jueves, 30 de junio de 2016

Las vueltas de la vida

  El momento preciso

El anciano encontró la llave en el punto exacto; lo supo cuando vio el cadáver del árbol centenario, erguido en medio del desierto. No era una visión estimulante; auguraba dolor y muerte.

El anciano sintió un ligero escalofrío: la duda y el miedo luchaban en su corazón, contra la sabiduría ancestral: “El destino está trazado desde la eternidad; pero  lo vamos construyendo día a día.  De ti depende encontrar la llave cuando llegue la hora final.”

Respiró hondo y aceptó el apoyo del árbol; unos segundos, y sus sombras coincidieron sobre una extraña piedra plana, solitaria y enorme; había llegado el momento.  Si titubeaba correrían los segundos, la piedra mutaría en un charco pestilente y voraz, y  la llave  no sería suya.
 Seguro de la voz de su corazón, alzó la roca; la sintió liviana, como si fuera un haz de hierba seca que se desparramaba en la brisa. Ahí, delante de sus ojos brilló la llave del Paraíso Original: el mítico Jardín de la Inocencia. El anciano la sostuvo entre sus manos; vio su historia reflejada en ese espejo y sonrió feliz.
 Unas manos desconocidas le cerraron los ojos y cubrieron con la sábana su cuerpo gastado, mientras él se marchaba con el sol para vivir su eternidad.

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La hora del amor
El anciano encontró la llave en alguna de las tantas vueltas de su vida. Así se lo explicó a su mujer el sexto día consecutivo de llovizna, a los cuarenta y ocho años de matrimonio. Elisa y Rubén sorteaban el fastidio en una nube de vapor de eucalipto, ‘con buen humor y mucho amor’.
Rubén hacía “zapping” en la tele, en su biblioteca y en los álbumes de fotos. Elisa inventariaba los armarios, tarareaba canciones viejas y jugaba con sus bonitos recuerdos.
Rubén se detuvo,  de pronto,  en las fotos de una fiesta: la despedida a Cecilia, una ingeniera de la Facultad. «Preciosa. Inteligente. Alegre… ¡Cuánto coqueteo en oficinas y pasillos!...  La fiesta de celebración y despedida por su beca…»
—¿Te acordás de esta chaqueta?— Elisa entró  y se sentó a su lado— ¡Qué bien te quedaba!¡Ocho talles menos, viejito; ja , ja, ja!
—Ah, sí. ‘El traje de ceremonias’;  ja, ja, ja… Justo estaba mirando fotos de la Facultad… Otra vida…
 —¡Ahí estás con la chaqueta! Señor Decano… ¡Qué elegante es usted! … Esa chica es la que se fue a Alemania, ¿no?...  1970… Nacimiento de Ana… —Sacudió la chaqueta. Algo tintineó en el piso. —Una llave… No es de casa. ¿De dónde sería?
—¿A ver? … No… «La sensualidad de su cuerpo, mientras bailábamos.  La mano de Cecilia dejando su llave  en el bolsillo de mi chaqueta: “Profe, te espero”. Y vos, Elisa, en casa, embarazada y malhumorada…»
—¡Eh! ¿Estás aquí?  Te preguntaba de dónde sería la llave.
—No sé. No me acuerdo... «Y conste que no fui;  me volví a casa.» —De alguna de las vueltas de mi vida, señora; ¡qué se yo dónde la encontré! Guardala con la chaqueta, no más.
—Pensaba donarla a Cáritas…
—Bueno. Tirá la llave, entonces. ¿Te cebo unos mates?
—Dale. Dame un beso, también. Te amo.



La Señorita Pérez


Nadie parecía preocuparse de la apariencia de Teresita Pérez.  A su alrededor, los otros empleados del Banco,  y el público seguían esperando, escribiendo, pagando, firmando.
¡Pobre tonta Teresita! Iba superando, psiquiatra de por medio, su traumática aventura. Había crecido y mudado a la ciudad, pero estaba llena de angustia.
La llamé a  la Gerencia y señalé con mi mano llena de anillos su ridículo sombrerito rojo:
—¡Quíteselo inmediatamente!— rugí. — Es inadecuado para atender la Caja.
 Me miró fijo; no abrió la boca, pero sé que la dejé aterrorizada,  llorando por dentro. ¡Cómo temblaba ante mis manazas peludas y mis ojos fulgurantes!
«No puede ser el Lobo», pensó confusa, mientras destapaba su moderna melenita brillante.
Que no se admitiera su caperuza le parecía una blasfemia. Le había prometido a su abuela que usaría siempre el tocado tan conocido y llamativo.
Yo me dispuse a saborear la golosina de su miedo  y su ñoñez; pelé un chocolate y me relamí los bigotazos.
—Mmmm— dije con la boca llena.—Y ahora, retírese, señorita Pérez.
Se volvió temblando sobre sus tacos aguja. Estiró su minifalda negra y se alejó por el pasillo. Ella estaba sintiendo que yo codiciaba sus suaves caderas.
Volvió al salón y guardó la caperuza en su box.  Después ocupó su puesto, tironeada entre mi agresividad y la cercana presencia de tanta gente ajena a su vida. Las pantallas de las computadoras  absorbían la atención del personal; los clientes contaban billetes, dialogaban con los asesores y se retiraban; parecía un día más.
«¡Qué satisfacción pisotear tanta ñoñería!» me dije.
No veía las horas de llamarla otra vez.