jueves, 14 de enero de 2021

De dónde soy

DE DÓNDE VENGO

Ella, pianista coqueta,

primorosa y divertida,

conquistaba corazones en montón.

Él, buen mozo, un poco flaco,

 inseguro, timidón.

Se vino del Seminario, armó el Coro de la Iglesia,

y con ella se quedó.

(Suena ambiguo; pero es cierto: la amaba de corazón;

pero le robaba el alma

ser evangelizador).

Vengo de música y rezos, de un enorme familión;

crecimos en una casa llena de chicos y sol,

llena de pianos y gritos, entre mates y deberes ,

desyuyando con ‘Principios’, frustraciones y dolor.

¿Qué fue lo que los unió? ¿La música y la pobreza?

¿Los diez hijos que nacieron?

Sin duda lo quiso Dios. 

sábado, 9 de enero de 2021

DÍA DE LA MÚSICA



Justo hoy, Día de la Música,

has venido a visitarme.

Armoniosa y prolijita,

aprovechando algún trino, entraste por la ventana;

y te sentaste en mis manos.

Y tu recuerdo fue magia

sobre el teclado.

Tan nuestra como vos misma

era tu música, mami:

“airenuestro cotidiano”.

Y vos, eras panadera de talentos musicales;

la profe de todo el pueblo,

repartida en cuatro pianos,

entre veinte alumnos diarios…

Vos piloteabas bemoles

y corcheas a raudales.

Gracias a vos, esos Genios,

desde Beyer a Beethoven

no murieron nuevamente…

esta vez, asesinados.

¿Te acordás que, mientras tanto,

vigilabas la comida, los deberes de la escuela,

el lavado y el planchado?

¿Qué tejías escarpines para el hermanito “en viaje”?

¿Y que con la aguja libre señalabas partituras

o posiciones correctas para tocar bien el piano?

Gracias, mami, en este día,

por tu vida y por tu música

que me has sembrado en los dedos

y en el alma. 

domingo, 20 de diciembre de 2020

PEREGRINO DEL SOL

 Peregrino del sol, he despertado

En mil mañanas de dorado estío

y enderecé mi vuelo entre las hierbas

a beber agua fresca en el rocío.

Escarbé entre la tierra generosa

Buscando insectos y semillas; vida

bullente bajo el sol, para mis hijos

para el vuelo y el canto cristalino.

 

Yo sólo sé de luces y de trinos;

De la sombra no sé, porque me ampara

La bendita tibieza de mi nido.

Allí me duermo y espero el nuevo día.

 

Puede  ser que el tal día me depare

una pedrada artera, o hambre o frío.

Sentiré que  mis alas no obedecen,

quedará mi garganta enmudecida.

 

Ha llegado la muerte, y sin temerle

seré  polvo en el aire silencioso;

me doraré en el aire o iré al suelo

a enriquecer la tierra,  para nuevas vidas;

para otros muchos vuelos peregrinos.

.

 

 

LA VIDA RÍE, DUELE, PASA


I- Nada era más bonito,

más sublime,

que ver amanecer en Los Gigantes.

Nada tan cálido, tan nuestro,

como hacer un fogón y trasnocharnos

guitarreando y buscando los perfiles

de la utopía;

o robarse algún beso, y prometerse

ingenuas fantasías.

 

II- Nada hizo tanto ruido y dolió tanto

como aquella caída en el espanto,

en las guitarras rotas y las voces muertas

y los fogones fríos,

y los besos perdidos.

 

III-  No pudimos volver, por muchos años;

algunos, nunca más...

La tormenta pasó, pues todo pasa.

La vida sigue, ya no somos  niños.

Con inconsciente fuerza, Los Gigantes

se elevan impasibles hacia el cielo, todavía.

FANTÁSTICOS BAÚLES

 

FANTÁSTICOS BAÚLES

Baúles y canastos… Ropa,

útiles de trabajo,  documentos.

Los jóvenes  bajaban de los barcos,

atentos a los niños y a los fardos,

cimientos de esperanzas nuevas.

¿Quién tenía valijas, atachés, u ordenadores?

¿Cómo guardar tantísimas historias,

tanta memoria?

