Desde niña disfruté los poemas
de Gabriela Mistral; finalizando el secundario supe de su notable carrera como
pedagoga y de su añoranza de la maternidad que le negó la vida. Me permito,
entonces, jugar un poco con su biografía: inventar episodios, re interpretar lo
que puedo saber de ella en la Red, y recrear una Gabriela que quiebra mi voz
cuando les canto a mis nietos: “Es verdad, no es un cuento/ hay un Ángel
Guardián/ que te toma y te lleva como el
viento/ y con los niños va por donde van”.
Toda la tarde, Lucila había jugado a la ronda con sus vecinas: “Aserrín aserrán/
piden queso, piden pan”. Las hojas del otoño modulaban en medio del ritmo infantil.
Pero ya era hora de entrar a casa; pronto haría frío. Anochecía y empezaban a titilar las
estrellas. El canto infinito de las olas
llegaba mortecino desde la playa cercana. A través del vidrio cerrado, ella
miraba el cielo bordado de luces e improvisaba canturreando:
“Los astros son rondas de niños/jugando la tierra a
espiar...
Los trigos son talles de niñas /jugando a ondular..., a
ondular...
Los ríos son rondas de niños/ jugando a encontrarse en el
mar...
Las olas son rondas de niñas /jugando la Tierra a
abrazar...”
Mamá escuchaba desde la cocina:
—¿Quién
canta? —preguntó.
—¿Lucila
o Gabriela?.
Era el juego de todas las noches; Lucila inventaba poemas y
canciones y mamá los escribía en un cuaderno precioso, lleno de flores y
haditas. En cuanto Lucila aprendiera a escribir, lo haría sola.
¿Y por qué Gabriela?
Lucila había elegido su pseudónimo: Gabriela, la mensajera; y la mamá había sugerido Mistral, para el
apellido. “Mensajera del viento”, explicaba Lucila a su familia; “el Mistral es
un viento molesto y frío, pero suena bonito”.
Lucila vivía una infancia feliz; no la envanecía su talento;
jugaba, trepaba, corría; se sabía amada y mimada por la vida.
Pasaron los años. Empezó a publicar y el mundo aplaudió su
poesía clara, elegante y alegre. Y jerarquizó su pseudónimo: “Es Gabriela, por el
italiano Gabriel D’Annunzio, y Mistral,
por Fréderic Mistral, poeta occitano”. ¡No importa! Su voz siguió corriendo
como el viento, llena de mensajes claros y emotivos.
Un día llegó el amor;
después, la esperanza frustrada de un
hijo; y el desencanto y el suicidio del amado.
Desesperada, Lucila estaba sepultando a Gabriela… Lucila se resistía al paisaje sereno de sus
versos.
Pero todo tiene su tiempo para madurar; un día, el dolor
floreció en poemas.
Y entre lágrimas, algunas rabiosas, otras nostálgicas,
muchas esperanzadas, le escribió a la muerte, al vacío (“El viento hace a mi
casa su ronda de sollozos/ y de alarido, y quiebra,/como un cristal, mi grito”)
; a los niños de pies descalzos (“Piececitos de niño, /azulosos de frío, /¡cómo
os ven y no os cubren, /Dios mío!”); al hijito
que se acurrucaba en sus recuerdos y al que sentía latir en cada niño (“¡Un
hijo, un hijo, un hijo! /Yo quise un hijo tuyo y mío/, allá en los días del
éxtasis ardiente, /en los que hasta mis huesos temblaron de tu arrullo /y un
ancho resplandor creció sobre mi frente”)…
Gabriela Mistral vivió intensa y serenamente su solitario
periplo: audaz pedagoga autodidacta,
embajadora, literata; primer Premio Nobel de Literatura para una mujer
latinoamericana.
Cuando repaso su historia o me estremezco con su luminoso
sentir, digo con Bécquer: “Poesía eres
tú”.
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