viernes, 21 de enero de 2022

DE CHANCHOS Y PAJARITOS

 José Saramago escribió un cuento que se llama "Desquite"; el mismo, integra una antología:"Casi un objeto". Un cuento crudo que enraiza en la dependencia voraz sobre los más débiles. "Desquite" me inspiró este relato-que presento para FanFiction. Lo he centrado  en niños desorientados entre las revelaciones sexuales y sus mundos inocentes.

  Despreocupados nueve años... Juan estaba aburrido. y jugueteaba  con  su "pajarito". Era su juguete privado, que  se erguía como un resorte imprevisible y lo catapultaba lejos de su vida solitaria, como si fuera una semilla voladora, un "panadero"..

Justo apareció el abuelo, cuchillo en mano.  Lo miró con severidad y picardía: “Ojo, m’hijito… Si te lo andás tocando, te lo corto a vos también”.  Y se reía a carcajadas con los otros peones"conchabados" para el capado de los cerdos.

“¿A mí también? ¿Como a los chanchitos? …"

Antes de que sonara el chillido angustioso del animal, el chico escapó .hacia el río. Con las manos protegía a su "pajarito".

Se detuvo jadeante en la orilla. Tendido en el barro como un cerdito feliz,  recuperó el aliento, y se dejó envolver por el silencio y por su propia presencia casi desnuda.  Sus preocupaciones volaron como los guacamayos.

La siesta ardía sobre el río oscuro y burbujeante, cuando vio que pasaba una canoa.

Intuyó a la chica que se asomaba desde la espesura todos los días, con un pájaro azul en el hombro, .

Se lanzó al agua y la alcanzó.

 Los remos se mecían en un palmoteo mágico, mientras el río se los llevaba lejos… lejos del  chiquero… y del miedo a los chanchos.

 —¡Chancho inmundo!—repicaban  muertos de risa, los remos fugitivos.



Dos personajes de “Desquite”, de José Saramago


El cucú de la rana

Tal como un pájaro azul, tan original y libre,

solté mi mente al espacio y me descubrí a mí misma.

Desnuda como nací,  liberada de prejuicios,

me lancé ardiente a la vida  y me refresqué en su río.

Pero la rana chismosa, se asomó tras los visillos

de las algas y del limo.


Tomó  la voz de los sabios y cuchicheó:

“¡¡Qué vergüenza!

¡Eso no es de señoritas!…

!No vayas a ser mal vista!

No sea que alguno piense

que eres fácil y ligera,

que tientes a los varones

y que arruines tu destino!”

Esa es la rana mirona,  espiándome la vida,

cosechando mil rumores y robándome la dicha.

¡Pobre loca, solitaria, que se ocupa del vecino,

que solo sabe del barro, del hedor y de la asfixia!

 

El pájaro azul

Me imagino a los padres del Pájaro Azul, animándolo a volar; a derrochar tantos cuidados, tanta tibieza, en la empresa de llenarse de luz y de vientos para hablarnos de esperanza y de ilusiones. Sin palabras; puro vuelo, puro canto… A despertarnos el anhelo de los “más allá”

 

 

 

 

DE CERDOS Y PAJARITOS

 

Inocente, despreocupado y libre de escrúpulos, el Juancito  había desayunado y ahora estaba sentado en el umbral de la cocina. Hacía una semana que estaba de vacaciones y se aburría.  De a ratos la Paula, su mama,  le hablaba, como a la fuerza: “Barré algo”. ”Ayudále al abuelo con los pollos”… Nada más.

Siempre la vida chata y rutinaria;  la chacra, el corral, el gallinero… Un galpón grandote para comer y dormir en el suelo; y el pozo y los churquis, para el baño.

Seguía  con la mirada a las moscas, le ladraba al perro, estiraba una pierna. se rascaba la cabeza…  y jugueteaba  con  su pajarito.  Era su juguete privado, que  se erguía como un resorte imprevisible y lo catapultaba lejos de su vida solitaria, como si fuera una semilla voladora, un panadero.. No había demasiada etiqueta. Había visto, varias veces, los pájaros  del abuelo o del peón,  que se aliviaban entre los churquis.

  Justo apareció el abuelo, cuchillo en mano;  lo miró con severidad y picardía: “Ojo, m’hijito… Si te lo andás tocando, te lo corto a vos también”.  Y se reía a carcajadas con el peón, el Evaristo y los otros peones de conchabo para el capado de los cerdos.

