domingo, 11 de marzo de 2018

Mirándome


(Texto redactado en 2016, para Territorio de escritores)
Soy una viejita distraída y bastante sorda que pierde los anteojos y los encuentra en la heladera; que se enreda con el teclado del celular, y no tiene problemas para ir vestida como quiere y despeinada a donde se le antoja. 
Y que no sabe de un gozo más grande que este frecuente whatsapp: “Abu, hacenos un cuento para cantar, que vamos esta tarde a tu casa.”
Bien; por lo menos soy realista.
Al objetivo, entonces: autorretrato
Soy una linda planta que ha crecido a fuerza de “adelantes”, “permisos”, “disculpas” y “muchas gracias”. 
Lo mismo que cualquiera, soy única, mortal y perfectible. Mi sueño de inmortalidad está en los frutos del árbol de mi vida; y no hay árbol si no hay fecundación, contacto; si hay demasiadas piedras de caprichos, y demasiados yuyos de pereza. 
Creo que lo mejor de mí, es la voz de mi conciencia; ella regula mis impulsos y me da energía para seguir creciendo.
Me defino maestra y artista; tal vez las dos palabras suenen a soberbia, pero son verdades. He sido y soy docente de por vida; pero fui modelando los ímpetus de rehacer el mundo a mi manera; a veces no fue fácil, pero aprendí a escuchar, a observar, a esperar los tiempos y las ilusiones de los otros; a rechazar la violencia y a aceptar que existe lo imposible..
Y soy artista, porque soy creativa: pongo mi voz en la música, en las letras, en el jardín, en la cocina… y en el amor a mi familia: mi marido, mis hijos y mis nietos.
Así voy abriendo desagües en mis propias macetas, para que no se ahoguen mis raíces,Mirándome

jueves, 22 de febrero de 2018

Poema para una imagen




  • I) Bate el mar en la costa su llamado,
  • su incesante caricia milenaria;
  • y la tierra, eterna adolescente
  • inflamada de soles, se alboroza,
  • y se hace madre de árboles,
  • de los mismos que albergan nuestra historia.
  • II) Baten mis manos el parche
  • de mi tambor de madera.
  • Baten tus pies, en la danza,
  • tu cadera adolescente.
Palmera entre las palmeras
respondes a mi llamado
como la costa al océano.
Y muy cerca, a la sombra del castaño,
espera mi cabaña de madera.
Allí somos los dos, de mar y tierra;
vida bullente, savia de los hijos,
savia de árboles nuevos.
III- Y ahora vamos llorando, en la barcaza,
fugitivos del mar y la violencia.
Arrancados de cuajo, somos árboles
portadores de historias y de sueños,
¿Habrá otra tierra para que podamos
arraigarnos en paz, vivir sin miedos?
¿Habrá para nosotros un regreso
aunque la madre esté tan lejos, tan ajena?


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EN EL CIRCO (Poesía)



¡Sorpréndeme otra vez, carpa del circo,
dromedario sentado en el baldío!
Presa de la nostalgia, 
la vejez me zambulle
en la inefable distracción que me prometes.
Y me gusta sentir cómo me invade
la paz de mi inocencia
mientras trepo la escarpada gradería
que me acerca a los sueños.
Aquí veré de cerca al saltimbanqui
Y a la volatinera tan deseada
que vuela de la soga hasta el trapecio
como una mariposa colorida.
¿Cómo puede existir algo tan bello
bajo esta vieja lona agujereada?
Cuando suena el telón de los tambores
me sacudo el ensueño y voy bajando,
como por un acantilado
en busca de un payaso badulaque 
que me haga reír a carcajadas;
así me alejaré por un momento,
entre sueños y aplausos, 
de la demencia injusta e inhumana
que espía amenazante nuestros pasos.

RETO Nº 70: EL JUEGO DE LAS PALABRAS- 2016. (Territorio de Escritores)

jueves, 8 de febrero de 2018

Gabriela


Desde niña disfruté los poemas de Gabriela Mistral; finalizando el secundario supe de su notable carrera como pedagoga y de su añoranza de la maternidad que le negó la vida. Me permito, entonces, jugar un poco con su biografía: inventar episodios, re interpretar lo que puedo saber de ella en la Red, y recrear una Gabriela que quiebra mi voz cuando les canto a mis nietos: “Es verdad, no es un cuento/ hay un Ángel Guardián/  que te toma y te lleva como el viento/ y con los niños va por donde van”.  

