Empapado y aterido, el hombre abandonó el barco encallado en
el islote. Era urgente alejarse del oleaje; la tormenta no amainaba y el mar
rugía. Avanzó sobre las rocas en busca de cobijo, a veces saltando, otras
cojeando; sólo una de sus sandalias permanecía fiel, ceñida al tobillo.
De pronto resbaló y cayó de espaldas.
Casi en simultáneo escuchó el crujido de su cráneo y las
voces angelicales que lo recibían en el Paraíso: ¡Feliz Navidad, alma bondadosa
y valiente! ¡Reposa entre los justos!
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