Aquella noche sentí que el Eterno me necesitaba
para brillar como Todopoderoso: «Aquí no cabe la vanidad». Yo estaba lleno de
Ira, Envidia y Avaricia. Mi Señor era
mío y yo no iba a permitir que otros, ángeles o no, disfrutaran de Él.
Me cansé de la paz de los Cielos, y me negué a adorar alguna
vez a un hombre: no podía haber hombres
divinos. Me arrojaron al vacío. «Aquí
no cabe la Soberbia».
Mientras
saltaba.
Mientras iba cayendo, mis esencias se desprendían sobre
la Creación por nacer. Sobre todos los hombres. Tenía en mí mismo las
herramientas de mi venganza: la Gula, la Lujuria y la Pereza.
Ellos dos venían paseando por el Edén. ¡Eran tan niños, tan
ingenuos a pesar de sus desnudos cuerpos
adultos! No sabían hacer nada sino gozar. Vivían perezoza y lujuriosamente, para
gozar y gozarse.
Tomé una fruta. No
recuerdo si era una manzana o un tomate.
La luz del mediodía le prendió brillos refulgentes que compitieron con
los de mi piel de esmeralda. Se las ofrecí.
Sin vacilar, la rechazaron. Ni un cuestionamiento, ni una duda: “El Señor
lo ha prohibido”.
Me reconocí, angelito obediente y dócil, mimado por el Amo. ¡Y
me sentí tan malo, tan vacío de su presencia!
Y empecé a silbar en la brisa. «¿Por qué no? ¿No sois hijos? ¿No sois dueños?
¿Para qué quiere ël este arbolito igual a cualquier otro? ¿Y si un día lo
necesitáis?
Percibí la nueva dimensión en los ojos; sentí la respiración maravillada por el
descubrimiento; los pensamientos
despertaban; la inteligencia maduraba y florecía.
Me retorcí bailando sobre la rama; los vaivenes de mi cuerpo
encendieron los suyos y cegaron su humilde, ingenua obediencia. Mientras se
poseían y se reconocían desnudos, mientras saboreaban la fruta hasta hartarse,
mientras se desplomaban en el césped, vislumbraban cuánto más podían tener si n
necesidad de la amorosa y constante vigilancia.
¿Que me castigó a arrastrarme por el suelo? ¡Pero… si así me
creó!
Y lo de hoy activó su
profético mandato: “Creced y Multiplicaos”
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