viernes, 24 de noviembre de 2017

Sin gasolina


Vio la señal cuando empezaba a lloviznar: la remota gasolinera estaba a unos dos kilómetros a la izquierda, y para llegar había que transitar un ignoto desvío olvidado y pedregoso. ¡Adelante! A los tumbos y entre estertores, con un milagroso último chorrito de gasolina, la camioneta arribó al puesto: un surtidor oxidado y descolorido, yuyales ásperos, rastros del último ventarrón y…nadie. No parecía que alguien se hubiera acercado durante años. El hombre frenó en medio de la polvareda que no terminaba de asentarse.
Intentó pedir ayuda, pero no había señal para el móvil. Calculó regresar caminando hasta la ruta para pedir auxilio; pero la lluvia arreciaba y prefirió hacer algún intento para volver a arrancar desde allí.
Por si acaso tocó la bocina. El eco fue rebotando por el páramo cada vez más lodoso y hostil, y se hundió en los nubarrones del atardecer. «Si me quedo aquí me voy a morir de frío», se dijo.
La noche, que no entiende de problemas humanos, seguía avanzado con su balde de tinta helada.
Entonces se acercó hasta la casilla del operador; a todas luces, se estaba disolviendo en el tiempo.
Con un certero puntapié desgoznó la puerta; en el interior flotaba un olor malsano a pesar de los vidrios rotos: «Muerte; letrina», se dijo el hombre, acostumbrado a las situaciones extremas de la miseria humana.
A la luz de su celular recorrió en una mirada el mobiliario escueto y sucio: mesa, silla, armario… «¡Armario! ¡Tal vez encuentre gasolina!»
La idea de una reserva en algún bidón providencial le hizo saltar el corazón.
Apenas dos pasos. Se lanzó hacia el aparador anticipándose al regreso a la ruta. Otra vez un certero botinazo para que saltara el candado.
Las puertas crujieron, y él gritó de asco y terror cuando sintió que las ratas corrían entre sus pies. ¡Tantas ratas inmensas! Al tiempo que se apagaba su celular, vislumbró también el esqueleto que se incorporaba y salía del mueble hacia la puerta ¿o hacia una pared cualquiera?… ¿batía sus huesos… o carcajeaba?
Paralizado, desvalido, quedó a la deriva en la piecita lóbrega y hedionda; en el silencio siseaban las ratas.
Tanteó para volver a salir; esperaría el alba para buscar ayuda; tal vez caminando, saltando, pudiera sobrevivir al frío y al miedo.
De pronto, su cabeza golpeó contra la puerta… nuevamente cerrada. La oscuridad sangrante estalló en su cerebro.
Todavía pudo escuchar los rígidos pasos del zombi descarnado; un portazo metálico, un arranque… La camioneta se perdió en el horizonte del amanecer. Las ratas lo arrastraron al armario y una ráfaga misteriosa lo encerró a la espera de otro viajero desprevenido… o de la muerte.

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