¿Cómo guardar consejos y reproches

de los viejos llorosos

que decían adiós en las aldeas?

La vida, los recuerdos, las costumbres,

las canciones de cuna y oraciones

viajaron en secretos,

fantásticos baúles incorpóreos.

Y enraizaron en tierra americana,

en las voces de abuelos labradores,

narradores de dichos  y misterios,

cantadores de coplas…

furibundos,  si el cielo no mostraba

sus luces más propicias;

rezadores, por si acaso era cierto

que hay un Dios providente,

que hace salir el sol y es para todos.

Incorpóreos y sólidos baúles,

que se abren en caricias

en nuestros corazones.




miércoles, 9 de diciembre de 2020

SOLANGE Y EL BOBO

SOLANGE Y EL BOBO

La tarde luminosa se encendía en losj jardines. Alba escudriñó las ventanas cerradas al sol de la siesta y los macizos de flores del parque de la casa;  hora propicia para distenderse en la playa y dar algunos pasos para sentirse madura y serena.

 Desde la cima del promontorio, contempló la caleta. Respiró a pleno el aire cálido, y empezó a bajar. A la distancia, vislumbró sobre la playa áspera,  al bobo, el hombrecito viejo y desharrapado  que juntaba caracolas; casi una sombra, su covacha y su estampa ruin,  contrastaban con el agua irisada de luz.

En la plenitud de aquella tarde, la joven se fue desnudando y desdibujando sobre la arena; una brisa apacible la acariciaba lenta y persistente, y la mecía sobre la marea.

Como siempre,  lenta y precisa, Solange emergió  de su ser y de todo el paisaje. Alba reconocía las manos, y sabía sus trayectos y caprichos. Desde el rumor del mar,  la inundaba de suspiros y le dictaba consignas inesperadas que la  guiaban hacia los recovecos profundos de su cuerpo,  hacia los secretos latidos, los súbitos jadeos, las inesperadas mieles  que rebasaban  sus fuentes… Un sendero hacia la eclosión maravillosa de Solange: su risa, su canto, su danza…

El hombrecito se había erguido,  y notó su presencia:

«Volvió del mar, mucho más hermosa;  como una sirena»

Fascinado,  dejó las caracolas; la miraba acariciarse y bailar como un torbellino de luz.

 «Una sirena. Yo sé que hay sirenas»

Se iban adormeciendo los brillos del agua. Plenamente cansada, Alba se desperezó  sobre la arena, bajo el sol. Solange  susurraba adormilada.

El bobo se acercó expectante.  Con  expresión maravillada le clavó los ojos bovinos  y le tendió la mano derecha, en  actitud de obsequiar: traía un puñado de conchillas. La izquierda aleteaba temblorosa, ansiosa, hacia ese cuerpo vibrante que ahora lucía encogido  de miedo  y de desprecio, mal envuelto en su ropa y en sus propios brazos.

—Hola. Vos tenés pies… ¿No sos una sirena? ¿Querés un regalo?

Tartamudeaba indeciso y ansioso.  

Alba  reaccionó  y lo increpó, furiosa.

—¡Me asustaste, mirón estúpido! ¡Andate o te denuncio! ¡Vas preso!

El hombrecito acercó la mano  a la cabellera cobriza y reluciente.

—Yo… No hice nada… Yo no digo nada… Sólo quería reg…

Entonces, Solange saltó burlona  desde su caparazón secreta.  

—¡Infeliz! ¡Mirá! ¡Mirá por única vez!

Desplegó los brazos, se deshizo otra vez de la ropa,  lo apartó violentamente  y giró, y giró...Reía a carcajadas y amagaba con acercarse al cuerpo del hombrecito. Y entre risas y gritos, seguía amenazándolo.

—Nunca más. ¿Me oiste? ¡Nunca más!

Y él corría hacia su covacha,  arrastrando sus ojotas, sin dejar de volver la cabeza.

Cada tarde, Alba-Solange repetía su número solitario, mientras él la miraba desde lejos, guardando distancia y conchillas entre la arena.