“¿A mí también? ¿Como a los chanchitos?” …

El abuelo con la cuchilla… los peones…  el cerdito chillando desesperado, cabeza abajo. Y los dos floripones sobre el pasto… ¡Tantas veces había visto la escena!

Pero esa mañana, a los primeros chillidos, se escapó de la casa.  Corría y tropezaba. Mientras se iban apagando los guarridos del animal, crecía su propio miedo.

Llevaba las manos crispadas sobre su pene, que apenas se insinuaba en la entrepierna del pantalón.    Aquella parte de sí, inestable y  misteriosa, que lo identificaba como “varoncito”, no se debía tocar ¡Y podía ser lastimada, destruida!

Se detuvo jadeante a la orilla del río,  sin miedo a los caimanes ni a las víboras; tendido en el barro como un chanchito feliz,  recuperó el aliento, y se dejó envolver,  sin preocupaciones, por el silencio, por su propia presencia casi desnuda,  por el bullir de su ignorada hombría.

Bastante después lo  sobresaltó un ruido hecho como de gritos ahogados  y suspiros, que  agitaba la espesura.. . ¿ Monos?… ¿Jaguares?… Se acercó sigiloso… Espió entre la hojarasca. Eran la Paula y el Evaristo.  Estuvo a punto de llamarlos,  pero se pasmó cuando vio que estaban desnudos, tirados en el suelo, como anudados….  Los pechos enormes de su mama, se balanaceaban  como campanas y el Evaristo la apretaba contra la panza, donde había algo como… ¿un palo? …muy grueso, amoratado… que empujó entre las piernas abiertas de la mujer.  Estuvieron un rato, sacudiéndose, jadeando.  El Evaristo cayó como cansado y la Paula, inerte,  esperó a que se levantara

Cuando se separaron, el palo era otra vez un“pajarito” grandote y desinflado. Y su mama tenía el pelo revuelto y la cara triste, de todos los días. Cada cual se puso  su ropa y se fue.

  Ohh. Igual que los chanchos: machos y  hembras…   .El Juancito volvió pensativo a la orilla…¿Habría intuído parte del misterio de su “pajarito”. ¿Y de la soledad de su mama?

La siesta ardía sobre el río oscuro y burbujeante, cuando vio que pasaba una canoa.

En la espesura, una chica, tal vez la Paula,   había imaginado grullas y tortugas siesteando al sol, brillando en el barro… Se tentó de no cuidarse; de lanzar sus miedos al agua, con el fardo liviano de su ropa. Se imaginó a sí misma, en una canoa, tendida al sol, también desnuda, acariciándose. Los remos se mecían en un palmoteo mágico, mientras el río se la llevaba lejos… lejos del  chiquero… y del miedo a los chanchos.

 —¡Chancho inmundo!—repicaban  muertos de risa, los remos fugitivos.

De reojo vio al muchacho, que la saludaba, tan niño todavía,  y lo subió a su canoa para hablarle y acariciarlo. Y los dos viajaron  hacia el atardecer.

 

 

 

 

 

 

 

 De cerdos y pajaritos

Inocente, despreocupado y libre de escrúpulos, el Juancito  había desayunado y ahora estaba sentado en el umbral de la cocina. Hacía una semana que estaba de vacaciones y se aburría.  De a ratos la Paula, su mama,  le hablaba, como a la fuerza: “Barré algo”. ”Ayudále al abuelo con los pollos”… Nada más.

Siempre la vida chata y rutinaria;  la chacra, el corral, el gallinero… Un galpón grandote para comer y dormir en el suelo; y el pozo y los churquis, para el baño.

Seguía  con la mirada a las moscas, le ladraba al perro, estiraba una pierna. se rascaba la cabeza…  y jugueteaba  con  su pajarito.  Era su juguete privado, que  se erguía como un resorte imprevisible y lo catapultaba lejos de su vida solitaria, como si fuera una semilla voladora, un panadero.. No había demasiada etiqueta. Había visto, varias veces, los pájaros  del abuelo o del peón,  que se aliviaban entre los churquis.

  Justo apareció el abuelo, cuchillo en mano;  lo miró con severidad y picardía: “Ojo, m’hijito… Si te lo andás tocando, te lo corto a vos también”.  Y se reía a carcajadas con el peón, el Evaristo y los otros peones de conchabo para el capado de los cerdos.

