martes, 31 de octubre de 2017

EL BUITRE


En el pueblo nos esperaban para el Samain. Pero la banda de salteadores atracó el carro, lo vació y lo quemó. Destrozaron a tiros y culatazos a mi familia y huyeron con nuestros caballos, regando el suelo con las castañas que caían de las bolsas.
Yo estaba lejos del campamento. Permanecí agazapado en la letrina de espinos; escuché los aullidos de mi gente, el estruendo de los rifles y el galope de la fuga. Cuando reinó el silencio me animé a rondar los restos del desastre.
 Espanté a los primeros buitres que se preparaban a gozar del banquete; volvieron a acechar desde un gajo reseco.
No podía hablar ni llorar; me ahogaba una ira caliente que me sacudía el corazón y el alma.
En algún momento se me desataron el hambre y un llanto mínimo, casi seco; con los restos del incendio asé un par de castañas; las mantuve rodando en la boca, pero no pude tragarlas; significaban fiesta, familia, vida. Y yo estaba casi muerto entre mis propias ruinas.
Los buitres no abandonaban la rama mustia; presentían que la vianda sería más abundante que al principio. El más audaz, o más hambriento se lanzó en picada sobre el cuadro fúnebre.
 Increíble: en medio de mi pasmo y de mi debilidad salté hacia arriba con los dedos engarfiados para atrapar su cuello. Sentí un picotazo en la mano y el aleteo de la bandada que nos abandonaba.
No sangré; al contrario, fue como haberme inyectado una fuerza nueva, desconocida.
Velé a los míos hasta que atardeció. La ira había ido mudando a indiferencia. Impávido, como si estuviera fuera de mi cuerpo, vi cómo mis uñas crecidas y sucias desgarraban el vientre hinchado de mi hermanito y buscaban sus entrañas; sentí que el pellejo sangriento pasaba por mi garguero. Después avancé a los saltos sobre los cadáveres y rapiñé los ojos de mi madre y las manos agarrotadas de mi padre. 
Un manto tibio y oscuro me abrigaba del relente. Un somnoliento bienestar me levantó hasta la maleza. Casi dormido sacudí mis plumas negras, erguí la cabeza y le grazné a la luna creciente.
Con las luces del alba me despertó el llanto de los parientes que llegaban a buscarnos al conjuro del humo y de los carroñeros.
—¡El pequeño Gastón!¡Gracias a Dios está vivo y no lo han raptado!
¿Estoy vivo? Me temen, huelo mal, sueno áspero. Apenas me alimento: la gente no deja ratones muertos a la intemperie ni me permite rondar sus canarios. Desde los seis años vegeto en el monte. Ya ni siquiera me extrañan.

Y cuando es luna llena, echo alas, plumas y garras; entonces salgo de rapiña, como un buitre solitario. Los espíritus de mi familia, comulgados en esa tarde siniestra, aletean en mí; no sólo buscan alimento; esperan la noche de la venganza. 

lunes, 30 de octubre de 2017

¿Y después qué?


Nadie se pregunta “y después ¿qué?” mientras trepa, mochila al hombro, en busca de maravillas, entre amigos y canciones; ni cuando arde el ‘fogón’ y la música guitarrera sube en el humo, hasta las estrellas.  
Nadie se pregunta “¿y después qué?” ante un árbol rebosante de mandarinas; todos saben que se van a acabar y las disfrutan a pleno: comiendo, oliendo, mirando.
Nadie se pregunta “¿y después qué?”, en el primer beso, en el hijo recién nacido, en los cumpleaños felices.
Somos tan, pero tan felices… Y entonces chocamos…
Duda, enfermedad,  traición, soledad, violencia…  Sólo el dolor nos vuelve demandantes de respuestas.  Cuando la vida duele,  recordamos que también es invierno y desamparo, guitarras rotas y versos pisoteados. 
“Después qué” es  un fantasma tenebroso que agita sus cadenas. Si le preguntamos a él,  sacudirá su manto oscuro y sembrará pesadillas.
¿Y entretanto  el Amor?  Como el fuego en las piedras, chispea cuando chocan la realidad y la Esperanza.