Ella no sabía que el bobo modelaba  monigotes de sirenas  y les enredaba caracolas en la cabellera.

viernes, 4 de diciembre de 2020

SIEMPRE HAY UN SOL



En el atolladero de la vida,

la honestidad batalla contra el miedo.

Hundirme cada noche sin estrellas,

y seguir tropezando, día a día

en cuanta piedra encuentro.

¿En dónde, la concordia y la sonrisa;

en dónde está el amor, que no respira?

           --------------------------

Se entreabre mi ventana humedecida

por el último llanto de la noche.

Relámpagos de angustia que se apagan:

 “¡Serenidad! Despierta, vive…”

se aleja la tormenta mortecina.

Y ya, pintiparada, late

la Emuná poderosa: “Cada día,

aunque no lo veamos,

sale el sol”; y un pellizco

de  gracia y esperanza

zangolotea al alma adormecida.

Está saliendo el sol… La magia resucita.

lunes, 23 de noviembre de 2020

Louis Armstrong y mi vecina

 1

     Ahí está el cadáver de su vecina, comisario—, dice el inspector López; y señala hacia la rendija en el piso del puente.

Otros dos policías se acercan con el  bote hacia el carrizal. El río, oscuro y espumoso,  se sacude contra las columnas y bate la bolsa macabra.

     Comisario—comenta—, ya la traen.

Nos acercamos a la orilla. Un par de periodistas y fotógrafos judiciales toman  la escena; solo ellos y nosotros. No hay  familiares ni amigos ni otros vecinos que se hayan percatado de la ausencia de la mujer en los últimos días; parece que soy el único; el que ha dado aviso a mi unidad policial.

Los rescatistas fondean el bote y lo amarran con una maroma. Levantan la carga inflada por el agua y la descomposición, y la dejan sobre la ribera pantanosa. El resto de la patrulla empieza a desempacar el envoltorio.

Voy mirando a medida que aparece el cuerpo. El cadáver hiede;  la semana ha sido muy calurosa.

Los ojos siguen desorbitados; la boca, abierta en el grito terrible. Su último amén.

     Estrangulada....

Y soy tan respetado que nadie me señala lo absurdo del comentario; no es un balazo o un degüello. Un cadáver hinchado, blanco y reblandecido no avisa que fue estrangulado.

2-

Durante el día, paso muchas horas mirando por la ventana; pero por la noche, llega lo mejor de mi jubilación: el jazz. Escuchar jazz, tocar la trompeta, improvisar como lo hicieron los pioneros de esta música tan creativa y sensual.

Es mi medalla al mérito, después de pasarme la vida desenmascarando coartadas frente a cadáveres destrozados.  

Cuando cae la noche, me saco los zapatos, me apoltrono en el sillón, con el whisky a mano y disfruto de la música y del mundo maravilloso de Louis Armstrong. Un par de horas, y me voy a dormir.

Y sueño con mi vecina. ¿Mi vecina?

Hace un mes que esta mujer se ha mudado a la otra casa del dúplex, contigua a la mía. Pasa todos los días por la vereda. Es una mujer cincuentona, pálida y seca; viste ropas de monja laica; camina a grandes trancos y mira siempre al frente. Una solterona resentida. No sé casi nada de ella. Ni siquiera el nombre…  Tampoco sé si habrá advertido alguna vez que las paredes de nuestras habitaciones colindan. Nunca se ha quejado de mis asiduas sesiones de jazz, ni de mi viejo gato que se salta las tapias. Tampoco de mis ronquidos, aunque me está costando dormir.

¡Cosas de vecindario!

Un par de veces estuve a punto de contarle que todas las noches la escucho rezar y cantar; que siento cómo aumenta el volumen de sus cultos,  hora tras hora, hasta llegar al aullido; y que, por razones ancestrales que nunca dilucidé, aborrezco los “spirituals” desafinados cuando estoy escuchando o haciendo jazz.  Pero no tuve ocasión de abordarla; ni siquiera contesta los buenos días básicos.

3-

Y esta noche de verano, húmeda y pegajosa, ella se cruza en el camino, entre la música y  yo. En lo profundo de la medianoche estoy soplando mi versión de “¡Qué mundo maravilloso!”; y la vecina está culminando sus devociones con gritos ululantes.