“¿A mí también? ¿Como a los chanchitos?” …

El abuelo con la cuchilla… los peones…  el cerdito chillando desesperado, cabeza abajo. Y los dos floripones sobre el pasto… ¡Tantas veces había visto la escena!

Pero esa mañana, a los primeros chillidos, se escapó de la casa.  Corría y tropezaba. Mientras se iban apagando los guarridos del animal, crecía su propio miedo.

Llevaba las manos crispadas sobre su pene, que apenas se insinuaba en la entrepierna del pantalón.    Aquella parte de sí, inestable y  misteriosa, que lo identificaba como “varoncito”, no se debía tocar ¡Y podía ser lastimada, destruida!

Se detuvo jadeante a la orilla del río,  sin miedo a los caimanes ni a las víboras; tendido en el barro como un chanchito feliz,  recuperó el aliento, y se dejó envolver,  sin preocupaciones, por el silencio, por su propia presencia casi desnuda,  por el bullir de su ignorada hombría.

Bastante después lo  sobresaltó un ruido hecho como de gritos ahogados  y suspiros, que  agitaba la espesura.. . ¿ Monos?… ¿Jaguares?… Se acercó sigiloso… Espió entre la hojarasca. Eran la Paula y el Evaristo.  Estuvo a punto de llamarlos,  pero se pasmó cuando vio que estaban desnudos, tirados en el suelo, como anudados….  Los pechos enormes de su mama, se balanaceaban  como campanas y el Evaristo la apretaba contra la panza, donde había algo como… ¿un palo? …muy grueso, amoratado… que empujó entre las piernas abiertas de la mujer.  Estuvieron un rato, sacudiéndose, jadeando.  El Evaristo cayó como cansado y la Paula, inerte,  esperó a que se levantara

Cuando se separaron, el palo era otra vez un“pajarito” grandote y desinflado. Y su mama tenía el pelo revuelto y la cara triste, de todos los días. Cada cual se puso  su ropa y se fue.

  Ohh. Igual que los chanchos: machos y  hembras…   .El Juancito volvió pensativo a la orilla…¿Habría intuído parte del misterio de su “pajarito”. ¿Y de la soledad de su mama?

La siesta ardía sobre el río oscuro y burbujeante, cuando vio que pasaba una canoa.

En la espesura, una chica, tal vez la Paula,   había imaginado grullas y tortugas siesteando al sol, brillando en el barro… Se tentó de no cuidarse; de lanzar sus miedos al agua, con el fardo liviano de su ropa. Se imaginó a sí misma, en una canoa, tendida al sol, también desnuda, acariciándose. Los remos se mecían en un palmoteo mágico, mientras el río se la llevaba lejos… lejos del  chiquero… y del miedo a los chanchos.

 —¡Chancho inmundo!—repicaban  muertos de risa, los remos fugitivos.

De reojo vio al muchacho, que la saludaba, tan niño todavía,  y lo subió a su canoa para hablarle y acariciarlo. Y los dos viajaron  hacia el atardecer.

 

 

 

 

 

 

 

 De cerdos y pajaritos

Inocente, despreocupado y libre de escrúpulos, el Juancito  había desayunado y ahora estaba sentado en el umbral de la cocina. Hacía una semana que estaba de vacaciones y se aburría.  De a ratos la Paula, su mama,  le hablaba, como a la fuerza: “Barré algo”. ”Ayudále al abuelo con los pollos”… Nada más.

Siempre la vida chata y rutinaria;  la chacra, el corral, el gallinero… Un galpón grandote para comer y dormir en el suelo; y el pozo y los churquis, para el baño.

Seguía  con la mirada a las moscas, le ladraba al perro, estiraba una pierna. se rascaba la cabeza…  y jugueteaba  con  su pajarito.  Era su juguete privado, que  se erguía como un resorte imprevisible y lo catapultaba lejos de su vida solitaria, como si fuera una semilla voladora, un panadero.. No había demasiada etiqueta. Había visto, varias veces, los pájaros  del abuelo o del peón,  que se aliviaban entre los churquis.

  Justo apareció el abuelo, cuchillo en mano;  lo miró con severidad y picardía: “Ojo, m’hijito… Si te lo andás tocando, te lo corto a vos también”.  Y se reía a carcajadas con el peón, el Evaristo y los otros peones de conchabo para el capado de los cerdos.

