lunes, 29 de enero de 2018

(de Ariel Victoriano) Desde el otro lado

 ¿Qué puedo decirte desde aquí? desde donde no me podés escuchar. Hay un tabique en el tiempo que está muy firme al lado de mi cama, un antes y un después que no puedo remover. Me impide ver al otro lado y quedo confinado, aquí, en una zona blanca, yerma, quedo aislado en una tersa nube de claridad.
   Tengo los brazos quietos al lado de mi cuerpo, la cama se parece a un féretro inamovible que me mantiene quieto, inmóvil. No tiene adornos ni asas para permitir el transporte de mis huesos, que, supongo encalados cuando observo mi recubrimiento casi transparente atravesado por pálidas venas azules. Tengo la piel adherida a las partes óseas, ya casi me he convertido en un cadáver.
   No exagero, casi me he consumido. Pero mantengo intactas todas las sensaciones, menos el gusto. Puedo sentir el frío del aire quieto en la habitación estéril. Es muy difícil poder pensar en cosas lindas para decirte porque te veo poco y debo recurrir a la memoria que se apaga lentamente. Seguro que recuerdas el crepúsculo que vimos juntos aquel día, en la Casa Blanca, en Punta Ballena, cuando la bola de fuego se escondía entre las hilachas de las nubes y, se hundía lentamente en el horizonte del río.
   Y, por supuesto, tampoco puedo escribir. No me lo han prohibido, no, pero mi sistema nervioso se ha desconectado. Por eso me es imposible, además, poder brindarte una caricia, ni siquiera la que tenía en mente antes de que ocurriera el trágico suceso que me ha traído hasta aquí.
   Aunque no me lo han dicho hay algo que no funciona bien dentro mío y, hace que, aunque mis oídos oigan, no pueda hacer gestos ni girar el rostro. Quisiera ofrecerte los labios para que me des un beso. No podés darte cuenta, cuando estás a mi lado, el esfuerzo que hago para hablarte, pero ni siquiera alcanzo a girar mis ojos para que repares en la tristeza que me invade. Por lo tanto, estás muy distante, tanto como la estrella del universo más cercana al pequeño mundo de encierro que son los límites de mi cuerpo. Ni siquiera mis ojos me obedecen. Estoy encerrado en mi propia cáscara. No sé hasta qué punto me puedo considerar vivo todavía.
   Las personas de guardapolvo que vienen a verme a diario con cofias y guantes color crema, con instrumentos y agujas, a veces me hablan y esperan que responda, pero no tienen suerte. Ya he intentado hacerlo muchas veces. Ahora ya he desistido y me abandono sin remedio al aislamiento. Me he resignado a dialogar conmigo.
   Cuando me venís a ver, a vos también te exigen el protocolo de la vestimenta y, eso me acongoja. No podés conocer mis respuestas a las preguntas de tu mirada, pero si pudieras oír mis gritos interiores te pondrías contenta porque aún puedo percibir los estímulos del amor. Las cosquillas que me recorren el pecho cuando te veo son reales, aunque no la registren todos estos aparatos que nos rodean, con relojes indiferentes y luces de colores álgidos que hacen más patético el sitio en el que me tienen confinado sin remedio.