Mi frenesí musical va mutando a una rabia desenfrenada; hago todo lo posible por superar estos violentos impulsos; soplo con más energía,, pero siempre hay un par de decibelios agudísimos por encima de los de Armstrong. La frustración me ciega: estrello la trompeta contra la pared...  y de inmediato la recojo sollozando; y la beso, exasperado y arrepentido.

Louis Armstrong viene en mi ayuda. Una escala cromática trepa  desde mi boca a la chimenea lindera;  sostengo la melodía con un largo vibrato y después la diluyo en una cuerda aterciopelada y sensual. Desaparece, pero sigo guiándola desde mi patio, como en un ostinato de moscardón; la voy llevando por el pasillo de la casa, y la sitúo sobre su cuello; está tensado hacia atrás como esperándola.

De pronto, el aullido se corta, se oye el peso del cuerpo que cae.

Por encima de la tapia,  voy envolviendo mi sedal, para que duerma en el instrumento.

4-

López me despertó con un vaso de café. La comisaría estaba silenciosa y fresca. Parecía compungido por mantenerme esposado.

     Tómelo pronto; nos vamos al río— comenta como si le hablara a un tercero.—Hay que reconocer el cadáver.

     Ya lo hemos visto. Ya debe estar en la morgue.

Como si no me oyera,  López sigue con el procedimiento habitual de la investigación.

     Y entonces nos llamó, comisario… ¿Por qué?

     Porque, de repente, Armstrong fluyó nítido y hermoso por mi patio; ella había dejado de rezar.

     Entonces nos dijo que estaba estrangulada. ¿Podía verla? ¿Saltó la tapia, para cerciorarse?

     No. Podía sentir esa liberación, ese sosiego pleno.

     ¿Reconoce estos calcetines?

     ¡Por supuesto! ¡Todos mis calcetines son exclusivos y tienen trompetas bordadas! ¿Cómo los consiguió?

     Estaban junto a la tapia de la occisa. Hay huellas de pies con calcetines, en la habitación de la mujer.

     Mmmm...   Armstrong es muy respetuoso. No se hubiera puesto mis calcetines... ¿O tal vez sí? ¿O los habrá llevado el gato?

     ¡Bueno, ya basta! A mí me parece que usted la mató. ¡Saltó la tapia, la estranguló y la tiró al río! Insisto: me parece. Ya lo dirá el juez.

     No, López. Yo no la maté. Fue Louis Armstrong.

domingo, 22 de noviembre de 2020

II- Soy Ana

 


 II-

Aquí yazgo; la ducha está abierta; también la ventana.

A lo lejos, alguien… ¿silba?. Es Pedro; pero no sube las escaleras, ni silba, como creyó la escritora sabihonda. Las está bajando, y ruge furioso. Elsa va con él, con su brazo dorado y fino, apoyado en la baranda… El brazo fino y fuerte de Elsa, la campeona de tennis, hizo su trabajo; pero lo dejó a medias, cuando Pedro arrancó a gritar furioso y burlado. ¡Qué desilusión ese viaje de bodas que planeaban! ¡Como la mía cuando lo constaté!

Me voy sin que Pedro encuentre sus dólares. ¿Algún maleante subrepticio en el country?  ¿Alguna ONG que recibió mi depósito antes de que yo entrara en la ducha?

Y no habrá "caso". Estaba sola; me desmayé por el embarazo; un paro cardíaco...

Soy Ana y me estoy muriendo bajo la ducha,  mareada, asfixiada, enredada con la toalla a la cintura.

