Papá era muy pragmático: un buen trabajo era un objeto
sólido, austero y útil. Nada de experimentos creativos en la carpintería. Así de austera y pragmática fue su vida: una
mujer callada, trabajadora y ahorrativa, que murió muy pronto; un solo hijo
disciplinado y obediente. Trabajar, y mantener a la familia; nada de fiestas,
vacaciones ni amigos. Los dos eran muy
poco comunicativos. Una sola vez, ya en el secundario, el chico llevó a un compañero a la
carpintería; pero papá lo hizo marcharse pronto, sin ceremonias.
La gente
respetaba al carpintero y comentaba su suerte con ese hijo tan laborioso y correcto; cómo lo ayudaba siempre, atraído por su pericia. Sin
duda era un chico muy formal; lástima tan aislado; tal vez soberbio.
¿Le gustaba el oficio? Nadie le preguntó; si papá llamaba dejaba lo que fuere,
hasta las tareas de la escuela, para dedicarse
a la madera. Realmente, llegó a ser un admirable ebanista.
En la escuela
destacaba su talento para dibujar y crear ornamentaciones. Era imprescindible
para los actos escolares; pero como el carpintero estaba siempre lleno de
trabajo nunca acudió a alguno de ellos.
Cuando papá se
accidentó y murió, el hijo se hizo ayudar por aquel amigo y juntos terminaron
los trabajos pendientes. Después, no
abrieron otra vez el negocio, aunque trabajaban dentro. Una vez a la semana
cargaban cajones en la camioneta; partían y regresaban dos días después.
Por las noches, el fantasma del carpintero se revolvía entre sorprendido y divertido, cuando los veía
enfrascados en hacer preciosos muebles tallados, reposeras y mesitas laqueadas;
y luminosos almohadones de diseños
insólitos. Y, sobre todo, disfrutar felices de su vida en común.
De nada había valido ahogar las “mariconadas” de su hijo,
como su padre lo hizo con él. Ser o no ser, esa era la cuestión.
Me alegro que el padre fracasara en el intento.
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