Esmeralda
La
primera vez, entré a limpiar los vidrios
de la salita, su oficina y dormitorio ocasional. El patrón, repantigado
en el sofá, fumaba una pipa; yo lo miré, apenas.
— Con permiso, patrón.— Y entré cargando balde y
estropajo.
—¿Vos sos Esmeralda?— preguntó en medio de una nubecita de humo.
—Sssiii,
patrón.
Era un hombre parecido a cualquier otro de los
alrededores: moreno, corpulento, pero no fuerte; y medio enfermo de comilonas y
tabaco. Pero tenía un destello de distinción en su
ropa, su peinado, su modo de hablar. Era el patrón, el amo. Catorce años tenía yo; él, más o menos
cuarenta.
Se paró, altísimo, junto al escritorio y me clavó sus
ojos achinados:
—Es-
me- ral-da ¿Conocés las esmeraldas?—Mostró
el anillo que refulgía en su mano; la piedra guiñaba oronda; la miré curiosa, y me pareció muy bella.
—Podría regalártela, algún día, si te portás bien. Vale sus buenos pesos.
—No,
señor. Yo gano mi sueldo. Los regalos no son para mí— dije en voz baja, y le di
la espalda, para iniciar la tarea.
Como
si no me hubiera oído dijo: —No sos nada fea, vos. Buenas formas. ¿Tenés novio, o marido?
—Emm
… ¡No, patrón! Soy muy chica… Y…
Aunque estaba avisada por mi gente y por mi
instinto de sierva, no lo sentí llegar: sólo una de sus manos en mi pecho, y la
otra por debajo de mi pollera, me avisaron que estaba detrás, y que yo era cosa
suya. Hurgó, manoseó, desnudó… Yo
sollozaba, pero tenía…¿ miedo de escaparme, de gritar?, ¿curiosidad ansiosa? Lo
dejé a su antojo, como si él fuera un médico que tenía que hacerme doler, gemir
y sangrar…¿porque yo estaba enferma,
sucia, tal vez?
«Sucia,
seguro» como decía mi ‘mama’; porque entre jadeos y besos el miedo y la
vergüenza se me iban yendo, en una llamarada cálida que me recorría hasta el
alma.
Mi cuerpo y el suyo me revelaban sensaciones
desconocidas hasta entonces; y mi alma se despojaba de intuiciones y enseñanzas
de infancia; «Las mujeres limpias son del marido; y no disfrutan con “eso”; se lo aguantan.» decía mi madre; supe que no era así, que
podía sentirse agradable; y que un amo era un amo: descubrí a la vez el odio y la lujuria.
De
pronto, me soltó.
—Andá,
Esmeralda, andá nomás, —dijo con voz grave y fatigada— Una piedra preciosa para
mi joyero. No dejaré que nadie más te
engarce.
Lo
miré de frente. Como debía hacerlo, por
mi propio respeto, escupí a sus pies;
después acomodé mi ropa y mi pelo, y me fui a paso cansino hacia el patio del
fondo, mientras lo escuchaba silbar.
En
la pieza de servicio, Amalia me encontró llorando. La cocinera no necesitó que
le contara nada; me acarició la cabeza; hizo que me lavara y me trajo un té .
—A
todas nos ha pasado, con el padre, o con él;
a nadie le extraña, ni hay forma de evitarlo; necesitamos el trabajo,
¿no? Por lo menos vos no te vas a quedar embarazada; es estéril.
Pobre
Amalia; suponía que me consolaba en la deshonra y la vergüenza. Yo seguía
llorando, porque no estaba del todo bien
lo que me pasaba; pero tampoco quería que dejara de hacerlo: era una fuerza
nueva en mi persona, en mis ideas y en mi cuerpo ; yo quería ser su Esmeralda vibrante
y… la dueña del precioso anillo.
Durante algunos días fue como un fantasma encarnado. Pasaba sin verme ni hablarme; pero yo sentía
que me rondaba como el aire, y me requería dentro del alma. Había sembrado en
mí el anhelo de su presencia y de su energía; y la ambición de la joya; pasaba
cerca, hecho voz, sombra, portazo. Entonces,
de repente, pidió que le sirvieran
su café
en la salita; y allí estaba ,
corporizado, potente, dominante: el amo .
Así,
durante veinte años, me hizo saber que le pertenecía, aunque yo lo escupiera,
lo arañara o le arrancara mechones de pelo y de barba; era mi papel en el
escenario. Siempre muda, siempre dispuesta y deseándolos a la vez, a él y a su
esmeralda.
—Esmeralda;
cálida, bella y brillante. Sí que te portás bien, Esmeralda, — ronroneaba sobre
la alfombra, mientras yo le alcanzaba su ropa antes de volver a mi cama. —Habrá
que darte un premio algún día.
Después
volvía a ser el fantasma indiferente, desparramado en su sillón, o galopando
entre sus peones.
La
vida en la casa parecía apacible; pero vibraba una niebla de rutina y
desinterés que envolvía el ambiente silencioso. Durante el día lo escuchaba llegar y llamar a Laura, su esposa; los oía discutir
elegantemente en el salón, siempre pulcros y correctos; los veía salir, cada
cual en su coche; y a él lo escuchaba volver, llamar a mi puerta y encerrarse sin más en la salita; sabía que lo
había oído. Yo nunca le fallé.
Pero
sí le falló el corazón, una noche cualquiera, cuando terminaba de vestirse; y entonces le apreté la almohada contra la
cara para que se muriera de una vez. Sólo cuando cesaron sus estertores noté
que no tenía puesto el anillo.
Cuando
volvimos del cementerio, Laura revolvió la pequeña habitación; buscaba entre
los libros y las carpetas, en los cajones, entre los almohadones del sofá.
—¡Nada!— rezongó sin perder su elegancia. —¡Bah! A mí me sobran
joyas. Que le sirva de veneno a la que herede esa esmeralda. ¡Maldito farsante
presumido!
Y me mandó a limpiar y
cerrar la salita.
Todavía no sé si era su espíritu o la
cortina, pero desde la ventana me llegó su voz: «Es tuya, Esmeralda; ahí
está; fijate.»
«Ay, Virgen Santa, San Roque,
un fantasma»;
desgrané temblando mi letanía , marcha atrás
hacia la puerta.
«Bah; tantos santos; es tuya;
sin rencores; siempre te portaste bien y yo no; nadie se muere el día antes»
Medio alelada sacudí la alfombra; entonces la vi brillar;
y me la acerqué bien a los ojos para cerciorarme; yo, la buena Esmeralda,
encontré el anillo en aquella hendedura del parqué; y me la guardé en el delantal. «¿Quién sino yo podría reclamarla?»
Pasaba la noche sin que hubiera podido dormir. El sombrío
fantasma de la culpa revoloteaba sobre
mi cama y, como un mosquito, siseaba alrededor de mi cabeza.
Al amanecer, cansada de espantarlo con recuerdos y rezos,
lo metí bajo la almohada, junto a la
esmeralda, para asfixiarlo otra vez. Y
esa tarde renuncié y me fui para siempre… con la esmeralda que, por supuesto,
no respiraba, pero brillaba burlona y feliz.
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