Toda la tarde, Lucila había jugado  a la ronda con sus vecinas: “Aserrín aserrán/ piden queso, piden pan”. Las hojas del otoño modulaban en medio del ritmo infantil.
Pero ya era hora de entrar a casa; pronto haría frío.  Anochecía y empezaban a titilar las estrellas.  El canto infinito de las olas llegaba mortecino desde la playa cercana. A través del vidrio cerrado, ella miraba el cielo bordado de luces e improvisaba canturreando:
“Los astros son rondas de niños/jugando la tierra a espiar...
Los trigos son talles de niñas /jugando a ondular..., a ondular...
Los ríos son rondas de niños/ jugando a encontrarse en el mar...
Las olas son rondas de niñas /jugando la Tierra a abrazar...”
Mamá escuchaba desde la cocina:
 —¿Quién canta? —preguntó. —¿Lucila o Gabriela?.
Era el juego de todas las noches; Lucila inventaba poemas y canciones y mamá los escribía en un cuaderno precioso, lleno de flores y haditas. En cuanto Lucila aprendiera a escribir, lo haría sola.
 ¿Y por qué Gabriela? Lucila había elegido su pseudónimo: Gabriela, la mensajera;  y la mamá había sugerido Mistral, para el apellido. “Mensajera del viento”, explicaba Lucila a su familia; “el Mistral es un viento molesto y frío, pero suena bonito”.
Lucila vivía una infancia feliz; no la envanecía su talento; jugaba, trepaba, corría; se sabía amada y mimada por la vida.
Pasaron los años. Empezó a publicar y el mundo aplaudió su poesía clara, elegante y alegre. Y jerarquizó su pseudónimo: “Es Gabriela, por el italiano Gabriel  D’Annunzio, y Mistral, por Fréderic Mistral, poeta occitano”. ¡No importa! Su voz siguió corriendo como el viento, llena de mensajes claros y emotivos.
Un día llegó  el amor; después,  la esperanza frustrada de un hijo; y el desencanto y el suicidio del amado.
Desesperada, Lucila estaba sepultando a Gabriela…  Lucila se resistía al paisaje sereno de sus versos.
Pero todo tiene su tiempo para madurar; un día, el dolor floreció en poemas.
Y entre lágrimas, algunas rabiosas, otras nostálgicas, muchas esperanzadas, le escribió a la muerte, al vacío (“El viento hace a mi casa su ronda de sollozos/ y de alarido, y quiebra,/como un cristal, mi grito”) ; a los niños de pies descalzos (“Piececitos de niño, /azulosos de frío, /¡cómo os ven y no os cubren, /Dios mío!”);   al  hijito que se acurrucaba en sus recuerdos y al que sentía latir en cada niño (“¡Un hijo, un hijo, un hijo! /Yo quise un hijo tuyo y mío/, allá en los días del éxtasis ardiente, /en los que hasta mis huesos temblaron de tu arrullo /y un ancho resplandor creció sobre mi frente”)…
Gabriela Mistral vivió intensa y serenamente su solitario periplo: audaz  pedagoga autodidacta, embajadora, literata; primer Premio Nobel de Literatura para una mujer latinoamericana.  
Cuando repaso su historia o me estremezco con su luminoso sentir,  digo con Bécquer: “Poesía eres tú”.