   Porque en realidad ya no hay regreso para mí. He tenido el último episodio, he cruzado un umbral del que no se vuelve. Asisto a una nueva angustia que me corroe la mente y me aleja del ámbito de tu corazón. Te siento lejana, cada vez que venís, todos los lunes, a sentarte a mi lado. Advierto cómo me mirás, cómo me acariciás con tu mano que pasa suave sobre la mía, cómo se te caen las lágrimas casi sin que te des cuenta.
   Si hubiese alguna ventana en el tiempo que transcurre, si tuviésemos algún instante, pequeño, para decirnos algo, seleccionaría mis mejores frases, las más lindas que tengo, para tocar tu corazón, sin que se hiele, aunque solo sea para ver el esplendor de tu sonrisa.
   Pero los he visto y he escuchado a estos gélidos hombres de blanco que murmuran al pie de mi cama, con los rostros endurecidos y abrumados, más por su fracaso para sacarme de aquí que por lo que yo significo para vos.
   Y no saben que yo escucho todavía. Ya sé que casi he llegado al lugar al que todos arribamos, nuestro destino inapelable, la orilla en la cual el mar de la vida deposita nuestra existencia para siempre. Pero, escuchame, no te maltrates, no vale la pena sufrir por lo que no tiene remedio.
   ¡Ha sido tan hermoso haberte conocido! Todavía recuerdo la primera vez que nos vimos. Hay días en la vida que son mágicos, tienen más dimensión que los otros que pasan al costado, los que la corriente monótona de un arroyo hace murmurar entre las piedras. Pero ese día, ¡qué bien que lo recuerdo!; el sol brillaba de otro modo, los pájaros de Palermo cantaban estridentes, el río se agitaba alegre moviendo las caderas en su baile contra el Muelle de los Pescadores. Buenos Aires se hamacaba bajo su cielo de gloria porque había nacido una nueva felicidad, una nueva delicia se sumaba a su historia derrotando a la desdicha, a las innumerables pasiones contrariadas de los porteños. La Dama Fluvial revive su esperanza con fortunas como la nuestra. Se alimenta del néctar de los amantes para aliviar las condenas de los miserables desgraciados, de los torturados que vienen a buscar el sustento a la Costanera en los días pesarosos.
   Desde aquí no puedo ver el cielo que está por encima de los techos del hospital desierto y callado. El afuera me está vedado. Mi lecho se encuentra muy lejos de la ventana y, además, la veo alta. Ni siquiera la atraviesa el brillo de algún astro frío, de esos que transitan el firmamento cuando cae la noche. La luna no pasa por ahí. El encierro me deja inaccesible, alejado e irreparable, un juguete roto recluido en la celda del recogimiento.
   Mi reloj se va a detener de un momento a otro y, no tengo manera de dejarte las palabras que he pensado para vos, las más bellas. No sé si alguien te las podrá hacer llegar, no se me ocurre el hay modo de que salgan del cofre del pecho. Quisiera decirte adiós, pero ni eso me permite mi cuerpo.

   Tendrás que ser vos la que vengas aquí a despedirme cuando llegue mi ocaso. Tratá de que sea en un día soleado, no me demuestres la pena de tu alma, decime algo lindo y, solo levantá la mano al irte. Mirame a los ojos antes de desaparecer por esta puerta que va a permanecer muda, dejame que tu recuerdo se duerma en mi memoria hasta que se apague para siempre.

LA ODISEA DEL JUBILADO


 


—¿Disfrutando?— me preguntó el marinero .—¿Quiere ver las sirenas?
Era un tipo extraño para los estándares de la tripulación del yate. Había algo frágil y danzarín en su marcha y una cierta chispa de picardía en su mirada. Y esa conducta despreocupada, irreverente hacia el pasajero…
No lo recordaba, pero tampoco me preocupé demasiado; si bien el barco era pequeño y la tripulación escasa, no era probable que uno conociera a todos los marineros.
Me guiño un ojo y siguió su camino, mientras yo me repantigaba en la hamaca para llenarme de silencio e inmensidad.
Estaba anocheciendo. Pronto servirían la cena. Mis compañeros de viaje empezaban a dejar la cubierta para cambiar las mallas y bermudas por trajes formales.
Este viaje era mi sueño de oficinista viudo y jubilado; mi duelo había terminado al salir del cementerio; ya fuera reposando y disfrutando paisajes o corriendo aventuras, había que seguir viviendo; mejor si había sirenas.
Desde el mar subían aromas limpios y sonidos adormecedores; todo mi cuerpo se abandonaba al antiguo encanto de la cuna.
Sopló un viento suave; el canto del agua se hizo más intenso y posesivo.
Curiosamente, volvieron a chistar las zapatillas del marinero; esta vez se dirigía al área de los botes; otro saludo fugaz, otro guiño, y un consejo: “Escúchelas bien. Noche sin luna. Noche de sirenas…”.
«Sirenas, sirenas…» cavilé somnoliento. «Ya sé que las sirenas son mentirosas y embaucadoras; también sé que no existen»…
De pronto, el canto se trocó en lamento. Sobresaltado, dejé la hamaca y me asomé por la borda. Algunas sombras sugerían riscos en la playa cercana. Ahora los sollozos alternaban con trinos y risas.
Nadie más parecía conmovido por el misterio. Tal vez no llegaban las voces a los camarotes donde se duchaban y perfumaban los huéspedes.
Era extraño; me inclinaba fascinado, como si me abriera a las leyendas. La música ganaba en cálidos vibratos, sin aumentar su intensidad. Pura adrenalina demandante, asfixiante. ¿Acaso las sirenas estarían sentadas esperando navegantes incautos o pasajeros adormilados?
De la nada, apareció el marinero en medio del océano. Piloteaba un salvavidas fluorescente y me llamaba con gestos excitados.
Mi propia alma me catapultó al mar y animó mis brazadas hacia el bote cada vez más alejado de mí, cada vez más cercano a la costa. Me pareció que iba al garete.
«Pero yo lo vi. ¿El marinero no subió al barco, entonces? ¿Qué habrá sido de él?»
Una bruma dorada envolvió el bote vacío. Seguí mirando, absorto, cada vez más relajado, casi un tronco flotante. Y fui testigo de la metamorfosis: una sirena dorada emergió de la bruma; sobre sus sinuosos cabellos chispeaba el casquete del marinero, a guisa de corona. De pie en el barquito, me llamó con movimientos envolventes, señalando hacia sí misma y hacia el fondo del océano.
Me invadió una pereza fría y voluptuosa, y sentí que me hundía para siempre.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Viva la música


