintero, dormía cerca de las vías, como esperando que lo pisara el tren; la máquina avanzaba, oscura y temible; en una mano, el hombre tenía una botella de aceite de linaza  y en la otra, la caja de herramientas. A su lado, un artista pintaba indiferente.

lunes, 9 de mayo de 2016

Esmeralda


Esmeralda

La primera vez,  entré a limpiar los vidrios de la salita, su oficina y dormitorio ocasional.  El patrón, repantigado en el sofá, fumaba una pipa; yo lo miré, apenas.
— Con permiso, patrón.— Y entré cargando balde y estropajo.
—¿Vos sos Esmeralda?— preguntó en medio de una nubecita de humo.
—Sssiii, patrón.
Era un hombre parecido a cualquier otro de los alrededores: moreno, corpulento, pero no fuerte; y medio enfermo de comilonas y tabaco.   Pero tenía un destello de distinción en su ropa, su peinado, su modo de hablar. Era  el patrón, el amo.  Catorce años tenía yo; él, más o menos cuarenta.
Se paró, altísimo, junto al escritorio y me clavó sus ojos achinados:
—Es- me- ral-da  ¿Conocés las esmeraldas?—Mostró el anillo que refulgía en su mano; la piedra guiñaba oronda;  la miré curiosa, y me pareció muy bella. —Podría regalártela, algún día, si te portás bien. Vale sus buenos pesos.
—No, señor. Yo gano mi sueldo. Los regalos no son para mí— dije en voz baja, y le di la espalda, para iniciar la tarea.
Como si no me hubiera oído dijo: —No sos nada fea, vos.  Buenas formas.  ¿Tenés novio, o marido?
—Emm … ¡No, patrón! Soy muy chica… Y… 
 Aunque estaba avisada por mi gente y por mi instinto de sierva, no lo sentí llegar: sólo una de sus manos en mi pecho, y la otra por debajo de mi pollera, me avisaron que estaba detrás, y que yo era cosa suya.  Hurgó, manoseó, desnudó… Yo sollozaba, pero tenía…¿ miedo de escaparme, de gritar?, ¿curiosidad ansiosa? Lo dejé a su antojo, como si él fuera un médico que tenía que hacerme doler, gemir y  sangrar…¿porque yo estaba enferma, sucia, tal vez? 
«Sucia, seguro» como decía mi ‘mama’; porque entre jadeos y besos el miedo y la vergüenza se me iban yendo, en una llamarada cálida que me recorría hasta el alma.
 Mi cuerpo y el suyo me revelaban sensaciones desconocidas hasta entonces; y mi alma se despojaba de intuiciones y enseñanzas de infancia; «Las mujeres limpias son del marido; y no  disfrutan con “eso”;   se lo aguantan.»  decía mi madre; supe que no era así, que podía sentirse agradable; y que un amo era un amo: descubrí a la vez  el odio y la lujuria.
De pronto, me soltó.
—Andá, Esmeralda, andá nomás, —dijo con voz grave y fatigada— Una piedra preciosa para mi joyero. No  dejaré que nadie más te engarce.
Lo miré de frente.  Como debía hacerlo, por mi propio respeto,  escupí a sus pies; después acomodé mi ropa y mi pelo, y me fui a paso cansino hacia el patio del fondo, mientras lo escuchaba silbar.
En la pieza de servicio, Amalia me encontró llorando. La cocinera no necesitó que le contara nada; me acarició la cabeza; hizo que me lavara y me trajo un té .
—A todas nos ha pasado, con el padre, o con él;  a nadie le extraña, ni hay forma de evitarlo; necesitamos el trabajo, ¿no? Por lo menos vos no te vas a quedar embarazada; es estéril.
