I-
Josiri- bure (valiente y libre, significa este nombre),
de catorce años, había corrido por la
sabana, durante varias jornadas; vencería los desafíos iniciáticos que le
permitirían considerarse hombre, cazar, armar una familia. Durante toda la
carrera escuchaba, a lo lejos, los tambores de la tribu, y se sentía tan seguro
como el niño que dejaría de ser, y el hombre que sería. (Los tambores resumen
todas las voces, pasadas y presentes: el Candomblé).De pronto, la red de los negreros le cayó encima; intuyó su destino y luchó por escapar; pero los mosquetes y los palos lo vencieron. Lo habían atrapado y lastimaron su alma.
Durante meses sobrevivió en la bodega inmunda de un viejo galeón, encadenado a la pared, espalda con espalda con otro prisionero. Allí había mucha gente; pero no había tambores; faltaba la voz de Olorun, El Alma del Clan, el poder unificador que invitaba a cantar y bailar la vida.
Asustados, perdidos, estaban como muertos; nunca se miraban ni hablaban. Era como si no escucharan los llantos ni los gemidos; como si no percibieran el chasquido de los cuerpos que eran arrojados al mar.
Los sacaban, a veces, a cubierta: unas bocanadas de aire puro… un baldazo de agua salada sobre la mugre de los cuerpos…una galleta seca…
Cuando volvía a su lugar, Josiri-buré lloraba mucho, tanto por su gente y sus sueños, como por el cielo y el aire de África que había perdido. Y porque sentía, sobre todo, la soledad sin tambores.
II- Pero un día, Josiri-buré comenzó a sentir al mar que repicaba contra la pared; una vez, otra vez; y ese tambor del agua lo llamaba; le tocaba el corazón.
Preguntó canturreando: — ¿Olorun?, ¿Yemanyá? Y empezó a escuchar que otras voces cantaban su mismo rezo.
Una dulce y maravillosa revelación lo deslumbró: ¡Era Olorun, El Alma del Clan!
En sordina, Josiri-buré comenzó a golpear las manos sobre los muslos; sintió tamborilear sus pies encadenados…
—Aquí estás, Olorun; no estamos solos; despierten, hermanos, el candomblé está aquí— cuchicheaba, susurraba, decía, en creciente exaltación.
Sus voces y palmadas aleteaban en la bodega; invitaban a reencontrarse en el candomblé. Ahora brillaban algunas sonrisas en la oscuridad de la bodega.
El sonido del mar era enérgico y dulce a la vez; despertaba la conciencia de hermandad en medio de la degradación: no estaban abandonados; había un horizonte, aunque no podían verlo.
«Aquí estoy, Olorun, para que te vean y
te oigan».
—¡A callar o
habrá látigo!— gritaron desde
la cubierta.
¡Qué importaba! Sabía que ahora era el emisario del clan, un “orixá”; el responsable de mantener el tambor en repiqueteo, aunque tuviera miedo de los guardias.
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III- El 6 de enero de 1812, los guardias bajaron del barco a los esclavos,
sucios, encadenados y hambrientos. ¡Qué importaba! Sabía que ahora era el emisario del clan, un “orixá”; el responsable de mantener el tambor en repiqueteo, aunque tuviera miedo de los guardias.
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El ambiente del puerto estaba estremecido de tambores cercanos y canciones. Latía el “candombe” de San Baltazar, el Rey Mago Negro. Josiri-bure, escuchaba cantos y repiques y aunque no entendía las palabras estaba como arrebatado por la emoción.
— Aquí estás, Candomblé; te estoy oyendo.
Y comenzó la subasta. Los gritos. Los chasquidos. Las “carimbas” ardientes que algunos compradores aplicaban, todavía, a sus nuevos esclavos.
— Tengo miedo; aunque estás aquí, Olorun; te estoy oyendo; ayúdanos.
Lo compró un gallego cuarentón al que acompañaba su esposa, una mujer muy joven, que sollozaba, horrorizada por el espectáculo.
—¡Anda,
mujer! Son sólo esclavos… Bien que alivian las tareas y ayudan a vender los dulces… ¡No sé qué haríamos sin
ellos! ¡Vamos, sube!
