Participante del Concurso "Raíces de Nuestra Córdoba- Caja de Jubilaciones de la Pcia.(Espacio Illia) - Julio de 2016
1- En 1948 yo estaba en segundo grado, y era el
único hijo y el único nieto, en mi familia; se imaginarán lo mimoso que era;
pero a la hora de cumplir deberes no había excepciones: la escuela, la iglesia,
la higiene, el respeto y los permisos no se negociaban.
Mi tía Dolores y la abuela Martirio vestían con ropa
sencilla y pulcra, pero casi no usaban cosméticos ni peinados raros. El abuelo
anunciaba a gritos su carácter de gallego aldeano y labriego. Llegados de España, se asentaron en San Vicente, un barrio de quintas y
granjas; cuando avanzó la urbanización, hacia 1925, desaparecieron muchos de
estos espacios; pero ellos siguieron
ahí, vendiendo los productos de la casa en un galponcito contiguo a su sencilla
vivienda. Mi papá fue al colegio salesiano San Antonio; la tía Dolores, al
Santa Margarita; ambos eran colegios privados, sin demasiadas pretensiones económicas, pero bastante exigentes en las
prácticas religiosas.
Mi mamá y mi
tía Beatriz usaban siempre “trajecitos sastre”, tacones y sombrerito,
iban a la peluquería a “hacerse peinar” y se pintaban. Las dos se habían
recibido de maestras en el Carbó, sabían tocar el piano y escribían
poemas. Vivían en el Centro, e iban a
Misa a la Catedral. Se reunían con amigos de “la Escuela” los domingos a la
tarde; iban al cine; a “La Oriental”, a tomar té con masas; a “El Plata”, a
bailar y tomar un refresco.
¿Cómo fue que Felipe, mi papá, se casó con “esta pituca de
Martita”? Porque tanto fastidió con el estudio que el abuelo accedió a que
fuera abogado, ya que era muy, muy inteligente; mi papá se fue alejando
despacito de las costumbres y las ideas de su casa; conoció gente liberal, se
aficionó al teatro, al cine y a las muestras de pintura; pero como no avanzaba
demasiado en la Universidad, mi abuelo le cortó los víveres: a trabajar; entró
al ferrocarril con el apoyo de sus antiguos compañeros de facultad, y
prosperó. Entonces se puso de novio y se
casó. Así llegué al mundo, en 1940, y produje, con mi seductora presencia, la
unión familiar de esta gente tan buena y tan diferente.
II- Y ahora vuelvo a este especial Jueves Santo
lleno de sol. La chacrita de la abuela Martirio irradiaba vida; mientras yo
disfrutaba los primeros minutos de pereza la escuchaba diciendo “pipipipipipí”
y sacudiendo la canasta del maíz para los pollos. El coro de píos y
cloqueos y el ladrido del Sultán, un
perro bravo, atado a la higuera, me llegaba a la cama; y también el aroma del
desayuno, que debía de estar preparando la tía Dolores.
Iba llegando
el final del ensueño; minutos más tarde,
la abuela me despertó canturreando y palmeando una copla antigua, seguramente
gallega:
“Levántate
pecador /no duermas tan descansado/no venga la muerte y te halle/ sin haberte
confesado”. Iba abriendo las ventanas de par en par, cosa de que la muerte se
alejara de un ambiente tan saludable; pero no se quedó tranquila:
—Hala, hala— dijo mientras me sacudía— La noche es para dormir y el día para ganarse el cielo.
¡Arriba!
Y no dejó de
revolver cobijas y acomodar zapatos hasta que me vio de pie, rumbo al baño.
Para mi
abuela, controlar la práctica cotidiana
de nuestras virtudes, era una misión
sagrada e irrenunciable; especialmente, la lucha contra la pereza y la
indiferencia religiosa.
Volví al dormitorio. Mi abuela se había
ido de ahí para que yo, un varoncito ya crecido (ocho años), pudiera
vestirme en privado como debía ser.