Pobre Amalia; suponía que me consolaba en la deshonra y la vergüenza. Yo seguía llorando, porque no estaba del todo  bien lo que me pasaba; pero tampoco quería que dejara de hacerlo: era una fuerza nueva en mi persona, en mis ideas y en mi cuerpo ; yo quería ser su Esmeralda vibrante y… la dueña del precioso anillo.
Durante algunos días fue como un fantasma encarnado.  Pasaba sin verme ni hablarme; pero yo sentía que me rondaba como el aire, y me requería dentro del alma. Había sembrado en mí el anhelo de su presencia y de su energía; y la ambición de la joya; pasaba cerca,  hecho voz, sombra, portazo. Entonces, de repente, pidió  que le sirvieran su  café  en la salita;  y allí estaba , corporizado, potente, dominante: el amo .
Así, durante veinte años, me hizo saber que le pertenecía, aunque yo lo escupiera, lo arañara o le arrancara mechones de pelo y de barba; era mi papel en el escenario. Siempre muda, siempre dispuesta y deseándolos a la vez, a él y a su esmeralda.
—Esmeralda; cálida, bella y brillante. Sí que te portás bien, Esmeralda, — ronroneaba sobre la alfombra, mientras yo le alcanzaba su ropa antes de volver a mi cama. —Habrá que darte un premio algún día.
Después volvía a ser el fantasma indiferente, desparramado en su sillón, o galopando entre sus peones.
La vida en la casa parecía apacible; pero vibraba una niebla de rutina y desinterés que envolvía el ambiente silencioso. Durante el día  lo escuchaba llegar y  llamar a Laura, su esposa; los oía discutir elegantemente en el salón, siempre pulcros y correctos; los veía salir, cada cual en su coche; y a él lo escuchaba volver, llamar a mi puerta y  encerrarse sin más en la salita; sabía que lo había oído. Yo nunca le fallé.
Pero sí le falló el corazón, una noche cualquiera, cuando terminaba de vestirse;  y entonces le apreté la almohada contra la cara para que se muriera de una vez. Sólo cuando cesaron sus estertores noté que no tenía puesto el anillo.
Cuando volvimos del cementerio, Laura revolvió la pequeña habitación; buscaba entre los libros y las carpetas, en los cajones, entre los almohadones del sofá.
—¡Nada!— rezongó sin perder su elegancia. —¡Bah! A mí me sobran joyas. Que le sirva de veneno a la que herede esa esmeralda. ¡Maldito farsante presumido!
Y  me mandó a limpiar y cerrar la salita.
Todavía no sé si era su espíritu o la cortina, pero desde la ventana me llegó su voz: «Es tuya, Esmeralda; ahí está; fijate.»
«Ay, Virgen Santa, San Roque, un fantasma»; desgrané temblando mi letanía , marcha atrás hacia la puerta.
«Bah; tantos santos; es tuya; sin rencores; siempre te portaste bien y yo no;  nadie se muere el día antes»
Medio alelada sacudí la alfombra; entonces la vi brillar; y me la acerqué bien a los ojos para cerciorarme; yo, la buena Esmeralda, encontré el anillo en aquella hendedura del parqué;  y me la guardé en el delantal.  «¿Quién sino yo podría reclamarla?»  
Pasaba la noche sin que hubiera podido dormir. El sombrío fantasma de la culpa  revoloteaba sobre mi cama y, como un mosquito, siseaba alrededor de mi cabeza.
Al amanecer, cansada de espantarlo con recuerdos y rezos,  lo metí bajo la almohada, junto a la esmeralda, para asfixiarlo otra vez.  Y esa tarde renuncié y me fui para siempre… con la esmeralda que, por supuesto, no respiraba, pero brillaba burlona y feliz.