lunes, 23 de octubre de 2017

NÁUFRAGO


La noche anterior sobrevivieron al naufragio; pero su mujer quedó malherida y loca;  los quejidos persistentes no lo dejaban concentrarse en la absurda búsqueda de auxilio. Ni motor, ni remo, ni provisiones;  todo el día habían girado a la deriva, bajo el sol ardiente. Apenas quedaba un par de tragos de agua.
Caía la tarde cuando  encontró un palo bastante largo y fuerte  que flotaba cerca del bote; empezó a remar, tal vez por hacer algo distinto, y le pareció que avanzaba sobre las aguas quietas; quizás porque el mar estaba cambiando de plateado a negro, y en el cielo, cada vez más oscuro, empezaban a brillar las estrellas. Arreciaba el frío…
Los estertores dolorosos de la mujer perforaban la noche;  y zumbaban en el cerebro del hombre entre ráfagas de piedad, de ira, de miedo.
Entonces se eligió para sobrevivir: enarboló el palo y le destrozó la cabeza; después tiró su cadáver al agua y volvió a remar; sentía su alma serena, sin culpas; ella descansaba, él saldría del infierno del hambre,  la sed y la soledad.
De pronto divisó las hogueras; las estrellas se empañaban con el humo; intuyó a los pescadores que se preparaban para el día siguiente.  

El bote se acercó a la playa  y encalló en las rocas.   El náufrago exprimió sus últimas fuerzas, se apoyó en el palo y llamó con un único grito agónico. Sólo le respondió el chasquido creciente de las olas contra las piedras...Creciente, ensordecedor… Desde las hogueras inmensas,  avanzaban siluetas danzantes. ¿Palmeras al viento? ¿Demonios carcajeantes que celebraban su arribo?  

viernes, 20 de octubre de 2017

LA PRINCESA REBELDE


—¡Cuando las ranas vuelen!— contestó el rey.— ¡Qué ocurrencia, hija mía! ¿No te gusta ser princesa? Y siguió su majestuosa marcha hacia la sala del trono. ¡Para qué esperar que una niña de nueve años le contestara!
«¡Entonces, es posible; algún día dejaré de ser princesa, y jugaré en el patio, todo el día, sin escolta!» pensó.
Si supieran cómo se le había ocurrido. Fue cuando anduvo por la zona de servicios, la tarde en que su “mademoiselle” se volcó una taza de té caliente en la mano. Aprovechó la confusión para escabullirse y se asomó al patio posterior de palacio; los chicos descalzos y desabrigados, jugaban muchísimo; mientras ayudaban en la huerta o la cocina, se hamacaban en las ramas, se escondían en la caballeriza, perseguían a los patos. ¡Era tan distinto de las “visitas” semanales de las “petites dames”! Siempre modosas, silenciosas, manipulando muñecas y comiendo masitas; y siempre con la escolta, en el parque o en su cuarto.
Aunque trató de que no la vieran, un niño de su edad se le acercó.
—Soy Pedro. Vení, juguemos.
—No puedo ensuciarme; soy princesa.
—Ya sé. Pero una princesa puede hacer lo que quiera. Si no, ¿para qué sos princesa? Yo puedo hacer lo que quiero.
—¿Podés buscarme una rana que vuele?
—A lo mejor. Viven en Madagascar. ¿Para qué la querés?
—Para ser menos princesa y jugar con ustedes.
—Se la pediré a un marinero amigo de mi papá. Yo te mandaré la rana voladora en cuanto la tenga.
II —¿Las ranas vuelan?— le preguntó a la institutriz.
—Creo que solamente en los cuentos de hadas, Alteza; vamos, debéis repasar las tablas de multiplicar y no perder tiempo en ensueños. Ah; y el supino de los verbos que os enseñé ayer. Y, por favor, no os echéis a llorar. Sois una princesa.
¡Pobrecita! No quería saber nada de matemáticas ni de latines; tampoco le interesaba el protocolo de la vida real.
Estaba muy distraída y tristona. ¿La habría engañado Pedro? ¿O la institutriz no sabía todo lo que se puede saber?
III- Y una tarde… ¡Sorpresa! Pedro la llamó desde un macizo del jardín; se había acercado a las ventanas de los aposentos con dos ranitas voladoras. Con grandes aspavientos indicó a la princesa lo que sucedía en el parque.
—¡Oooohhh! ¡Deteneos, Alteza!— gritaba la institutriz y corría detrás de ella mientras bajaba las escaleras.
El rey, la reina y los ministros paseaban solemnes cuando vieron unas jaulas misteriosas colgadas entre los árboles. Entonces conocieron a las ranas voladoras. Eran muy bonitas y volaban como los monos.
     ¡Jamás las he visto! ¡Esto es brujería!— exclamó el rey. La reina, por supuesto, se desmayó, pero como estaba encantada con las ranitas se recuperó enseguida.
La princesa llegó sin aliento junto a sus padres y los acompañantes. Venía en shorts y sin coronita.
Justamente en ese momento el Ministro de Cultura le decía al Rey:
—Majestad. Existen. Ya os mostraré la nota en Internet cuando terminéis vuestra partida de Candy Crush. A vos también, mademoiselle. Es la cultura de hoy: estar abiertos al mundo.
Como la princesa no tenía la coronita, no corría el protocolo; así es que pudo saltar, aplaudir, chillar y sacar a Pedro de su escondite.