lunes, 29 de enero de 2018

(de Ariel Victoriano) Desde el otro lado

 ¿Qué puedo decirte desde aquí? desde donde no me podés escuchar. Hay un tabique en el tiempo que está muy firme al lado de mi cama, un antes y un después que no puedo remover. Me impide ver al otro lado y quedo confinado, aquí, en una zona blanca, yerma, quedo aislado en una tersa nube de claridad.
   Tengo los brazos quietos al lado de mi cuerpo, la cama se parece a un féretro inamovible que me mantiene quieto, inmóvil. No tiene adornos ni asas para permitir el transporte de mis huesos, que, supongo encalados cuando observo mi recubrimiento casi transparente atravesado por pálidas venas azules. Tengo la piel adherida a las partes óseas, ya casi me he convertido en un cadáver.
   No exagero, casi me he consumido. Pero mantengo intactas todas las sensaciones, menos el gusto. Puedo sentir el frío del aire quieto en la habitación estéril. Es muy difícil poder pensar en cosas lindas para decirte porque te veo poco y debo recurrir a la memoria que se apaga lentamente. Seguro que recuerdas el crepúsculo que vimos juntos aquel día, en la Casa Blanca, en Punta Ballena, cuando la bola de fuego se escondía entre las hilachas de las nubes y, se hundía lentamente en el horizonte del río.
   Y, por supuesto, tampoco puedo escribir. No me lo han prohibido, no, pero mi sistema nervioso se ha desconectado. Por eso me es imposible, además, poder brindarte una caricia, ni siquiera la que tenía en mente antes de que ocurriera el trágico suceso que me ha traído hasta aquí.
   Aunque no me lo han dicho hay algo que no funciona bien dentro mío y, hace que, aunque mis oídos oigan, no pueda hacer gestos ni girar el rostro. Quisiera ofrecerte los labios para que me des un beso. No podés darte cuenta, cuando estás a mi lado, el esfuerzo que hago para hablarte, pero ni siquiera alcanzo a girar mis ojos para que repares en la tristeza que me invade. Por lo tanto, estás muy distante, tanto como la estrella del universo más cercana al pequeño mundo de encierro que son los límites de mi cuerpo. Ni siquiera mis ojos me obedecen. Estoy encerrado en mi propia cáscara. No sé hasta qué punto me puedo considerar vivo todavía.
   Las personas de guardapolvo que vienen a verme a diario con cofias y guantes color crema, con instrumentos y agujas, a veces me hablan y esperan que responda, pero no tienen suerte. Ya he intentado hacerlo muchas veces. Ahora ya he desistido y me abandono sin remedio al aislamiento. Me he resignado a dialogar conmigo.
   Cuando me venís a ver, a vos también te exigen el protocolo de la vestimenta y, eso me acongoja. No podés conocer mis respuestas a las preguntas de tu mirada, pero si pudieras oír mis gritos interiores te pondrías contenta porque aún puedo percibir los estímulos del amor. Las cosquillas que me recorren el pecho cuando te veo son reales, aunque no la registren todos estos aparatos que nos rodean, con relojes indiferentes y luces de colores álgidos que hacen más patético el sitio en el que me tienen confinado sin remedio.

   Porque en realidad ya no hay regreso para mí. He tenido el último episodio, he cruzado un umbral del que no se vuelve. Asisto a una nueva angustia que me corroe la mente y me aleja del ámbito de tu corazón. Te siento lejana, cada vez que venís, todos los lunes, a sentarte a mi lado. Advierto cómo me mirás, cómo me acariciás con tu mano que pasa suave sobre la mía, cómo se te caen las lágrimas casi sin que te des cuenta.
   Si hubiese alguna ventana en el tiempo que transcurre, si tuviésemos algún instante, pequeño, para decirnos algo, seleccionaría mis mejores frases, las más lindas que tengo, para tocar tu corazón, sin que se hiele, aunque solo sea para ver el esplendor de tu sonrisa.
   Pero los he visto y he escuchado a estos gélidos hombres de blanco que murmuran al pie de mi cama, con los rostros endurecidos y abrumados, más por su fracaso para sacarme de aquí que por lo que yo significo para vos.
   Y no saben que yo escucho todavía. Ya sé que casi he llegado al lugar al que todos arribamos, nuestro destino inapelable, la orilla en la cual el mar de la vida deposita nuestra existencia para siempre. Pero, escuchame, no te maltrates, no vale la pena sufrir por lo que no tiene remedio.
   ¡Ha sido tan hermoso haberte conocido! Todavía recuerdo la primera vez que nos vimos. Hay días en la vida que son mágicos, tienen más dimensión que los otros que pasan al costado, los que la corriente monótona de un arroyo hace murmurar entre las piedras. Pero ese día, ¡qué bien que lo recuerdo!; el sol brillaba de otro modo, los pájaros de Palermo cantaban estridentes, el río se agitaba alegre moviendo las caderas en su baile contra el Muelle de los Pescadores. Buenos Aires se hamacaba bajo su cielo de gloria porque había nacido una nueva felicidad, una nueva delicia se sumaba a su historia derrotando a la desdicha, a las innumerables pasiones contrariadas de los porteños. La Dama Fluvial revive su esperanza con fortunas como la nuestra. Se alimenta del néctar de los amantes para aliviar las condenas de los miserables desgraciados, de los torturados que vienen a buscar el sustento a la Costanera en los días pesarosos.
   Desde aquí no puedo ver el cielo que está por encima de los techos del hospital desierto y callado. El afuera me está vedado. Mi lecho se encuentra muy lejos de la ventana y, además, la veo alta. Ni siquiera la atraviesa el brillo de algún astro frío, de esos que transitan el firmamento cuando cae la noche. La luna no pasa por ahí. El encierro me deja inaccesible, alejado e irreparable, un juguete roto recluido en la celda del recogimiento.
   Mi reloj se va a detener de un momento a otro y, no tengo manera de dejarte las palabras que he pensado para vos, las más bellas. No sé si alguien te las podrá hacer llegar, no se me ocurre el hay modo de que salgan del cofre del pecho. Quisiera decirte adiós, pero ni eso me permite mi cuerpo.