viernes, 29 de abril de 2016

La diosa cautiva

Ya era casi de día. Como siempre, Eos, la Aurora, se despedía de Selene; ella se iba a dormir, agotada y malhumorada por su destino: apenas si podía, por unos segundos, disfrutar de la habilidad de su hermana para inundar de tenues pinceladas los mares y las praderas; mucho menos, del poder inmenso de Helios que doraba los trigales y la espuma de las olas; su hermano mayor la enceguecía y no podía ver nada de la Tierra.
Su mundo era, desde siempre, de oscuras rocas y polvo, en medio de un silencio quieto y eterno; altas montañas bordadas de lava; simas hondas con corazones de hierro fundido; algunas redondas como un sombrero de copa hundido en el regolito, el incesante polvo de metales; calores de infierno, fríos imposibles. Y ella estaba allí, plateada y transparente, indestructible, consagrada por Zeus para preservar el equilibrio de los astros. Una diosa cautiva de su honorable deber, como tantas veces sucede.
Cuando Eos pasaba por la Luna —como llamaban los humanos al lóbrego mundo de Selene— le dedicaba unos minutos a su hermana, su gemela. Las dos hablaban y giraban, giraban, porque la vida dependía de su danza. Igual, giraba Helios, pero él era más solemne y parco; la iluminaba y partía.
En las mañanitas azul-gris, mientras hablaban, Eos iba despertando a los pájaros.
— ¿Oyes cómo cantan? —le preguntaba, girando y sacudiendo sus manos transparentes
—No sé si oigo o lo presiento a tu lado. Aquí, en realidad, no se oye nada.
—Es porque no tienes aire ni viento, hermana. Entre nosotras, no hace falta porque estamos tan cerca y nos hablamos con el corazón.
Otras veces le contaba de las flores, de los arroyos. Y, a veces, de la gente y de los poetas.
—¡Cómo te aman en la Tierra! ¡Si supieras cómo cantan sobre ti, cómo te imaginan y anhelan llegar aquí, cómo sueñan con tu luz!
—¡Qué pueden amar y desear! ¡Rocas, lava, silencio!
—Ellos te ven cuando te ilumina el sol; no lo sabes, tal vez, pero te ves muy bella, muy blanca y serena, contra el cielo de la noche.
—Quiero conocer la Tierra. Ayúdame, por favor.
–Se me ocurre algo: Hablaré con nuestros primos, Artemisa y Eolo; sabes que ella protege la naturaleza, y él gobierna los vientos. Tal vez entre los dos… Te veré al amanecer.
Selene, resignada aunque expectante, se recostó a esperar el regreso de su hermana.
Cuando pasó la noche, Eos volvió con un curioso regalo: un cuerno de recambio de una cabra de las montañas.
–Es para ti. Lo encontró Artemisa; es mágico porque ella y Eolo lo han besado; te piden que lo pongas en tu oreja derecha, y lo acerques a la membrana que te rodea. Dos veces en cada jornada, Eolo agitará el viento para que puedas escuchar por aquí, las voces de la tierra; a ver… pruébalo ahora —le dijo mientras le ayudaba a colocárselo.
El pálido rostro de plata de Selene se iluminó, de pronto, con una sonrisa maravillada; por primera vez la acarició el aire y aleteó su cabello en la brisa mágica que brotaba del cuerno áspero y blanquecino.
Entonces escuchó la canción de Federico: «La luna vino a la fragua/ con su polisón de nardos»; la de Gastón Figueiras : «Luna, luna, luna: ¿Tienes madrecita? Dile que esta noche tú quieres jugar. Baja, y con nosotros ven pronto a cantar»; la de Atahualpa Yupanqui: «Yo no le canto a la luna porque alumbra, nada más; le canto porque ella sabe de mi largo caminar»
Avanzaba el día. Eos se fue alejando y Helios relumbró sobre las primeras lágrimas emocionadas de la diosa cautiva.