Faltaba un año para la Ordenación, cuando Ricardo pidió una dispensa y volvió a su pueblo: su madre y sus dos tías eran viejecitas,  estaban solas...  Había que practicar las Obras de Misericordia.
Buen pianista, tenor  aceptable, el devoto novicio  era  un joven muy atractivo; sobre todo, con sotana.
El Párroco, un viejo bonachón,  le encomendó la dirección del  Coro.
—Disfuta de la gente y de la música. ¡Ah! Podés andar sin sotana, amigo.
Todos felices: las viejitas perduraban con su niño en casa;  Ricardo y el cura con la música;  y las alborotadas chicas del pueblo que se desvivían por robarse al elegido…  
En especial Carmela, la profesora de piano; era una peticita coqueta y eficiente; no era muy “beata”, pero se le había despertado de pronto una fuerte vocación de servicio, y se unió al grupo.
El Coro era promisorio en alegría cristiana. El problema era dirigirlo y bregar con el armonio destartalado… Y con Carmela.  
  —Es difícil mantener la vocación fuera del convento— se confesó Ricardo una tarde.
—La vocación de servir a Dios no se pierde por las chicas. El Matrimonio también es un servicio divino— sonrió el párroco. —Mientras seas sincero…
Para la Semana Santa,  el “Stabat Mater” estaba tan verde como los ojos del “padrecito”; y la pícara Carmela  no prestaba atención:
—Señorita Carmela; más marcado el pianísimo…
—Sí, sí… Es que este teclado es tan viejo…
—Pruebe articulando así los dedos y la muñeca.
Y tomaba los finos dedos y la muñeca grácil, entre los suyos  torpes de tímida osadía.
Los ojazos marrones de Carmela chispeaban de risa; los de las otras chicas, de envidia.
—¡Ay! Cierto que era Si bemol… Tal vez si lo ensayamos en el piano de casa… Ricardo…—sugirió una tarde, pestañeando.—Mamá estará encantada de recibirlo.
Doña Maripepa sirvió el té con masitas y los dejó ensayando;  una y otra tarde…
 Las vueltas de la vida: Después de Pascua, el Prior recibió la renuncia de Ricardo; cerca de la siguiente Navidad,  la invitación para venir a casarlos.  Doy fe de que nací diez meses más tarde.

 Viva la música

BALLET

BALLET
Incansable bailarina, 
la vida gira, que gira.
A la vez protagonistas
y espectadores  ansiosos
de la danza impredecible,
nos lleva, casi volando
en vientos de decisiones,
en  éxtasis o agonías.
A veces tutú de rosas…
A veces un cisne negro…
Nos enreda con gitanos
entre “oles” y castañuelas
o nos sienta en el misterio
de nacientes primaveras.
Baila que baila marchamos
hacia el final imprevisto
Mientras tanto construimos
la ventura o desventura
que será  nuestra semilla
el día de la partida.
Y sólo somos felices
cuando  no nos resistimos.
Los tironeos, destrozan,
El amén nos vivifica.

 (Para Reto 99, de Territorio de Escritores: Las vueltas que da la vida

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Una estrella traviesa de A.A en Territorio de Escritores

Una estrella traviesa y sinvergüenza,
jugando con la luna se durmió. 
¡joder estrellita! cambiaste la noche por el día. 
Murió tu resplandor, el hatajo de luces en el cielo,
por esa travesura oscureció.
Los amantes dejaron de amarse con pasión.
El caminante con nostalgia se perdió, 
la epifanía del seis de enero se terminó,
los Reyes no vieron el sendero solo sombras
de estropajos, formando nubes a su alrededor. 
Despertó la estrella, se dio cuenta del error.
Lloró como una niña bonhomía, la luna la consoló. 
Hablándole con dulzura, regalándole un espejo
y su brillo resurgió...
El amor nació de nuevo, el recuerdo regresó. 
Los niños con elocuencia entonaron la canción:
"ya vienen los Reyes magos con dulces y con turrón". 
El malestar despejado... 
La alegría formo estelas, en todos los corazones,
de bellas luces, abrazos y besos de colores.
Este verso con paciencia terminó...
o quizás no?.

