Anochecía y en la calle se iban encendiendo algunos faroles. La tormenta agazapada en el horizonte,
henchida de malos presagios, se puso en marcha desde los cerros cercanos y avanzó
derramando tinieblas. De pronto, se cortó la luz en todo el pueblo y estalló el
rayo.
Cerró ansioso los postigos;
atenazado de miedo, recordó la inundación del mes anterior; el brutal remolino
negro y helado que se había llevado tantas casas, fotos, perros, plantas… Tantas
vidas que seguían latiendo y reconstruyéndose; y tantas otras que no volvieron a respirar,
como la de su esposa.
Entonces escuchó otra vez los
cascos que retumbaban en el pavimento y
el grito débil de la mujer. Y al
instante, el alarido y el relincho desesperados y el chapoteo jadeante contra la correntada.
Y otra vez el miedo se le hizo
terror, parálisis. Pero su cabeza y su corazón latían descontrolados. Abrir la
puerta para brindar socorro era adelantar la entrada del agua en su casa. Quedarse,
sin más, era morir a su condición humana, a su impulso de ayudar, de salvar, de
salvarla… ¿A quién? ¿Dónde estarían ya la mujer y el caballo? «¡Quédate!»« ¡Tranca todo!»«¡Abre!» «¡Se estarán ahogando!»
Ya
no los oía cuando cayó de rodillas, entre estertores angustiosos, con las manos en la garganta y el pecho. El
agua borboteaba por debajo de su puerta; goteaba el techo en medio de las
tinieblas. Sintió que su mujer lo llevaba de la mano hacia una esquina lóbrega donde
yacía junto al caballo; ya no tenía miedo; él también se había ido.
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