Nadie parecía preocuparse de la apariencia de Teresita
Pérez. A su alrededor, los otros
empleados del Banco, y el público
seguían esperando, escribiendo, pagando, firmando.
¡Pobre tonta Teresita! Iba superando, psiquiatra de por
medio, su traumática aventura. Había crecido y mudado a la ciudad, pero estaba
llena de angustia.
La llamé a la Gerencia
y señalé con mi mano llena de anillos su ridículo sombrerito rojo:
—¡Quíteselo inmediatamente!— rugí.
— Es inadecuado para atender la Caja.
Me miró fijo; no
abrió la boca, pero sé que la dejé aterrorizada, llorando por dentro. ¡Cómo temblaba ante mis manazas
peludas y mis ojos fulgurantes!
«No puede ser el Lobo», pensó confusa, mientras destapaba su moderna melenita
brillante.
Que no se admitiera su caperuza le parecía una blasfemia. Le
había prometido a su abuela que usaría siempre el tocado tan conocido y
llamativo.
Yo me dispuse a saborear la golosina de su miedo y su ñoñez; pelé un chocolate y me relamí los
bigotazos.
—Mmmm— dije con la boca llena.—Y
ahora, retírese, señorita Pérez.
Se volvió temblando sobre sus tacos aguja. Estiró su
minifalda negra y se alejó por el pasillo. Ella estaba sintiendo que yo
codiciaba sus suaves caderas.
Volvió al salón y guardó la caperuza en su box. Después ocupó su puesto, tironeada entre mi
agresividad y la cercana presencia de tanta gente ajena a su vida. Las
pantallas de las computadoras absorbían
la atención del personal; los clientes contaban billetes, dialogaban con los
asesores y se retiraban; parecía un día más.
«¡Qué satisfacción pisotear tanta
ñoñería!» me dije.
No veía las horas de llamarla otra vez.
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