Afuera la noche está helada y las ramas resecas y retorcidas
blanquean bajo la nieve y la luna.
Una silueta imprecisa avanza entre volando y patinando hacia
la casona.
La he preparado para recibirlo. Algunas nimiedades: polvo en
los rincones, vidrios salpicados... No hará falta encender el hogar ni las
luces; el corazón es más fuerte. En realidad, no se necesita más que este
polvoriento salón para el encuentro.
Cuando percibo que el fantasma de afuera ha traspasado las
paredes, cuando me llegan sus primeros ayes y el aire me aletea en la cara,
levanto la cruz que tengo entre las manos y grito:—Dios te ha perdonado. Yo te
perdono. Descansa en paz.
Afuera, unas campanadas lejanas. Adentro, un gemido; y dos
aves inesperadas que atraviesan la ventana y vuelan entre sorprendidas y
felices.
Y yo yazgo en el suelo de ladrillos, con la cruz clavada en
mi pecho.
El mismo corazón que él había ido destrozado poco a poco,
durante años lo ha redimido y liberado.
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