—Me voy a jugar al patio con Pedro y los otros chicos, papá. Me lo prometiste, recuerda: será cuando las ranas vuelen.

viernes, 6 de octubre de 2017

SABIO QUE LADRA

                Varias veces durante el día, el perro le gruñó a la sombra que se asomaba desde alguna grieta de la pared, o por debajo de los muebles; la dominaba con un ladrido si avanzaba hacia el dormitorio: “todavía no”;   después,  él volvía a arrinconarse, para descansar los huesos.
En plena madrugada, el Tobi se agitó en el rincón de la cocina; se levantó cuando el viejo salió del dormitorio; lo husmeó desconfiado y nervioso: había pasado junto a él sin regalarle ni siquiera un silbido cortito.
                Con la cola baja, lo fue siguiendo mientras preparaba un té de yuyos y hurgueteaba en el botiquín. El hombre se estaba portando diferente; sonaba diferente, con sus suspiros y sus hipos;  olía diferente, a  desconcierto y miedo.                                                                                                                                                      Con su ciencia de perro viejo, entendió que faltaba poco. Le hociqueó el borde del pijama  y se echó a la puerta; no debía seguirlo                                                                                                   Arrastrando las pantuflas, el anciano llevó el té y los remedios al dormitorio.                                    
               En ese momento, el viento empujó la puerta del patio y el Tobi vio a la sombra que avanzaba decidida; esta vez no gruñó: sabía que ya era la hora y que se llevaría los últimos gemidos  de la mujer tendida en la cama.                                                                                                                                Rompiendo las reglas, él también entró, a rastras, a la habitación.                                      
               El hombre estaba sentado en el borde del colchón; le hablaba muy bajito a su compañera y le acariciaba la cabeza.                                                                                                                                              El Tobi sabía que ella estaba muerta y que el amigo lo necesitaba especialmente. Lamió las manos del dueño; él le rascó la cabezota y arrancó a sollozar; el Tobi gemía; no era el dolor de su artritis: era un arrullo fraternal.  


*ESPERANDO EL TREN

 “Dormían en habitaciones separadas y todo; debían tener como 70 años cada uno, y hasta puede que más y, sin embargo, aún seguían disfrutando con sus cosas”. Sus cosas: las que habían amasado, tejido, inventado entre los dos a lo largo de esos años. Los recuerdos, las bromas, las miradas. Disfrutaban de la presencia mutua, y de las ausencias consentidas, silenciosas, dormilonas, quietas; de estar vivos y juntos; de ir cediéndose mutuamente gustos, opiniones, espacio, tiempo. Disfrutaban de sus cuerpos, de los nuevos lenguajes del amor que descubrían, cama afuera, sin prejuicios. Cada día renacían en un rezo, unos mates y un beso trémulo, tal vez distraído en la búsqueda de los remedios o de los anteojos. Y cada día eran una pareja tomada de las manos; esperaban el tren indefectible sin alharacas y sin miedo.
*Participación en un juego de escritura, a partir de la primera frase de "El Guardián entre el Centeno", de Salinger.