“¿A mí también? ¿Como a los chanchitos?” …

El abuelo con la cuchilla… los peones…  el cerdito chillando desesperado, cabeza abajo. Y los dos floripones sobre el pasto… ¡Tantas veces había visto la escena!

Pero esa mañana, a los primeros chillidos, se escapó de la casa.  Corría y tropezaba. Mientras se iban apagando los guarridos del animal, crecía su propio miedo.

Llevaba las manos crispadas sobre su pene, que apenas se insinuaba en la entrepierna del pantalón.    Aquella parte de sí, inestable y  misteriosa, que lo identificaba como “varoncito”, no se debía tocar ¡Y podía ser lastimada, destruida!

Se detuvo jadeante a la orilla del río,  sin miedo a los caimanes ni a las víboras; tendido en el barro como un chanchito feliz,  recuperó el aliento, y se dejó envolver,  sin preocupaciones, por el silencio, por su propia presencia casi desnuda,  por el bullir de su ignorada hombría.

Bastante después lo  sobresaltó un ruido hecho como de gritos ahogados  y suspiros, que  agitaba la espesura.. . ¿ Monos?… ¿Jaguares?… Se acercó sigiloso… Espió entre la hojarasca. Eran la Paula y el Evaristo.  Estuvo a punto de llamarlos,  pero se pasmó cuando vio que estaban desnudos, tirados en el suelo, como anudados….  Los pechos enormes de su mama, se balanaceaban  como campanas y el Evaristo la apretaba contra la panza, donde había algo como… ¿un palo? …muy grueso, amoratado… que empujó entre las piernas abiertas de la mujer.  Estuvieron un rato, sacudiéndose, jadeando.  El Evaristo cayó como cansado y la Paula, inerte,  esperó a que se levantara

Cuando se separaron, el palo era otra vez un“pajarito” grandote y desinflado. Y su mama tenía el pelo revuelto y la cara triste, de todos los días. Cada cual se puso  su ropa y se fue.

  Ohh. Igual que los chanchos: machos y  hembras…   .El Juancito volvió pensativo a la orilla…¿Habría intuído parte del misterio de su “pajarito”. ¿Y de la soledad de su mama?

La siesta ardía sobre el río oscuro y burbujeante, cuando vio que pasaba una canoa.

En la espesura, una chica, tal vez la Paula,   había imaginado grullas y tortugas siesteando al sol, brillando en el barro… Se tentó de no cuidarse; de lanzar sus miedos al agua, con el fardo liviano de su ropa. Se imaginó a sí misma, en una canoa, tendida al sol, también desnuda, acariciándose. Los remos se mecían en un palmoteo mágico, mientras el río se la llevaba lejos… lejos del  chiquero… y del miedo a los chanchos.

 —¡Chancho inmundo!—repicaban  muertos de risa, los remos fugitivos.

De reojo vio al muchacho, que la saludaba, tan niño todavía,  y lo subió a su canoa para hablarle y acariciarlo. Y los dos viajaron  hacia el atardecer.

 

 

 

 

 

 

 

 De cerdos y pajaritos

Inocente, despreocupado y libre de escrúpulos, el Juancito  había desayunado y ahora estaba sentado en el umbral de la cocina. Hacía una semana que estaba de vacaciones y se aburría.  De a ratos la Paula, su mama,  le hablaba, como a la fuerza: “Barré algo”. ”Ayudále al abuelo con los pollos”… Nada más.

Siempre la vida chata y rutinaria;  la chacra, el corral, el gallinero… Un galpón grandote para comer y dormir en el suelo; y el pozo y los churquis, para el baño.

Seguía  con la mirada a las moscas, le ladraba al perro, estiraba una pierna. se rascaba la cabeza…  y jugueteaba  con  su pajarito.  Era su juguete privado, que  se erguía como un resorte imprevisible y lo catapultaba lejos de su vida solitaria, como si fuera una semilla voladora, un panadero.. No había demasiada etiqueta. Había visto, varias veces, los pájaros  del abuelo o del peón,  que se aliviaban entre los churquis.

  Justo apareció el abuelo, cuchillo en mano;  lo miró con severidad y picardía: “Ojo, m’hijito… Si te lo andás tocando, te lo corto a vos también”.  Y se reía a carcajadas con el peón, el Evaristo y los otros peones de conchabo para el capado de los cerdos.

