jueves, 21 de mayo de 2020

La caída


Aquella  noche sentí que el Eterno me necesitaba para brillar como Todopoderoso: «Aquí no cabe la vanidad». Yo estaba lleno de Ira, Envidia y Avaricia.  Mi Señor era mío y yo no iba a permitir que otros, ángeles o no, disfrutaran de Él.
Me cansé de la paz de los Cielos, y me negué a adorar alguna vez a un hombre: no podía haber  hombres divinos. Me arrojaron al vacío. «Aquí no cabe la Soberbia».
Mientras saltaba.
Mientras  iba cayendo, mis esencias se desprendían sobre la Creación por nacer. Sobre todos los hombres. Tenía en mí mismo las herramientas de mi venganza: la Gula, la Lujuria y la Pereza.
Ellos dos venían paseando por el Edén. ¡Eran tan niños, tan ingenuos  a pesar de sus desnudos cuerpos adultos! No sabían hacer nada sino gozar. Vivían perezoza y lujuriosamente, para gozar y gozarse.
 Tomé una fruta. No recuerdo si era una manzana o un tomate.  La luz del mediodía le prendió brillos refulgentes que compitieron con los de mi piel de esmeralda. Se las ofrecí.
Sin vacilar, la rechazaron.  Ni un cuestionamiento, ni una duda: “El Señor lo ha prohibido”.
Me reconocí, angelito obediente y dócil, mimado por el Amo. ¡Y me sentí tan malo, tan vacío de su presencia!
Y empecé a silbar en la brisa. «¿Por qué no? ¿No sois hijos? ¿No sois dueños? ¿Para qué quiere ël este arbolito igual a cualquier otro? ¿Y si un día lo necesitáis?
Percibí la nueva dimensión en los ojos;  sentí la respiración maravillada por el descubrimiento; los pensamientos  despertaban; la inteligencia maduraba y florecía.
Me retorcí bailando sobre la rama; los vaivenes de mi cuerpo encendieron los suyos y cegaron su humilde, ingenua obediencia. Mientras se poseían y se reconocían desnudos, mientras saboreaban la fruta hasta hartarse, mientras se desplomaban en el césped, vislumbraban cuánto más podían tener si n necesidad de la amorosa y constante vigilancia.
¿Que me castigó a arrastrarme por el suelo? ¡Pero… si así me creó!
 Y lo de hoy activó su profético mandato: “Creced y Multiplicaos”