I- Vecindario
Sin duda, Leibniz pasaba por aquella vereda otoñal, cuando descubrió la armonía del universo:
dejar hacer, dejar pasar; concentrarse cada ser en el rol que Dios le ha asignado para ser la
partícula única e irrepetible de este mundo; el mejor mundo, en su opinión, yaen También pasaba
el perro de doña Justina, pero doña Tita estaba llena de paz y no lo insultó, como de costumbre;
además el perro había comido arroz y no tenía apuros.
La mujer gravitaba en su propia órbita; barría la vereda; mientras la escoba juntaba hojas secas,
su cabeza amontonaba pensamientos: las compras, la cocina, las plantas y la novela. Vivía y dejaba
vivir.
El Pocho estaba en el living, absorto en su armonía interior: había cobrado el aguinaldo, Boca
ganaba el campeonato y la vecinita de enfrente lo miraba con picardía cuando él iba al almacén a
comprar puchos.
Unos minutos más tarde, pasó Shakespeare. Andaba buscando actores para remozar a Macbeth. El
drama estaba muy desgastado, con esto de la democracia; la gente parecía haber incorporado que
las maldades pertenecían a una tercera órbita, la política, ajena a las rutinas domésticas.
Aprovechó su estado fantasmal, y se paró frente a la casa. Sacudió las puntillas de sus mangas y
dejó en el aire la magia tenebrosa: las brujas bailotearon en las órbitas armoniosas.
«Ya va siendo hora de que este cachafaz me alcance un mate, por lo menos» pensó la mujer. Y ahí
no más pegó el grito:
—¿Qué hacés? Te sobra el tiempo a vos.
—Ufa. Empezamos. ¿Por qué te demorás tanto con la vereda? Cebá vos. Yo estoy tranquilo; no
empecés.
Al mismo tiempo, resonó un golpazo; el perro se había “soltado” y doña Tita le mandó una
andanada de maldiciones y una pedrada.
Ahí nomás salió doña Justina: “Pase cucha; pase cucha. Vea. Si lo lastima al Chingolo, le juro que la
denuncio”.
Y cerró la verjita de un portazo.
El Pocho que había leído Macbeth, percibió el despertar de los vicios que flotaban en la polvareda.
«Este Shakespeare no se resigna a pasar de moda»
Sabio e ilustrado, supo que estaba llamado a redimir a estas mujeres y volver el mundo al estado
de gracia. No fueran a teñirse de sangre las manos de la Tita, y le diera insomnio de por vida.
No consultó a ningún astrólogo como lo hubiera hecho Macbeth. Tan sólo armó el mate y se
apersonó en la vereda, con la calabacita en la derecha y la palita en la izquierda.
—Tomá. para que veás qué marido tenés.
—Mmmm. Andá pelando unas papas, che. Y metió en la bolsa el “regalito” del Chingolo y las hojas
secas.
La armonía del universo acababa de reconstruirse.
¿Para qué dejar llegar la sangre al río?
II- La armonía universal Sonó el timbre y terminó la clase de Literatura. Leímos aBorges y averiguamos quiénes eran Leibniz y la Armonía Preestablecida, y GilbertChesterton. El primero sostuvo que estamos en el mejor de los mundos, el que Dios nos ha creado; el segundo fue unescritor que amaba la inteligencia, la perspicacia y la responsabilidad. Muy someramente, logré prender con alfileres estos conceptos que siguieron rebotando en mi cabezaindiferente. Según Borges, inspiraban elcuento que comentamos. A los quince años, no me interesaba demasiado la filosofía;no había descubierto que ella campea en todas las encrucijadas. A la salida, Amalia me invitó a pasear juntos en bicicleta.Busqué el celular para avisar a mis padres que demoraría; y en ese momento me salí de la órbita de chico responsable: «¡Qué avisar!¡Llego cuando quiero! »
—Está descargado. Vamos.
—Yo avisé. Media hora, no más. Me esperan.
Ahora pedaleaba de vuelta a casa por el sendero bordeado de jardines rojos y lejanos cerros grises; caía la tarde de otoño. Con una sonrisa, me acordé de Amalia y de la Armonía: todo está ordenado para nuestro bien.Respiré confiado… Y de pronto me llevé por delante una gruesa rama desubicada. Un feo golpe; con la bicicleta clavada en mi pecho, la cara sangrante y las piernas inertes, intenté ponerme de pie. Imposible; me dolía muchísimo. Y tenía miedo, porque avanzaba la noche… Nadie sabía en dónde estaba. Desesperado, le recé al Ángel Custodio y a todos los santos que recordaba. Pero no aparecía ninguno en mi ayuda. Esto debía de ser obra de algún brujo hereje.
No me quedaba otra. A veces hay que traicionarse para evitar males mayores. Saqué el celular.
—Hola. ¿Pueden venir a buscarme? No se preocupen. Me entretuve buscando unas muestras de hojas para biología, se me hizo oscuro y me caí con la bicicleta.
—Sí— contestó mi padre. —Estábamos preocupados. Hace un rato pasó Amalita en la bici y preguntó si ya habías llegado. Dijo que tenías descargado el teléfono.Ya vamos.
Todo un Chesterton, mi papá: Dos más dos: estuviste con Amalita. Sabía pero me entendió; yo estaba entrando en otra órbita.
A partir de “El sepulcro violado”/ Borges
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