Final de mi extraña vida en el country... Bah: final de mi vida marcada por la pobreza, la ignorancia y los cuentos de hadas. De secretaria bonita a empleada de servicio (de todo servicio), de Pedro...  “Mi mujer”, dijo durante un tiempo;  madre soltera de un pequeñito que nadie buscó y nadie quiso conocer. Final de una vida sin sueños,  fría y vulnerada.


sábado, 18 de julio de 2020

Parecía que nadie descansaba en la dorada colmena del cerebro. Y aunque la reina madre, las reinas vírgenes y los zánganos estaban como aletargados en sus celdas, el frenesí de las obreras llenaba el espacio con un zumbido ensordecedor. Rutinarias, acarreaban toda clase de recuerdos e impresiones; así pergeñaban la nueva jornada. Las recolectoras apilaban imágenes positivas, perfumes de praderas floridas, murmullos de arroyos, y ráfagas propicias del aire del atardecer. Las nodrizas aleteaban para asegurar el confort de los recién nacidos. Las limpiadoras, espantaban los malos momentos, los ruidos estrepitosos y disonantes, los dolores y los miedos; y de paso a algunos zánganos viejos, demasiado pesados para emprender el legendario vuelo nupcial.De pronto, se opacó el traqueteo de las obreras; una imagen muy pesada se resistía a reacomodarse. Opresiva y agobiante, desquiciaba el prolijo zumbido de las abejas. Era como un puzzle con las piezas soldadas a presión: la vejez, un fracaso trágico, una esperanza muerta.
Mientras tanto, dos reinas soñaban.
  1. Una parpadeó en la penumbra y sacudió malhumorada, su letargo. Sus feromonas impregnaban las paredes brillantes de ceras y propóleos. La aturdió el roce de las patas peludas de los zánganos que buscaban salir de sus celdas, Pero sintió que ya se había acabado su tiempo de vuelo,
    En un aleteo mustio, casi reptante, abandonó la colmena y se hundió en la noche…
    Y La Reina del Pop despertó y se sentó en su cama.
En la habitación en penumbras, se apagaba una música lejana; olía a licores y tabaco; a desilusión, traición y soledad.
La llovizna que tintineaba en la ventana terminó de borrar los ecos de la colmena.
En medio de la noche dejó su cama y salió al balcón, arrastrando los pies descalzos.
Cuando amaneció, ella estaba sola, desnuda bajo la lluvia.

domingo, 28 de junio de 2020

JUGUEMOS A QUE YO ERA…


Me gusta mucho jugar. “Hacer como si…” Jugar y disfrazarme para caber en mis propios sueños. Si uno juega, la vida duele menos.  
Esta tarde, especialmente, me hace falta “jugar a que yo era…”
… una nena que se iba al cine, a la “matiné” de la siesta.  
¿Casaca Roja? ¿Lassie? ¿El Llanero Solitario?
Cualquiera de ellos me da igual. Me los sé de memoria.
Aquí estoy a la puerta del cine, con mi falda escocesa, mis zapatos de charol y mis trenzas muy bien peinadas; hay una larga fila de chicos delante de la boletería. No tengo ni un centavo, pero “me cuelo”, sin demasiados escrúpulos; también me prometo birlar un bombón, cuando pase el chocolatinero.
La sala está oscura; todos los chicos somos sombras inquietas y bulliciosas; pero, de pronto, nos apagamos… En el escenario van creciendo la luz y la música, y se siente la tensión de la magia cercana. Desde la butaca más alejada de la pantalla se ve mejor y no hace daño a la vista.
Mis ojos se abren, enormes, ante el paisaje nevado del Canadá. Aunque ha salido el sol, el aire helado me suelta las trenzas, mientras cabalgo, eufórica con mi casaca roja. Lassie me sigue, tan hermosa e inteligente como yo, que ahora me llamo Elizabeth Taylor, y que un día seré famosa. El viento congela mis orejas. Una ramita de abeto, me pincha la cara. Un respingo… Me aferro a la butaca… Cierro los ojos y me lleno de sol y de bosque. Largo ensueño pletórico de vida y de felicidad.
De pronto, me poso, como una libélula sobre una roca. Nada de nieve, ni de abetos.
«¡Socorro!» escucho. Y me asomo al desierto.
¡Los comanches, (o los apaches, o los sioux), han enterrado  al Llanero Solitario y a Toro, su amigo;  les han dejado las cabezas fuera, y los han abandonado ahí para que mueran!
Logro salvarlos, con ayuda de mi caballo y de Lassie, que me ha seguido. «¡Arriba, Plata!. ¡Vamos, Toro!»
Retumban los cascos; chicos y chicas pataleamos y saltamos sobre los asientos. Ahora el calor es intenso, cada vez más insidioso.
¡Una diligencia en llamas; una mujer que aúlla de dolor y tristeza! 
Aquí estamos, el Llanero y yo. Ya no me llamo Elizabeth; ahora soy Grace. Hay que salvarme, aunque me resista por mi familia perdida. Me corre el llanto por la cara; se me desboca el corazón por la angustia...por mi angustia.
El Llanero es muy eficiente;  me levanta en andas y me sube a su caballo. Me marea, el vuelo. Me siento feliz y extraña.
«¡Vamos, Toro!»
¿Toro?  Debe haberse retrasado para traer mi otro caballo… el que quedó en Canadá. O de puro discreto, estará orando a Manitú, para no molestar la escena final.
Espero ansiosa, como la sobreviviente de los sioux, el beso que llegará, a contraluz del ocaso, bajo las alas del sombrero pulcro; y me siento abrazada, recostada sobre esa camisa impoluta, vencedora del desierto y la violencia.
Señora, ¿quiere que suba un poco el aire? Me parece que tiene mucho calor.
Entreabro los ojos. Una máscara, una cara… ¡El Llanero Solitario!
¡Listo! Ya he sacado el nervio de la muela. ¿Cómo se siente? Descanse un rato. Parece que la anestesia le ha tomado muy fuerte.
¡Ya pasó! Gracias, doctor. Buenas tardes.
Perdón, señora. Le recuerdo abonar el servicio a mi secretaria.
¿Qué dice?... ¿Abonar el servicio?
Tenso, el dentista se transforma en un apache desconfiado.
Y yo, inocente campesina, le sonrío.
Ja, ja, ja. Es una broma. No se aflija. Es que me gusta mucho jugar.