   Tendrás que ser vos la que vengas aquí a despedirme cuando llegue mi ocaso. Tratá de que sea en un día soleado, no me demuestres la pena de tu alma, decime algo lindo y, solo levantá la mano al irte. Mirame a los ojos antes de desaparecer por esta puerta que va a permanecer muda, dejame que tu recuerdo se duerma en mi memoria hasta que se apague para siempre.

LA ODISEA DEL JUBILADO


 


—¿Disfrutando?— me preguntó el marinero .—¿Quiere ver las sirenas?
Era un tipo extraño para los estándares de la tripulación del yate. Había algo frágil y danzarín en su marcha y una cierta chispa de picardía en su mirada. Y esa conducta despreocupada, irreverente hacia el pasajero…
No lo recordaba, pero tampoco me preocupé demasiado; si bien el barco era pequeño y la tripulación escasa, no era probable que uno conociera a todos los marineros.
Me guiño un ojo y siguió su camino, mientras yo me repantigaba en la hamaca para llenarme de silencio e inmensidad.
Estaba anocheciendo. Pronto servirían la cena. Mis compañeros de viaje empezaban a dejar la cubierta para cambiar las mallas y bermudas por trajes formales.
Este viaje era mi sueño de oficinista viudo y jubilado; mi duelo había terminado al salir del cementerio; ya fuera reposando y disfrutando paisajes o corriendo aventuras, había que seguir viviendo; mejor si había sirenas.
Desde el mar subían aromas limpios y sonidos adormecedores; todo mi cuerpo se abandonaba al antiguo encanto de la cuna.
Sopló un viento suave; el canto del agua se hizo más intenso y posesivo.
Curiosamente, volvieron a chistar las zapatillas del marinero; esta vez se dirigía al área de los botes; otro saludo fugaz, otro guiño, y un consejo: “Escúchelas bien. Noche sin luna. Noche de sirenas…”.
«Sirenas, sirenas…» cavilé somnoliento. «Ya sé que las sirenas son mentirosas y embaucadoras; también sé que no existen»…
De pronto, el canto se trocó en lamento. Sobresaltado, dejé la hamaca y me asomé por la borda. Algunas sombras sugerían riscos en la playa cercana. Ahora los sollozos alternaban con trinos y risas.
Nadie más parecía conmovido por el misterio. Tal vez no llegaban las voces a los camarotes donde se duchaban y perfumaban los huéspedes.
Era extraño; me inclinaba fascinado, como si me abriera a las leyendas. La música ganaba en cálidos vibratos, sin aumentar su intensidad. Pura adrenalina demandante, asfixiante. ¿Acaso las sirenas estarían sentadas esperando navegantes incautos o pasajeros adormilados?
De la nada, apareció el marinero en medio del océano. Piloteaba un salvavidas fluorescente y me llamaba con gestos excitados.
Mi propia alma me catapultó al mar y animó mis brazadas hacia el bote cada vez más alejado de mí, cada vez más cercano a la costa. Me pareció que iba al garete.
«Pero yo lo vi. ¿El marinero no subió al barco, entonces? ¿Qué habrá sido de él?»
Una bruma dorada envolvió el bote vacío. Seguí mirando, absorto, cada vez más relajado, casi un tronco flotante. Y fui testigo de la metamorfosis: una sirena dorada emergió de la bruma; sobre sus sinuosos cabellos chispeaba el casquete del marinero, a guisa de corona. De pie en el barquito, me llamó con movimientos envolventes, señalando hacia sí misma y hacia el fondo del océano.
Me invadió una pereza fría y voluptuosa, y sentí que me hundía para siempre.