Durante años el elefante invisible compartió nuestra
historia. Apareció; ninguno preguntó cómo; se
quedó. Lógicamente, desde que entró en casa, jamás recibió su cuota nutritiva, ni una de las
tantas caricias que iban a nuestras mascotas. Se sabía que estaba, como todo lo de la casa, pero nadie lo nombró jamás, ni los
nenes lo señalaron con sus manitas, como al gato, al perro o la luna llena.,
¡Éramos tan especiales, tan felices y serenos! Mientras circulábamos armoniosamente por la casa o por
el barrio, irradiando simpatía , el elefante dormía, tal vez detrás de un
armario.
Pero aparecía cuando coincidíamos, mate en mano, en el patio o en la cocina, o frente al
televisor. Charlábamos despreocupados sobre nuestros sucesos cotidianos; nos reíamos
ante cualquier sorpresa doméstica.
Y de pronto, sentíamos la poderosa presencia del elefante, como si en una jungla peligrosa una liana se enredara en la conversación y la asfixiara, despacito; a uno se le soltaba una lágrima; el otro se levantaba y se iba a cualquier parte, a hacer cualquier cosa. Entonces el elefante volvía a su rincón que cada vez le quedaba más chico.
Y de pronto, sentíamos la poderosa presencia del elefante, como si en una jungla peligrosa una liana se enredara en la conversación y la asfixiara, despacito; a uno se le soltaba una lágrima; el otro se levantaba y se iba a cualquier parte, a hacer cualquier cosa. Entonces el elefante volvía a su rincón que cada vez le quedaba más chico.
Tanto crecía que empezamos a verlo. Lo primero que se manifestó fue la trompa: una gruesa manguera gris, como la de la aspiradora ¿Y si estornudaba?
Estornudó. Estornudamos.
Sucedió una noche, antes de acostarnos. Como correspondía, nos acariciamos con bastante entusiasmo como siempre y nos dimos las buenas noches; de pronto comenzaron los estornudos.
— He leído que esos catarros nasales son desahogos disimulados de las broncas. ¡Atchís!
— ¡Atchís! ¿Vos tenés alguna bronca, acaso?
— ¡At… No sé cómo se te ocurre… chís!
— No… Nosotros nos llevamos re bien; pero… ¡Atchís!
— ¿Acaso... ¡Atchís!... hay algún pero? ¡De lleno te estarás quejando!
— Y vos ¿por qué tan… ¡Atchís!... to estornudo, entonces?
— ¡Porque a veces tengo ganas de estornudar, o de lo que sea, qué tanto!—; y esta vez no hubo ¡Atchís!
— No sabía que te faltase nada.
— Nunca dijimos que nos faltara o no nos gustara algo.
Nos miramos raro; estornudar no era para enojarse. Pero algo funcionaba diferente.
Después se notó la oreja del elefante, harta de escuchar elogios y de estar sorda a lo que “hacía ruido”. Más adelante, advertimos la pata del elefante que se había hecho fuerte sobre ilusiones frustradas y sueños no compartidos.
Cada vez nos sentíamos más presos del soberbio gigante que no habitaba en casa, sino que nos habitaba. Cada día éramos más elefante, y menos nosotros.
Y el elefante que éramos bramó estridente cuando se sintió descubierto y señalado.
Ese bramido fue su perdición: mientras desangraba nuestros mutuos rencores, injusticias, incomprensiones, desilusiones, iba perdiendo volumen; quedó reducido a una bolsa de añicos que habría que ir limpiado día a día; recomponer o tirar, aunque eso alcanzara niveles inauditos de rebeldía ante nosotros mismos.
Respiramos y lloramos abrazados a nuestras propias miserias nombradas y aceptadas. Y reímos finalmente, sanamente, sin pretender curarnos con la magia de una relación enferma. Se sentía correr el aire desde la casa hasta el corazón.
Nunca más volveremos a matar un elefante; no habrá más elefantes, sea cual sea nuestro camino.
— He leído que esos catarros nasales son desahogos disimulados de las broncas. ¡Atchís!
— ¡Atchís! ¿Vos tenés alguna bronca, acaso?
— ¡At… No sé cómo se te ocurre… chís!
— No… Nosotros nos llevamos re bien; pero… ¡Atchís!
— ¿Acaso... ¡Atchís!... hay algún pero? ¡De lleno te estarás quejando!
— Y vos ¿por qué tan… ¡Atchís!... to estornudo, entonces?
— ¡Porque a veces tengo ganas de estornudar, o de lo que sea, qué tanto!—; y esta vez no hubo ¡Atchís!
— No sabía que te faltase nada.
— Nunca dijimos que nos faltara o no nos gustara algo.
Nos miramos raro; estornudar no era para enojarse. Pero algo funcionaba diferente.
Después se notó la oreja del elefante, harta de escuchar elogios y de estar sorda a lo que “hacía ruido”. Más adelante, advertimos la pata del elefante que se había hecho fuerte sobre ilusiones frustradas y sueños no compartidos.
Cada vez nos sentíamos más presos del soberbio gigante que no habitaba en casa, sino que nos habitaba. Cada día éramos más elefante, y menos nosotros.
Y el elefante que éramos bramó estridente cuando se sintió descubierto y señalado.
Ese bramido fue su perdición: mientras desangraba nuestros mutuos rencores, injusticias, incomprensiones, desilusiones, iba perdiendo volumen; quedó reducido a una bolsa de añicos que habría que ir limpiado día a día; recomponer o tirar, aunque eso alcanzara niveles inauditos de rebeldía ante nosotros mismos.
Respiramos y lloramos abrazados a nuestras propias miserias nombradas y aceptadas. Y reímos finalmente, sanamente, sin pretender curarnos con la magia de una relación enferma. Se sentía correr el aire desde la casa hasta el corazón.
Nunca más volveremos a matar un elefante; no habrá más elefantes, sea cual sea nuestro camino.