jueves, 21 de mayo de 2020

La caída


Aquella  noche sentí que el Eterno me necesitaba para brillar como Todopoderoso: «Aquí no cabe la vanidad». Yo estaba lleno de Ira, Envidia y Avaricia.  Mi Señor era mío y yo no iba a permitir que otros, ángeles o no, disfrutaran de Él.
Me cansé de la paz de los Cielos, y me negué a adorar alguna vez a un hombre: no podía haber  hombres divinos. Me arrojaron al vacío. «Aquí no cabe la Soberbia».
Mientras saltaba.
Mientras  iba cayendo, mis esencias se desprendían sobre la Creación por nacer. Sobre todos los hombres. Tenía en mí mismo las herramientas de mi venganza: la Gula, la Lujuria y la Pereza.
Ellos dos venían paseando por el Edén. ¡Eran tan niños, tan ingenuos  a pesar de sus desnudos cuerpos adultos! No sabían hacer nada sino gozar. Vivían perezoza y lujuriosamente, para gozar y gozarse.
 Tomé una fruta. No recuerdo si era una manzana o un tomate.  La luz del mediodía le prendió brillos refulgentes que compitieron con los de mi piel de esmeralda. Se las ofrecí.
Sin vacilar, la rechazaron.  Ni un cuestionamiento, ni una duda: “El Señor lo ha prohibido”.
Me reconocí, angelito obediente y dócil, mimado por el Amo. ¡Y me sentí tan malo, tan vacío de su presencia!
Y empecé a silbar en la brisa. «¿Por qué no? ¿No sois hijos? ¿No sois dueños? ¿Para qué quiere ël este arbolito igual a cualquier otro? ¿Y si un día lo necesitáis?
Percibí la nueva dimensión en los ojos;  sentí la respiración maravillada por el descubrimiento; los pensamientos  despertaban; la inteligencia maduraba y florecía.
Me retorcí bailando sobre la rama; los vaivenes de mi cuerpo encendieron los suyos y cegaron su humilde, ingenua obediencia. Mientras se poseían y se reconocían desnudos, mientras saboreaban la fruta hasta hartarse, mientras se desplomaban en el césped, vislumbraban cuánto más podían tener si n necesidad de la amorosa y constante vigilancia.
¿Que me castigó a arrastrarme por el suelo? ¡Pero… si así me creó!
 Y lo de hoy activó su profético mandato: “Creced y Multiplicaos”