sábado, 9 de abril de 2016

Memorias de un gato y de otras almas




              Es un  fresco mediodía de otoño. En una ráfaga de recuerdos y deseos, decido buscarla.  Quiero su espacio que es casi mío; sus mimos; el plato con leche… Y deseo acurrucarme en las piernas de ‘Amor’ (debe de ser su nombre), fingir que me he dormido, y absorber toda su historia y la de ‘Querido’.
            Voy avanzando, de tilo en tilo, hasta la copa del más próximo a su ventana. Como siempre, está entreabierta; es maniática de la vida sana y de la ventilación. Atisbo, pero  ella no está en su cuarto. Espero. En realidad,  no tengo apuro por entrar; me recuesto en la rama; mi cola  enroscada toca el hocico;  con los ojos cerrados disfruto del vientito; me anticipo al bienestar de la mullida cama de la señora.
Por la ventana del galponcito se ve la figura maciza y hosca de ‘Querido’. Entonces la veo. Está subiendo a su coche. Parece que sigue muy enojada.  Con un portazo estridente, cierra el auto y arranca.          
                                                                        ***
  Mi esposa acaba de sacar el auto y ya se aleja sin despedirse;  yo sigo acomodando el galponcito; quiero aprovechar el fresco mediodía de otoño; el trabajo puede ser una terapia en las crisis.
«En este rincón, la pala;  en este, las tijeras de podar…» «¡Una llave!» «…los tiempos felices en que, ¡zas!, nos llenábamos el uno del otro en cualquier rincón… » ; «entonces teníamos duplicados de las llaves»;  «ja…nunca se usaban»«se nos perdían y no nos hacían falta».
             La llave me roza el pecho desde el bolsillo de la camisa. Por momentos me siento eufórico por haberla encontrado.  Pero la mano enérgica de la razón «o mi profundo rencor, o mi dolorosa incertidumbre» me devuelve al pozo de trajín y fastidio.
                                                                        ***
       Mientras voy a mediana velocidad hacia el Centro Comercial trato de no pensar en el regreso.
 « A los cuarenta, una se siente plena, activa;  urgida por la vida social y cultural; ¿por qué  no se puede esperar demasiado del marido? Los sábados no se mueve de la casa; todo es el maldito jardín: la niña de sus ojos.  ¿Cuándo se volvió tan hosco, tan primitivo y anodino?; hasta el gato es más interesante, más suave y hermoso; al menos  se calla cuando leo o quiero escuchar música; al menos pasea y disfruta de mi cama. A veces lo sueño, y parece que me comprende.  Bah. No tiene caso…»
«Listo. Pasaré por el Banco a retirar mi renta. Después compraré algo distinguido, fino; no sé si “casual” o “formal”. Y algún otro buen perfume; nunca están de más. Es imperdonable que me deje estar así, hastiada: no soy su abuela; parece que si no es serio y responsable lo van a castigar»
« ¡Oh; viene Andrea Bocelli a la capital! No me lo pierdo; ya mismo compro la entrada; su alteza estará, seguramente, muy fatigado, ocupado o endeudado y no querrá acompañarme; total dirá lo veo por You-Tube».   
***
Mientras mi cabeza busca ordenar el caos de herramientas y trastos inútiles, mi  alma intercambia impulsos, emociones y recuerdos.
En algún momento, el gato se ha metido aquí. Se sentó sobre la pila de latas vacías, y me mira; como siempre, una mezcla de Buda dorado, inspirador y borracho sentado en la vereda.
«¿Por qué esa mirada imperturbable? Me desconcierta. Parece que emitiera mensajes crípticos. Como los que a veces vibran mientras duermo; y  que terminan en alguno de nuestros peores días. ¿Será mi castigo?»
De pronto, la llave vibra en el bolsillo de la camisa; ¿un puente de comunicación?
  «¡Vamos! ¡Sube! ¡Abre!»  
« Es mi castigo. La estoy perdiendo ¿Qué podría hacer yo, en su dormitorio?» « Unos guantes de lona, resecos»  «acariciarnos»  «¡Al  basurero…!»
«Recuéstate en la cama. Espérala»