“¿A mí también? ¿Como a los chanchitos?” …

El abuelo con la cuchilla… los peones…  el cerdito chillando desesperado, cabeza abajo. Y los dos floripones sobre el pasto… ¡Tantas veces había visto la escena!

Pero esa mañana, a los primeros chillidos, se escapó de la casa.  Corría y tropezaba. Mientras se iban apagando los guarridos del animal, crecía su propio miedo.

Llevaba las manos crispadas sobre su pene, que apenas se insinuaba en la entrepierna del pantalón.    Aquella parte de sí, inestable y  misteriosa, que lo identificaba como “varoncito”, no se debía tocar ¡Y podía ser lastimada, destruida!

Se detuvo jadeante a la orilla del río,  sin miedo a los caimanes ni a las víboras; tendido en el barro como un chanchito feliz,  recuperó el aliento, y se dejó envolver,  sin preocupaciones, por el silencio, por su propia presencia casi desnuda,  por el bullir de su ignorada hombría.

Bastante después lo  sobresaltó un ruido hecho como de gritos ahogados  y suspiros, que  agitaba la espesura.. . ¿ Monos?… ¿Jaguares?… Se acercó sigiloso… Espió entre la hojarasca. Eran la Paula y el Evaristo.  Estuvo a punto de llamarlos,  pero se pasmó cuando vio que estaban desnudos, tirados en el suelo, como anudados….  Los pechos enormes de su mama, se balanaceaban  como campanas y el Evaristo la apretaba contra la panza, donde había algo como… ¿un palo? …muy grueso, amoratado… que empujó entre las piernas abiertas de la mujer.  Estuvieron un rato, sacudiéndose, jadeando.  El Evaristo cayó como cansado y la Paula, inerte,  esperó a que se levantara

Cuando se separaron, el palo era otra vez un“pajarito” grandote y desinflado. Y su mama tenía el pelo revuelto y la cara triste, de todos los días. Cada cual se puso  su ropa y se fue.

  Ohh. Igual que los chanchos: machos y  hembras…   .El Juancito volvió pensativo a la orilla…¿Habría intuído parte del misterio de su “pajarito”. ¿Y de la soledad de su mama?

La siesta ardía sobre el río oscuro y burbujeante, cuando vio que pasaba una canoa.

En la espesura, una chica, tal vez la Paula,   había imaginado grullas y tortugas siesteando al sol, brillando en el barro… Se tentó de no cuidarse; de lanzar sus miedos al agua, con el fardo liviano de su ropa. Se imaginó a sí misma, en una canoa, tendida al sol, también desnuda, acariciándose. Los remos se mecían en un palmoteo mágico, mientras el río se la llevaba lejos… lejos del  chiquero… y del miedo a los chanchos.

 —¡Chancho inmundo!—repicaban  muertos de risa, los remos fugitivos.

De reojo vio al muchacho, que la saludaba, tan niño todavía,  y lo subió a su canoa para hablarle y acariciarlo. Y los dos viajaron  hacia el atardecer.

 

 

 

 

 

 

 

 De cerdos y pajaritos

Inocente, despreocupado y libre de escrúpulos, el Juancito  había desayunado y ahora estaba sentado en el umbral de la cocina. Hacía una semana que estaba de vacaciones y se aburría.  De a ratos la Paula, su mama,  le hablaba, como a la fuerza: “Barré algo”. ”Ayudále al abuelo con los pollos”… Nada más.

Siempre la vida chata y rutinaria;  la chacra, el corral, el gallinero… Un galpón grandote para comer y dormir en el suelo; y el pozo y los churquis, para el baño.

Seguía  con la mirada a las moscas, le ladraba al perro, estiraba una pierna. se rascaba la cabeza…  y jugueteaba  con  su pajarito.  Era su juguete privado, que  se erguía como un resorte imprevisible y lo catapultaba lejos de su vida solitaria, como si fuera una semilla voladora, un panadero.. No había demasiada etiqueta. Había visto, varias veces, los pájaros  del abuelo o del peón,  que se aliviaban entre los churquis.

  Justo apareció el abuelo, cuchillo en mano;  lo miró con severidad y picardía: “Ojo, m’hijito… Si te lo andás tocando, te lo corto a vos también”.  Y se reía a carcajadas con el peón, el Evaristo y los otros peones de conchabo para el capado de los cerdos.

