martes, 20 de junio de 2023

El Tren de las Nubes (edición sttorybox)


Es de madrugada cuando subimos al tren. Hace mucho frío. La estación tiene ese desagradable olor en que se mezclan la combustión de los motores y los fritos para el desayuno de los clientes. 
Con las ventanillas cerradas para evitar alguna pedrada clandestina, nos vamos alejando de los pueblos aledaños a la capital. Algunos bostezos perezosos y los primeros mates nos van integrando a la travesía. Se levantan las persianas y ahí están el sol y las montañas. 
Una infinita variedad de paisajes se va desplegando al paso del tren; sobre la base rocosa, gigantesca, los colores se encienden, lucen y dejan paso a la tonalidad siguiente: marrón, ocre, naranja, rojo, blanco; al borde de un hilo de agua cristalina verdea una insólita huerta; en medio de la soledad, una inesperada capillita blanca; una manada de guanacos nos espía entre cardones; y una bandera argentina flamea sobre una escuelita de adobes, junto a una colorida Wiphala, la bandera de los Pueblos Originales… El hombre se ha acurrucado al resguardo del frío y de los vientos arropado por su bandera arco iris. 
No hace mucho que leí sobre la Wiphala: combina, en cuadraditos, los colores del arco iris; simboliza la cosmovisión andina; expresa una filosofía de vida ordenada; muestra cómo estar seguro, en el lugar que nos ha dado la vida. 
Y la vida palpita en pequeños pueblos chatos, marrones, como Chorrillos, Muñano, Ingeniero Maury, Santa Rosa de Tastil… Un hombre maneja un arado rudimentario, una mujer cuelga la ropa lavada, en medio del viento. Y el tren sigue jadeando, crujiendo, pero siempre subiendo. 
Un complicado sistema de “rulos”y ruedas especiales permite que el tren afronte en zig-zag las cuestas empinadísimas, y nos lleve a la cima. 
El viaje dura unas cinco horas; en varios tramos retrocede para lograr un envión eficiente hacia las nubes. La tecnología del tren es sorprendente, pero no moderna. El hombre, empujado por motivaciones tan opuestas como el afán de aventuras y los intereses económicos y políticos, ha activado su inteligencia para llegar a los escenarios de la vida aborigen y de la historia patria… (O para comunicar mejor a los pueblos y al comercio andino. ¿Por qué no? ) 
Sin duda, esto no es un trekking por las Sierras de Córdoba. Esto se disfruta diferente; es casi...¿un viaje astral?. Nuestro cuerpo está pegado a la butaca, al vidrio empañado, mientras el alma se vuela hacia el mundo helado y ventoso de las raíces ancestrales. 
Entre traqueteos, fotos y mareos de "apunados" vamos trenzando impresiones con los vecinos de viaje, otros desconocidos argentinos. Todos disfrutamos de esta tierra nuestra, tan áspera y llena de historia; todos atenuamos en el corazón lo que sabemos: que no somos los dueños, sino los hijos de los que usurparon una cultura, con mejores o peores intenciones. 
Y yo me siento agradecida porque descubro la belleza y la fuerza de la vida en ángulos diferentes. 
Llegamos: pasamos sin detenernos frente a una ciudad: San Antonio de los Cobres. El nombre está construido en piedras adosadas a la ladera. 
Y aquí estamos en La Polvorilla, un puente increíble. Como una oruga gigantesca el tren ha trepado hasta allí y nos deja, al borde de un abismo de pesadilla, imaginando la puja de la fortaleza del hombre y la de la naturaleza: hierro en las entrañas de las rocas; hierro en el desafiante trenzado del puente… Sueños de aventura, miedo, vértigo... Otra vez al tren. 
Retrocedemos a la ciudad; es una ciudad- pueblo, pequeña, de alrededor de cinco mil habitantes, donde hay que estar enraizado, desde siglos, para convivir con el viento seco y helado, más allá del paseo turístico. 
Y el turismo le da de comer, como en un tiempo lo hacían las mulas y las minas de cobre. Un guía explica que San Antonio es el protector de los arrieros de mulas; este es el Antiguo Camino al Alto Perú, por donde transitaba la riqueza de metales y animales de carga; un día, despertó el Atlántico y brotó Buenos Aires. 
Una alfombra de vendedores ambulantes se extiende al pie del tren, en La Polvorilla y en San Antonio, únicas paradas del larguísimo viaje. Yo pienso en los incas soberbios, casi míticos que llegaron hasta aquí con los largos dedos de su Imperio. El bebé que saluda y sonríe a los turistas, con la manita extendida para la moneda o el caramelo; los adolescentes que sostienen corderitos entre los brazos en procura de ser fotografiados; hombres y mujeres que despliegan los mismos aguayos, medias, gorritos y carteras que vemos en cualquier otro punto del noroeste turístico (y en nuestra peatonal cordobesa), nos dejan una impronta tristona de decadencia cultural. Pero están vivos, en su idioma, en su filosofía, en su wiphala; enfrentan la realidad y se sumergen en este sincretismo que les permite la supervivencia material y espiritual. 
Ninguno de ellos se acerca al tren; todos somos argentinos, pero no somos compatriotas; triste, ¿no?; una guardia policial asegura que "ellos" nos atraigan, pero que no nos molesten; la paradoja es que los agentes también son "originarios". 
Cargados de fotos compradas por monedas y de artesanías depreciadas, incorporadas a la industria turística, volvemos al tren para el regreso.
 ¿Podré integrar en mis escritos tantas formas de ser argentinos?

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