—Vamos—gritó desde el pasillo— ¿Por qué
tanta demora? Demasiadas atenciones para estos cuerpos de pecado.
—¡Mamá, por favor; es una criatura!— clamó la Tía Dolores, la hermana de
mi papá.
Cuando
esperaba la perorata sobre lo mal que nos educaban nuestros padres y
familiares, se abrió la puerta de calle: el abuelo y mi papá volvían de mi
casa, junto con la otra tía, Beatriz, la hermana de mi mamá.
—¡Papá! ¡Tía Beatriz!—
Corrí a abrazarlos, sobre todo a la tía, que me comió a besos; papá era siempre
sobrio en el saludo; los tres lucían correctísimos: la tía, preciosa como
siempre; papá y el abuelo con su traje
gris y su corbata azul oscuro. Pero el abuelo no perdía su aire rústico, tal
vez porque se había puesto una boina de pana y sus zapatos se notaban viejos y ajados.
—¡Ya nació! ¡Ya nació! ¡Una nena! ¡Todo bien!— coreaban a dúo, mientras abrazaban a la abuela
y a la otra tía.— ¡Un parto rápido y feliz!
—¿Un qué?—pregunté yo.
Dos “chist” enérgicos de las tías,
callaron las efusiones.
—Tenés una hermanita— dijo mi papá;
parecía contento; pero no me dio un abrazo, por supuesto: esas son cosas de
mujeres; al varón, nada de ñoñeces.
—¿Qué dijeron?— volví a preguntar.
—Eso, eso; que la cigüeña le dejó la
niña a tu madre en el patio; y que estaba feliz— se embarullaron las tías.
—Yo escuché “parto”— insistí, sin éxito.
—Tontas— rezongó por lo bajo mi abuela—.
Que nació tu hermanita, nada más; y me dio un besote, baila que baila conmigo,
mientras el abuelo batía palmas y sacudía la cabeza.
¡Pucha! Recién ahora caigo en la cuenta;
los abuelos no pensaban como los padres y los tíos. ¿Será porque los viejos
estaban acostumbrados a trabajar codo a codo con la madre y hermanas? ¿A verlas
parir en casa igual que veían parir a los animales? Toda una fabulería para escondernos lo más
natural del mundo.
—A desayunar— avisó la tía Dolores. Y
nos sentamos alrededor de una mesa fuerte y relavada; el desayuno era abundante
pero sencillo, y casi toda la comida era casera: pan, dulce de naranjas; la
leche, recién ordeñada y traída de los campos cercanos: veinte cuadras, a lo
sumo.
—¿Cómo se llamará? — le dijo la abuela a papá— .Piensa que ha nacido en Semana Santa:
Pascuala, Cruz, o Martirio, como yo.
Las tías se taparon las bocas con las
servilletas: papá lanzó una carcajada, pero la cortó por la mitad, ante la
fuerte mirada de su madre.
—
No lo sabemos,
todavía, viejita. Lo normal es que lleve
el nombre de la mamá, ¿no?
La abuela
bajó la cabeza y rezongó: “No se respeta nada, hoy en día”. Pero se le pasó
pronto. El abuelo había desaparecido; pero volvió a desayunar con su mameluco y
alpargatas, listo para la chacra.
—Bueno—determinó la abuela—, basta de
estar de ociosos; chicas, hay mucho que hacer;
a la tarde hay que ir a conocer a la nena y a hacer la visita a las siete
iglesias.
«Uuuh», recordé mientras levantaba las tazas y las llevaba a la
pileta. «¡Semana Santa!¡No hay clase hasta el lunes!».
—Siete iglesias, nada menos— rezongó por
lo bajo mi papá. —Mi viejita; la charlan
estos curas. Vengase conmigo y el Pedrito a conocer a la nena. Así Beatriz y
Dolores charlan a gusto.