IV- Llegaron al atardecer en la carroza familiar; desde el patio, un aroma de jazmines colmaba toda la casa; blanca de cal, negra de maderas relucientes.
Josirí estaba tan asustado como maravillado; los siguió hasta un aljibe.
—Dame
agua, Micaela— ordenó
el amo. Y al recibir el balde agregó:
— Hay que bautizarlo y limpiarlo.
Volcó el agua sobre las greñas
mugrientas y murmuró: —Baltazar, yo te bautizo… — Hay que bautizarlo y limpiarlo.
— Hay
que llevarlo a la Iglesia—
susurró ella, espantada— No es un chico moribundo.
— No seas majadera. ¿Gastar en un
bautizo por un esclavo? Ya se ocupará Fray Pedro cuando pase de limosna por
aquí— Le hizo una caricia apurada. — Encárgaselo a Casiana para que lo limpie y
lo “desburre”. Estoy muy atrasado hoy.
V- Chancleteando desde la cocina apareció una negra rolliza de cabellos casi blancos.
V- Chancleteando desde la cocina apareció una negra rolliza de cabellos casi blancos.
— Vamos — dijo; y tironeó del brazo a
Josirí— Vamos, Baltazar.
Y cuando Micaela y el amo entraron a una
habitación, Casiana se estremeció:
—Eres el orixá de Olorún— le dijo, solemne, en su
lengua natal.
Llena de fe, lo llevó al patio de los esclavos: — Es el enviado de Orixá— cantó entonces.
— Que
nunca se calle tu tambor—
corearon los demás.
Y Josirí Baltazar tomó el de uno de ellos, y
arrancó a repicar y bailar y cantar, como si estuviera otra vez con su familia.
En el salón sonaba un clave. Nadie en la casa
parecía sorprendido. Los amos hacían su vida, y los esclavos la suya.
—Aprende
pronto y no metas bulla—aconsejaban los otros esclavos.
—Aquí
somos familia.
Mientras lo descubría todo, con asombro de niño,
Baltazar Josirí- buré se hacía hombre, como había deseado.
Todos lo reconocían: —Canta, baila, candombea; eres un “orixa”.
—¡Hermano Josiri!… ¡Hermano Baltazar!…
—¡Qué hermoso, mi Baltazar! —suspiraban las nietas de Casiana mientras lavaban la ropa o cebaban mates.
—Buen hombre, este negro: trabajador, honrado, alegre— decían el amo y las damas.
—Es devoto en la misa y en el candombe— reconocía el cura.
VI- Se sacudían los cuerpos ansiosos. Revoloteaban pollerones coloridos. Estallaban a gritos las coplas chispeantes y procaces. Se mezclaban los cantos al Santo Patrono con alabanzas paganas:
“Festejan el seis de enero / la fiesta ‘e San Baltazar/, el santo más candombero/ que se puede imaginar”.
Era el 6 de enero de 1813; Baltazar Josiri- buré encabezaba el candombe de su cofradía.
No había perdido a África; África estaba creciendo con él, en el Río de la Plata. No sabía que muy pronto sería libre.
Repicaron las campanas. Los tambores comenzaron a sonar.
—¡Qué hermoso, mi Baltazar! —suspiraban las nietas de Casiana mientras lavaban la ropa o cebaban mates.
—Buen hombre, este negro: trabajador, honrado, alegre— decían el amo y las damas.
—Es devoto en la misa y en el candombe— reconocía el cura.
VI- Se sacudían los cuerpos ansiosos. Revoloteaban pollerones coloridos. Estallaban a gritos las coplas chispeantes y procaces. Se mezclaban los cantos al Santo Patrono con alabanzas paganas:
“Festejan el seis de enero / la fiesta ‘e San Baltazar/, el santo más candombero/ que se puede imaginar”.
Era el 6 de enero de 1813; Baltazar Josiri- buré encabezaba el candombe de su cofradía.
No había perdido a África; África estaba creciendo con él, en el Río de la Plata. No sabía que muy pronto sería libre.
Repicaron las campanas. Los tambores comenzaron a sonar.
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