miércoles, 25 de mayo de 2016

"Felicidad de Amor" y "Miedo de Amar"


          Felicidad de Amor
     Floreció tu presencia  en mi amargura,
     En la hora más cruel, en un silencio
     Lacrimoso  y estéril.
     Invadiste mi ser con tu ternura,
     Con tu caricia alegre y animosa.
     Imprevisible sol en mi neblina,
     Diluiste mis sombras  infinitas;
     Alumbrando pasiones ignoradas,
     Desgranando en mi boca una sonrisa.
   ¿De dónde apareciste,
     Enredado a mis nuevos despertares
     Amarrado a mis sueños para siempre?
     Me  reencuentro,prendida de tu mano,
     Oliendo el aire lleno de armonías.
     Respirando con vos, un nuevo día. 


RESPONDIENDO A BORGES, en " El Amenazado" 
 ¿Miedo de amar?
¿Por qué le teme al amor, amigo Borges? ¿Será  temor a lo desconocido?
Puede ser, pero no tema desnudar su alma en un acto de amor sincero y pleno.
Despójese de ensueños imprecisos, de leyendas y mitos; despójese de la comodidad  del egoísmo
Busque su propia savia para unirla
 a la savia de este otro despojado que la pide.
Y usted descubrirá que entre los dos
 El horizonte es menos utopía y más cielos de vida.