—Aay—suspiró tía Beatriz— no traje ropa
de entrecasa, Dolores; no voy a poder ayudar mucho. Creo que me vuelvo para
acompañar a Marta y a la nena. ¿Vamos con papá, Pedrito? ¡Hasta luego!— Besó a
Dolores, pero mi abuela le esquivó el beso.
—A la tarde voy a conocer a tu hermanita
y te llevo a las Iglesias; estate
listo—ordenó la abuela.
Y
me tentó con una promesa: flan con dulce de leche.
III- Así es que a las 18 horas entré a la Catedral,
de la mano de la abuela, y con la escolta de las tías. Papá y el abuelo se
quedaron con mamá.
Mamá me llevaba los domingos, aunque en
el Santo Tomás nos daban la Catequesis y la Misa. De entrada me sentí
transportado al cielo en una nube de incienso y música de órgano. Hice la genuflexión a las apuradas; la abuela
me frenó el avance y me ordenó saludar bien al Señor y usar agua bendita.
Todo sucedía en la parte delantera del
templo, en el altar precioso, lleno de brillos y santos. Como siempre, el Cura
se daba vuelta, de vez en cuando; las fórmulas en latín me eran tan familiares
como las criollas; el año próximo iba a hacer la Primera Comunión y sería
monaguillo.
Cuando escuchamos “Ite Missa Est”,
salimos volando, porque pronto sería de noche y las Iglesias debían de ser
siete, para honrar a la Eucaristía; las tías se habían hecho humo con algunos
jóvenes de la Acción Católica; «cada cual honra al Señor como se lo
dicta el Espíritu, pienso hoy».
Nosotros hicimos las “Visitas”: siete
Padrenuestros, Avemarías y Glorias, y siete “Adorado y Alabado sea el Santísimo
Sacramento del Altar”, en la Compañía, San Francisco, Santa Teresa… y cuando
salimos corriendo hacia Santa Domingo, dije:
—Me hago pis, abuela; y tengo hambre.
Vamos a una confitería.
—No hay ninguna abierta, hoy. ¡Bueno
estaría! ¡Un Jueves Santo!
—Pero yo no doy más— insisití, con las
piernas cruzadas.
—Aguántate, que eres hombre; más sufrió
Nuestro Señor por nosotros.
—Quiero ir al baño, por favor; no
aguanto más. Mirá, hago ahí en ese arbolito de la vereda y vamos; aguanto el
hambre.
Mi
abuela miró para todos lados y con mucha vergüenza me dio la espalda: casi un
hombre, orinando en público el Jueves
Santo, era una horrible afrenta para aceptarla sin más.
Apenas
había terminado mi cometido cuando la abuela se prendió a mi brazo:
— ¡Ay, Dios mío! ¡Un perro negro! ¡Puede
ser una señal del enojo del Señor!
—No es negro, abuela; es gris, como el
de Don Bosco; era un ángel que lo acompañaba a llevar la Comunión, me contó mi papá que le dijeron los
salesianos.
Un poco más serena iba a reiniciar la
marcha hacia la Calle Ancha, cuando tropezó con una baldosa rota y se cayó en
la vereda oscura. Entre sus ayes y mis gritos parecíamos anticipar el Viernes
Santo. Le sangraba la rodilla y pedía perdón por no cumplir con la celebración.
Pasaba bastante gente, con lo del Jueves
Santo y Las Visitas. Pronto tuvimos ayuda para la abuela; un dominico
angelical en su hábito blanco, la ayudó a subir al coche de otro
feligrés: “Una persona de bien, señora; vaya usted en paz. Dios conoce su corazón”.
En cinco minutos estábamos en casa. Papá la llevó a la suya. Me quedé
sin flan, pero no me importó demasiado.
Cuando arrancó el auto, me acurruqué
junto a mamá y a mi preciosa hermanita; menos mal que mamá la esperaba en el
patio, si no, a saber qué golpazo le habría dado la cigüeña desde el aire. Y
menos mal que le pusieron María Marta.
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