1
—
Ahí está el cadáver de su vecina, comisario—,
dice el inspector López; y señala hacia la rendija en el piso del puente.
Otros dos policías se acercan con el bote hacia el carrizal. El río, oscuro y
espumoso, se sacude contra las columnas
y bate la bolsa macabra.
—
Comisario—comenta—, ya la traen.
Nos acercamos a la orilla. Un par de periodistas y
fotógrafos judiciales toman la escena;
solo ellos y nosotros. No hay familiares
ni amigos ni otros vecinos que se hayan percatado de la ausencia de la mujer en
los últimos días; parece que soy el único; el que ha dado aviso a mi unidad
policial.
Los rescatistas fondean el bote y lo amarran con una maroma.
Levantan la carga inflada por el agua y la descomposición, y la dejan sobre la
ribera pantanosa. El resto de la patrulla empieza a desempacar el envoltorio.
Voy mirando a medida que aparece el cuerpo. El cadáver
hiede; la semana ha sido muy calurosa.
Los ojos siguen desorbitados; la boca, abierta en el grito
terrible. Su último amén.
—
Estrangulada....
Y soy tan respetado que nadie me señala lo absurdo del
comentario; no es un balazo o un degüello. Un cadáver hinchado, blanco y
reblandecido no avisa que fue estrangulado.
2-
Durante el día, paso muchas horas mirando por la ventana;
pero por la noche, llega lo mejor de mi jubilación: el jazz. Escuchar jazz,
tocar la trompeta, improvisar como lo hicieron los pioneros de esta música tan
creativa y sensual.
Es mi medalla al mérito, después de pasarme la vida
desenmascarando coartadas frente a cadáveres destrozados.
Cuando cae la noche, me saco los zapatos, me apoltrono en el
sillón, con el whisky a mano y disfruto de la música y del mundo maravilloso de
Louis Armstrong. Un par de horas, y me voy a dormir.
Y sueño con mi vecina. ¿Mi vecina?
Hace un mes que esta mujer se ha mudado a la otra casa del
dúplex, contigua a la mía. Pasa todos los días por la vereda. Es una mujer
cincuentona, pálida y seca; viste ropas de monja laica; camina a grandes
trancos y mira siempre al frente. Una solterona resentida. No sé casi nada de
ella. Ni siquiera el nombre… Tampoco sé
si habrá advertido alguna vez que las paredes de nuestras habitaciones
colindan. Nunca se ha quejado de mis asiduas sesiones de jazz, ni de mi viejo
gato que se salta las tapias. Tampoco de mis ronquidos, aunque me está costando
dormir.
¡Cosas de vecindario!
Un par de veces estuve a punto de contarle que todas las
noches la escucho rezar y cantar; que siento cómo aumenta el volumen de sus
cultos, hora tras hora, hasta llegar al
aullido; y que, por razones ancestrales que nunca dilucidé, aborrezco los “spirituals”
desafinados cuando estoy escuchando o haciendo jazz. Pero no tuve ocasión de abordarla; ni
siquiera contesta los buenos días básicos.
3-
Y esta noche de verano, húmeda y pegajosa, ella se cruza en
el camino, entre la música y yo. En lo
profundo de la medianoche estoy soplando mi versión de “¡Qué mundo
maravilloso!”; y la vecina está culminando sus devociones con gritos ululantes.
Mi frenesí musical va mutando a una rabia desenfrenada; hago
todo lo posible por superar estos violentos impulsos; soplo con más energía,,
pero siempre hay un par de decibelios agudísimos por encima de los de
Armstrong. La frustración me ciega: estrello la trompeta contra la
pared... y de inmediato la recojo
sollozando; y la beso, exasperado y arrepentido.
Louis Armstrong viene en mi ayuda. Una escala cromática
trepa desde mi boca a la chimenea
lindera; sostengo la melodía con un
largo vibrato y después la diluyo en una cuerda aterciopelada y sensual.
Desaparece, pero sigo guiándola desde mi patio, como en un ostinato de
moscardón; la voy llevando por el pasillo de la casa, y la sitúo sobre su
cuello; está tensado hacia atrás como esperándola.
De pronto, el aullido se corta, se oye el peso del cuerpo
que cae.
Por encima de la tapia,
voy envolviendo mi sedal, para que duerma en el instrumento.
4-
López me despertó con un vaso de café. La comisaría estaba
silenciosa y fresca. Parecía compungido por mantenerme esposado.
—
Tómelo pronto; nos vamos al río— comenta como si
le hablara a un tercero.—Hay que reconocer el cadáver.
—
Ya lo hemos visto. Ya debe estar en la morgue.
Como si no me oyera,
López sigue con el procedimiento habitual de la investigación.
—
Y entonces nos llamó, comisario… ¿Por qué?
—
Porque, de repente, Armstrong fluyó nítido y
hermoso por mi patio; ella había dejado de rezar.
—
Entonces nos dijo que estaba estrangulada.
¿Podía verla? ¿Saltó la tapia, para cerciorarse?
—
No. Podía sentir esa liberación, ese sosiego
pleno.
—
¿Reconoce estos calcetines?
—
¡Por supuesto! ¡Todos mis calcetines son
exclusivos y tienen trompetas bordadas! ¿Cómo los consiguió?
—
Estaban junto a la tapia de la occisa. Hay
huellas de pies con calcetines, en la habitación de la mujer.
—
Mmmm...
Armstrong es muy respetuoso. No se hubiera puesto mis calcetines... ¿O
tal vez sí? ¿O los habrá llevado el gato?
—
¡Bueno, ya basta! A mí me parece que usted la
mató. ¡Saltó la tapia, la estranguló y la tiró al río! Insisto: me parece. Ya
lo dirá el juez.
—
No, López. Yo no la maté. Fue Louis Armstrong.