lunes, 9 de mayo de 2016

Esmeralda


Esmeralda

La primera vez,  entré a limpiar los vidrios de la salita, su oficina y dormitorio ocasional.  El patrón, repantigado en el sofá, fumaba una pipa; yo lo miré, apenas.
— Con permiso, patrón.— Y entré cargando balde y estropajo.
—¿Vos sos Esmeralda?— preguntó en medio de una nubecita de humo.
—Sssiii, patrón.
Era un hombre parecido a cualquier otro de los alrededores: moreno, corpulento, pero no fuerte; y medio enfermo de comilonas y tabaco.   Pero tenía un destello de distinción en su ropa, su peinado, su modo de hablar. Era  el patrón, el amo.  Catorce años tenía yo; él, más o menos cuarenta.
Se paró, altísimo, junto al escritorio y me clavó sus ojos achinados:
—Es- me- ral-da  ¿Conocés las esmeraldas?—Mostró el anillo que refulgía en su mano; la piedra guiñaba oronda;  la miré curiosa, y me pareció muy bella. —Podría regalártela, algún día, si te portás bien. Vale sus buenos pesos.
—No, señor. Yo gano mi sueldo. Los regalos no son para mí— dije en voz baja, y le di la espalda, para iniciar la tarea.
Como si no me hubiera oído dijo: —No sos nada fea, vos.  Buenas formas.  ¿Tenés novio, o marido?
—Emm … ¡No, patrón! Soy muy chica… Y… 
 Aunque estaba avisada por mi gente y por mi instinto de sierva, no lo sentí llegar: sólo una de sus manos en mi pecho, y la otra por debajo de mi pollera, me avisaron que estaba detrás, y que yo era cosa suya.  Hurgó, manoseó, desnudó… Yo sollozaba, pero tenía…¿ miedo de escaparme, de gritar?, ¿curiosidad ansiosa? Lo dejé a su antojo, como si él fuera un médico que tenía que hacerme doler, gemir y  sangrar…¿porque yo estaba enferma, sucia, tal vez? 
«Sucia, seguro» como decía mi ‘mama’; porque entre jadeos y besos el miedo y la vergüenza se me iban yendo, en una llamarada cálida que me recorría hasta el alma.
 Mi cuerpo y el suyo me revelaban sensaciones desconocidas hasta entonces; y mi alma se despojaba de intuiciones y enseñanzas de infancia; «Las mujeres limpias son del marido; y no  disfrutan con “eso”;   se lo aguantan.»  decía mi madre; supe que no era así, que podía sentirse agradable; y que un amo era un amo: descubrí a la vez  el odio y la lujuria.
De pronto, me soltó.
—Andá, Esmeralda, andá nomás, —dijo con voz grave y fatigada— Una piedra preciosa para mi joyero. No  dejaré que nadie más te engarce.
Lo miré de frente.  Como debía hacerlo, por mi propio respeto,  escupí a sus pies; después acomodé mi ropa y mi pelo, y me fui a paso cansino hacia el patio del fondo, mientras lo escuchaba silbar.
En la pieza de servicio, Amalia me encontró llorando. La cocinera no necesitó que le contara nada; me acarició la cabeza; hizo que me lavara y me trajo un té .
—A todas nos ha pasado, con el padre, o con él;  a nadie le extraña, ni hay forma de evitarlo; necesitamos el trabajo, ¿no? Por lo menos vos no te vas a quedar embarazada; es estéril.
Pobre Amalia; suponía que me consolaba en la deshonra y la vergüenza. Yo seguía llorando, porque no estaba del todo  bien lo que me pasaba; pero tampoco quería que dejara de hacerlo: era una fuerza nueva en mi persona, en mis ideas y en mi cuerpo ; yo quería ser su Esmeralda vibrante y… la dueña del precioso anillo.
Durante algunos días fue como un fantasma encarnado.  Pasaba sin verme ni hablarme; pero yo sentía que me rondaba como el aire, y me requería dentro del alma. Había sembrado en mí el anhelo de su presencia y de su energía; y la ambición de la joya; pasaba cerca,  hecho voz, sombra, portazo. Entonces, de repente, pidió  que le sirvieran su  café  en la salita;  y allí estaba , corporizado, potente, dominante: el amo .
Así, durante veinte años, me hizo saber que le pertenecía, aunque yo lo escupiera, lo arañara o le arrancara mechones de pelo y de barba; era mi papel en el escenario. Siempre muda, siempre dispuesta y deseándolos a la vez, a él y a su esmeralda.
—Esmeralda; cálida, bella y brillante. Sí que te portás bien, Esmeralda, — ronroneaba sobre la alfombra, mientras yo le alcanzaba su ropa antes de volver a mi cama. —Habrá que darte un premio algún día.
Después volvía a ser el fantasma indiferente, desparramado en su sillón, o galopando entre sus peones.
La vida en la casa parecía apacible; pero vibraba una niebla de rutina y desinterés que envolvía el ambiente silencioso. Durante el día  lo escuchaba llegar y  llamar a Laura, su esposa; los oía discutir elegantemente en el salón, siempre pulcros y correctos; los veía salir, cada cual en su coche; y a él lo escuchaba volver, llamar a mi puerta y  encerrarse sin más en la salita; sabía que lo había oído. Yo nunca le fallé.
Pero sí le falló el corazón, una noche cualquiera, cuando terminaba de vestirse;  y entonces le apreté la almohada contra la cara para que se muriera de una vez. Sólo cuando cesaron sus estertores noté que no tenía puesto el anillo.
Cuando volvimos del cementerio, Laura revolvió la pequeña habitación; buscaba entre los libros y las carpetas, en los cajones, entre los almohadones del sofá.
—¡Nada!— rezongó sin perder su elegancia. —¡Bah! A mí me sobran joyas. Que le sirva de veneno a la que herede esa esmeralda. ¡Maldito farsante presumido!
Y  me mandó a limpiar y cerrar la salita.
Todavía no sé si era su espíritu o la cortina, pero desde la ventana me llegó su voz: «Es tuya, Esmeralda; ahí está; fijate.»
«Ay, Virgen Santa, San Roque, un fantasma»; desgrané temblando mi letanía , marcha atrás hacia la puerta.
«Bah; tantos santos; es tuya; sin rencores; siempre te portaste bien y yo no;  nadie se muere el día antes»
Medio alelada sacudí la alfombra; entonces la vi brillar; y me la acerqué bien a los ojos para cerciorarme; yo, la buena Esmeralda, encontré el anillo en aquella hendedura del parqué;  y me la guardé en el delantal.  «¿Quién sino yo podría reclamarla?»  
Pasaba la noche sin que hubiera podido dormir. El sombrío fantasma de la culpa  revoloteaba sobre mi cama y, como un mosquito, siseaba alrededor de mi cabeza.
Al amanecer, cansada de espantarlo con recuerdos y rezos,  lo metí bajo la almohada, junto a la esmeralda, para asfixiarlo otra vez.  Y esa tarde renuncié y me fui para siempre… con la esmeralda que, por supuesto, no respiraba, pero brillaba burlona y feliz.