lunes, 2 de marzo de 2020

Maldiciones y sapos


La Maldición
Varias veces relampagueó  el sol sobre la lengua del sapo. La cacería de moscas le estaba resultando  fructuosa.  Por lo menos no le faltaba comida.
La maldición pesaba sobre su lomo verde y verrugoso; no la tenía presente, en realidad, porque no sólo tenía cuerpo y lengua de sapo, sino también cerebro de sapo. Mientras hubiera mosquitos, y alguna sapa…
Pero Susanita, que estaba sentada al borde del estanque, sabía a ciencia cierta que era un príncipe. Y que lo había maldecido un brujo maligno, envidioso de su felicidad.
En realidad, Susanita no entendía demasiado lo de la felicidad del príncipe; el libro de cuentos que le regaló su abuela, mostraba al príncipe como un flaco larguirucho con una coronita muy graciosa que acompañaba todos los momentos de su vida.  Siempre aparecía rodeado de sirvientes que no lo dejaban ni siquiera atarse los cordones de los botines plateados; o estaba sentado horas de horas en su trono, atendiendo a emisarios con túnicas y turbantes.
  Pero no salía a andar en bicicleta, ni a visitar amigos. ¡Qué aburrimiento! Seguro sería medio “bobito”.
Mientras pensaba estas cosas, Susanita jugaba con un precioso colgante de su mamá.
Se lo había…”pedido prestado en secreto”, y lo sacó del alhajero para ver relucir la esmeralda al sol, y jugar a la princesa.
     Este collar le sienta precioso, alteza se decía arrodillada frente al charco.
     ¿Lo crees así, doncella? ¿Te parece que combina con mis ojitos?
Cantaba, bailaba y charlaba sacudiendo el collar frente a la cara, tironeando, tironeando…
     ¡Que se le caiga!¡Que se le caiga!- croaba el sapo.
 Él sabía sin saber, que vendría bien que Susanita necesitara de sus servicios de buen buceador.
     ¡¡¡Aaaaayyyy!!! ¡Se me rompió!...
Plic, plic, plic, sonó la esmeralda, y se perdió en el agua.
     Croac, croac…
     Callate, sapo tonto- gritó Susanita, mientras escarbaba en vano con un palo de la orilla.
     Croac, croac… croac, croac, croac.
El sapo tenía ganas de llorar. Un poco porque seguía sintiendo que Susanita tenía que hablarle y pedirle algo relacionado con el collar. Algo de volver a un castillo. Otro poco porque no tenía muy claro qué tenía que ver  él con el problema de Susanita.  Qué iba a pasar con su rebaño de moscas y mosquitas, y las sapas que nadaban cerca.
     -Aaaayyy…  Mi mamá me mata…
Lloraba y se revolvía  los rulos, y hurgaba el barro de la orilla… Pero sólo lograba sacar yuyos  medio podridos.
El sapo volvió a croar, y Susanita pensó en el príncipe embrujado que sacaba cosas del agua a cambio de un beso. ¡Puajjj!
     ¿Qué será peor?- pensó- ¿Besarlo,  o que mi mamá se enoje  y me ponga en penitencia?
Sabe Dios cómo, el sapo saltó a la orilla casi sobre el ruedo del jean de Susanita ; en su lengua pegajosa brillaba la esmeralda, entre dos moscas y cinco mosquitos, muertos, por supuesto.
Susanita se decidió: lloraba temblorosa; apretó la nariz con la izquierda y con la derecha manoteó la … lengua del sapo; la esmeralda permanecía pegadita entre los bichos .
Una voz de mariposa le zumbó en la oreja: «A ver, nena, te ayudo» Se asentó en su dedo índice  y con su antenita rozó la boca del sapo y despegó la esmeralda. La joya refulgió en el césped; pero Susanita, atónita se olvidó de ella ; no más sapo ni mariposa, sino un príncipe vestido de verde y una princesa vestida de colores y transparencias. Los dos se besaban con ansias, después de muchos años de embrujo
Y cuando el príncipe y la princesa respiraron antes de un segundo beso, se inclinaron a  recoger la esmeralda y se la devolvieron a Susanita.