«Un pedazo del cerco oxidado»  «¿Y si cambiamos este cerco, querido? Todos ven el jardín  cuando pasan. Quiero esperarte boca arriba en el césped hasta que llegues»,  susurraba encendida.  «Fuera. ¡Cuánta basura!»
«No te acobardes. Vuelve a mirarte al espejo, por detrás de su imagen, mientras le deshaces  el peinado…»
«¡Qué bella la tapia con jazmines! Sólo nos mira la luna, amor... la llamaba en secreto.»
«Y de pronto, cualquier noche…Déjame; no estoy de humor; me voy a mi cuarto; no entres.  Sus tacos resonaron en los escalones… Un portazo… Clic, clic, SU llave».
«¿Cuánto hace que estoy amontonando chatarra?»
«¿Qué pasa, corazón? ¿Hasta cuándo? ¿Por qué? »
«No elegiste bien; aguanta tu castigo, hubiera dicho mi abuela».
 «. Exige lo que es tuyo...Vuelve a saciarte de su suave perfume; vuelve a sentir tu cuerpo  ansioso,  ardiente… Y sus brazos y su boca que  responden a los tuyos».
«Ah… Estos bidones viejos… Puro estorbo» «¿Por qué? ¿Por qué?»  
«Merecería que rompieras sus perfumes y rociaras el cuarto con lo que queda del  kerosén…»
         Y salgo, ciego, furioso. Detrás de mí se derrumba una  pila de latas vacías.  El gato corre como espantado y se trepa al tilo. «Abrir la puerta»… «Abrir la Caja de Pandora». «Conocer a los demonios  que te alejan»…
***         
«Se  está poniendo demasiado fresco para ti, gato viejo»
Desenrollo  la cola entre las hojas amarillentas, tan doradas como mi pelo,  y avanzo  hacia la ventana.
«Ah… Restregarme contra los frascos y las maderas perfumadas…Arañar la seda de las colchas… Hundirme en su almohadón de plumas… Leer sus sueños y llenarlos de misterios y fantasías»
Un vuelo breve. «Aquí, aunque ella no esté, se la siente, tan viva, tan cálida; es tan hermoso»
Apenas  una ráfaga sutil, y mis patas, hojas sueltas del tilo, aterrizan sobre los cosméticos, que tambalean. ¡Algo se rompió!. Seré castigado, ya lo sé. Pero no me importa. Hay mucho más que unos gritos y un zapatazo en el lomo.
***
        Trepo la escalara, jadeante, llave en mano. «Quiero esperarte en nuestro cuarto. Besar, acariciar, golpear, sofocar,  poseer, desgarrar»
«Serás castigado»… «Serás castigado…», canta el gato en mi cabeza..
         Detrás de la puerta estallan cristales en el piso.  «¿Has vuelto, amor». Me sobresalto, angustiado.  El fino perfume envuelve el pasillo desde el cuarto cerrado; tiemblo enloquecido de ira, miedo y deseo.
        La llavecita gira. La puerta se abre, chillona, como herrumbrada. Oigo que frena el auto. «¡Tu cabello dorado sobre la almohada…! ¡Has vuelto…!» «¡Este gato odioso; otra vez en la cama!» «¡Y ha roto el perfume!» «¡Debo irme!»...antes de que me … encuentre… y me castigue…»; me duele el pecho… me ahogo… me estoy muriendo… muriendo…  
He caído junto a la cama; percibo el rayo dorado que salta hacia el tilo. La voz del gato (¿dónde está?) me llega otra vez en esas ondas misteriosas: «Claro que es tu castigo. ¿Reconoces los demonios?  Sabes que estás loco, ¿no? Ya hace dos años que chocó en la autopista; manejaba furiosa porque la habías golpeado y roto sus perfumes»
                                                                          ***
  Freno el auto delante del tilo. Nuestro minino gris, rayado de negro, baja perezoso desde la pared con jazmines. Se restriega, mimoso, en los jeans de mi marido, que me espera junto a la cochera.
—¿Ya pasó, amor? Esa carita iluminada me gusta más— Y me envuelve con sus brazos y su sonrisa.
—Mmm… Sí, señor. Así de fácil. Esperar que me vaya al centro a comprar algo lindo, y te
perdone.—  Me acurruco contra él al otro lado del gato.
—Sí; ya sé.  Soy antipático, troglodita; pero me encanta mi casa, el gato y la jardinería; y te amo; no sigás enojada, amor.
—Mmmm ¿Me acompañás a ver a Bocelli, en quince días?; traje entradas para los dos, aunque no te lo merecés.
—¡Derrochona! ¡No tenés remedio! —se ríe.
 Y nos vamos adentro, tomados de la cintura, seguidos de nuestro michi.