“¿A mí también? ¿Como a los chanchitos?” …

El abuelo con la cuchilla… los peones…  el cerdito chillando desesperado, cabeza abajo. Y los dos floripones sobre el pasto… ¡Tantas veces había visto la escena!

Pero esa mañana, a los primeros chillidos, se escapó de la casa.  Corría y tropezaba. Mientras se iban apagando los guarridos del animal, crecía su propio miedo.

Llevaba las manos crispadas sobre su pene, que apenas se insinuaba en la entrepierna del pantalón.    Aquella parte de sí, inestable y  misteriosa, que lo identificaba como “varoncito”, no se debía tocar ¡Y podía ser lastimada, destruida!

Se detuvo jadeante a la orilla del río,  sin miedo a los caimanes ni a las víboras; tendido en el barro como un chanchito feliz,  recuperó el aliento, y se dejó envolver,  sin preocupaciones, por el silencio, por su propia presencia casi desnuda,  por el bullir de su ignorada hombría.

Bastante después lo  sobresaltó un ruido hecho como de gritos ahogados  y suspiros, que  agitaba la espesura.. . ¿ Monos?… ¿Jaguares?… Se acercó sigiloso… Espió entre la hojarasca. Eran la Paula y el Evaristo.  Estuvo a punto de llamarlos,  pero se pasmó cuando vio que estaban desnudos, tirados en el suelo, como anudados….  Los pechos enormes de su mama, se balanaceaban  como campanas y el Evaristo la apretaba contra la panza, donde había algo como… ¿un palo? …muy grueso, amoratado… que empujó entre las piernas abiertas de la mujer.  Estuvieron un rato, sacudiéndose, jadeando.  El Evaristo cayó como cansado y la Paula, inerte,  esperó a que se levantara

Cuando se separaron, el palo era otra vez un“pajarito” grandote y desinflado. Y su mama tenía el pelo revuelto y la cara triste, de todos los días. Cada cual se puso  su ropa y se fue.

  Ohh. Igual que los chanchos: machos y  hembras…   .El Juancito volvió pensativo a la orilla…¿Habría intuído parte del misterio de su “pajarito”. ¿Y de la soledad de su mama?

La siesta ardía sobre el río oscuro y burbujeante, cuando vio que pasaba una canoa.

En la espesura, una chica, tal vez la Paula,   había imaginado grullas y tortugas siesteando al sol, brillando en el barro… Se tentó de no cuidarse; de lanzar sus miedos al agua, con el fardo liviano de su ropa. Se imaginó a sí misma, en una canoa, tendida al sol, también desnuda, acariciándose. Los remos se mecían en un palmoteo mágico, mientras el río se la llevaba lejos… lejos del  chiquero… y del miedo a los chanchos.

 —¡Chancho inmundo!—repicaban  muertos de risa, los remos fugitivos.

De reojo vio al muchacho, que la saludaba, tan niño todavía,  y lo subió a su canoa para hablarle y acariciarlo. Y los dos viajaron  hacia el atardecer.

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 17 de enero de 2022

CUENTO DE OTOÑO EN DICIEMBRE

 

Un dia demasiado fresco, insólito en nuestros diciembres. Llueve que llueve, y se caen las hojas del verano que están marrones después de la sequía de noviembre.
—Tiempo loco—rezonga la abuela— Parece otoño. Parece lo peor de otoño…
Le duelen los huesos, con la humedad y el frío; y especialmente las manos y las rodillas. Pero está empecinada en amasar el Pan Dulce para Las Fiestas… lo que significa estar parada muchas horas, y esforzar dedos y muñecas agarrotados.
—Bueno, mamá—le dice mi madre—. Te ayudamos. No hagás tantos panes. Vos prepará un poco de levadura y nosotras terminamos la tanda con pancitos individuales, como souvenir. Después se compran los que se necesiten para la mesa.
Yo miro a mi abuela, que se hunde entre almohadones, con su cuerpo tan deformado como el tronco de algunos árboles de la vereda. Y sus ojos nostalgiosos se ven como chispitas cobrizas veladas de tristeza.
«Siempre otoño…Soledad y recuerdos Impotencia. Atisbando en el alma la vereda infinita, en una siesta lluviosa».
—No llorés—le digo; y la abrazo.