RECUERDOS - de AA en territorio de Escritores


Con Merceditas vivíamos nuestra epifanía cuando todos los veranos llegaba al pueblo. Decían que los aires de la sierra le iban muy bien para las secuelas que tenía de la polio. Un mercedes negro con chófer subía dando tumbos entre el polvo del sendero. Todos sabíamos que eran ellos. Los criados y las doncellas venían antes para abrir la casa y con estropajos restregaban los suelos. Cuando todo brillaba como un espejo salían como un hatajo de sumisos uniformados a recibirlos. 
Mamá era la cocinera de la casona y aunque no le pagaban mucho, con su santa paciencia, decía que le compensaban en especie. Así comíamos en casa perdices de caza, los restos de un pastel exquisito o frutas que empezaban a pasarse. Un día me trajo el recado de que Merceditas sentía nostalgia por mí y me mandaba recuerdos. Tras la bonhomía de la niña intuía la elocuencia de la madre acostumbrada a dar órdenes. Total, que tenía que llamarla para salir el domingo y cuidarla de tanto sinvergüenza del pueblo. ¡Joder, qué malestar me entró! 
Aquella tarde, el calor resultaba sofocante y el viento soplaba polvoriento. Con un esfuerzo ímprobo, Merceditas me seguía con su andar renqueante como si fuera mi sombra. Subíamos, campo a través, una árida loma hasta las ruinas de un chozo. Allí nadie nos vería. Un golpe de aire le llevó el bonito sombrero que planeó como un ave que quisiera remontar el vuelo. Azorada, lo seguía para intentar cogerlo. Lo atrapé y al entregárselo, enrojecida, gesticuló como si las palabras que bullían por salir se le quedasen pegadas y la lengua las sacara a tropiezos: “Gra-gra-gracias”, dijo. ¡Había hablado, por fin! Una brillante sonrisa le iluminó la cara. Sentí deseos de abrazarla. Empapadas en sudor y soledad nos sentamos a la sombra del derrumbe hasta la hora de volver. ¡Cómo le divertía oír a los grillos! Los arañazos en las piernas y los mechones de pelo suelto, parecía no importarle; solo la pasión de sus inquietas pupilas clavadas en mí mendigando una amiga. 
Quise verla de nuevo. Se ha ido, dijeron. Me mintieron

REMEMBRANZAS de AA en Territorio de Escritores


Hablaba con pasión y su elocuencia le servía para disimular que no era más que un sinvergüenza. Político de raza, sabía esquivar el malestar general y, aunque ya había superado la paciencia de los pobladores, siempre conseguía ser reelecto.
El viejo Rómulo bajaba por el sendero con su hatajo de cabras y se detuvo en el espejo de agua, que bordeaban la sombra de los sauces, para que abrevaran sus animales. Le llamó la atención el revuelo y se acercó para escuchar. Le bastaron unos instantes y ya sabía lo que seguía. ¡Lo había escuchado tantas veces!
Se alejó con rumbo a la iglesia. Era vísperas de la Epifanía y siempre solía darse una vuelta por allí para esa época. Caminó lentamente. Y mientras tanto pensaba.
Con nostalgia renacieron los recuerdos de aquel intendente, reconocido por su bonhomía y honestidad. – No hablaba mucho pero se preocupaba por todos ¡que joder! – pensó – Los pueblos tienen el gobierno que se merecen –
Llegó hasta la puerta del templo. El viejo pesebre mostraba las heridas que le había dejado el estropajo con el que le quitaron la tierra del sótano donde había estado guardado.
Acomodó con delicadeza uno de los muñecos que estaba peligrosamente inclinado y, con un gesto mitad amargura y mitad sonrisa, miro al niño que dormía plácidamente, adorado por reyes de diferentes lugares de la tierra y en vos muy queda, casi para sí mismo, susurró:
- Chango*… a vos sí que te clavaron al “cuete”* –
Y parsimoniosamente volvió en busca de sus cabras que rumiaban masticando el pasto tierno que crecía cerca del río, ajenas a todo lo que las rodeaba.
Siguió su camino por el viejo sendero. Los animales lo siguieron mansamente.
Con seguridad, alguna serviría para agasajar al triunfador de la inminente contienda electoral.
• Chango: (coloquial) En Argentina, Bolivia y México, persona que está entre la niñez y la adolescencia.
• Cuete: (coloquial) por cohete. Inútilmente, sin sentido.