lunes, 15 de agosto de 2016

Mi familia, el Jueves Santo de 1948

                                          Premiado en Concurso "Raíces de Nuestra Córdoba- Caja de Jubilaciones de la Pcia.(Espacio Illia) - Julio de 2016         

1-  En 1948 yo estaba en segundo grado, y era el único hijo y el único nieto, en mi familia; se imaginarán lo mimoso que era; pero a la hora de cumplir deberes no había excepciones: la escuela, la iglesia, la higiene, el respeto y los permisos no se negociaban.
Mi tía Dolores y la abuela Martirio vestían con ropa sencilla y pulcra, pero casi no usaban cosméticos ni peinados raros. El abuelo anunciaba a gritos su carácter de gallego aldeano y labriego.  Llegados de España, se asentaron  en San Vicente, un barrio de quintas y granjas; cuando avanzó la urbanización, hacia 1925, desaparecieron muchos de estos espacios;  pero ellos siguieron ahí, vendiendo los productos de la casa en un galponcito contiguo a su sencilla vivienda. Mi papá fue al colegio salesiano San Antonio; la tía Dolores, al Santa Margarita; ambos eran colegios privados, sin demasiadas pretensiones  económicas, pero bastante exigentes en las prácticas religiosas.
Mi mamá y mi tía Beatriz usaban siempre “trajecitos sastre”, tacones y sombrerito, iban a la peluquería a “hacerse peinar” y se pintaban. Las dos se habían recibido de maestras en el Carbó, sabían tocar el piano y escribían poemas.  Vivían en el Centro, e iban a Misa a la Catedral. Se reunían con amigos de “la Escuela” los domingos a la tarde; iban al cine; a “La Oriental”, a tomar té con masas; a “El Plata”, a bailar y tomar un refresco.
¿Cómo fue que Felipe, mi papá, se casó con “esta pituca de Martita”? Porque tanto fastidió con el estudio que el abuelo accedió a que fuera abogado, ya que era muy, muy inteligente; mi papá se fue alejando despacito de las costumbres y las ideas de su casa; conoció gente liberal, se aficionó al teatro, al cine y a las muestras de pintura; pero como no avanzaba demasiado en la Universidad, mi abuelo le cortó los víveres: a trabajar; entró al ferrocarril con el apoyo de sus antiguos compañeros de facultad, y prosperó.  Entonces se puso de novio y se casó. Así llegué al mundo, en 1940, y produje, con mi seductora presencia, la unión familiar de esta gente tan buena y tan diferente.
II-  Y ahora vuelvo a este especial Jueves Santo lleno de sol. La chacrita de la abuela Martirio irradiaba vida; mientras yo disfrutaba los primeros minutos de pereza la escuchaba diciendo “pipipipipipí” y sacudiendo la canasta del maíz para los pollos. El coro de píos y cloqueos  y el ladrido del Sultán, un perro bravo, atado a la higuera, me llegaba a la cama; y también el aroma del desayuno, que debía de estar preparando la tía Dolores.
Iba llegando el final del ensueño;  minutos más tarde, la abuela me despertó canturreando y palmeando una copla antigua, seguramente gallega:
“Levántate pecador /no duermas tan descansado/no venga la muerte y te halle/ sin haberte confesado”. Iba abriendo las ventanas de par en par, cosa de que la muerte se alejara de un ambiente tan saludable; pero no se quedó tranquila:
Hala, hala dijo mientras me sacudía La noche es para dormir y el día para ganarse el cielo. ¡Arriba!
Y no dejó de revolver cobijas y acomodar zapatos hasta que me vio de pie, rumbo al baño.
Para mi abuela, controlar  la práctica cotidiana de nuestras virtudes,  era una misión sagrada e irrenunciable; especialmente, la lucha contra la pereza y la indiferencia religiosa.
Volví al dormitorio. Mi abuela se había ido de ahí para que yo, un varoncito ya crecido (ocho años), pudiera vestirme  en privado como debía ser.
—Vamos—gritó desde el pasillo— ¿Por qué tanta demora? Demasiadas atenciones para estos cuerpos de pecado.
—¡Mamá, por favor; es una criatura!— clamó la Tía Dolores, la hermana de mi papá.
Cuando esperaba la perorata sobre lo mal que nos educaban nuestros padres y familiares, se abrió la puerta de calle: el abuelo y mi papá volvían de mi casa, junto con la otra tía, Beatriz, la hermana de mi mamá.
¡Papá! ¡Tía Beatriz!— Corrí a abrazarlos, sobre todo a la tía, que me comió a besos; papá era siempre sobrio en el saludo; los tres lucían correctísimos: la tía, preciosa como siempre;  papá y el abuelo con su traje gris y su corbata azul oscuro. Pero el abuelo no perdía su aire rústico, tal vez porque se había puesto una boina de pana y sus zapatos  se notaban viejos y ajados.
¡Ya nació! ¡Ya nació! ¡Una nena! ¡Todo bien!— coreaban a dúo, mientras abrazaban a la abuela y a la otra tía.— ¡Un parto rápido y feliz!
—¿Un qué?—pregunté yo.
Dos “chist” enérgicos de las tías, callaron las efusiones.
—Tenés una hermanita— dijo mi papá; parecía contento; pero no me dio un abrazo, por supuesto: esas son cosas de mujeres; al varón, nada de ñoñeces.
—¿Qué dijeron?— volví a preguntar.
—Eso, eso; que la cigüeña le dejó la niña a tu madre en el patio; y que estaba feliz— se embarullaron  las tías.
—Yo escuché “parto”— insistí, sin éxito.
—Tontas— rezongó por lo bajo mi abuela—.  Que nació tu hermanita, nada más;  y me dio un besote, baila que baila conmigo, mientras el abuelo batía palmas y sacudía la cabeza.
¡Pucha! Recién ahora caigo en la cuenta; los abuelos no pensaban como los padres y los tíos. ¿Será porque los viejos estaban acostumbrados a trabajar codo a codo con la madre y hermanas? ¿A verlas parir en casa igual que veían parir a los animales?  Toda una fabulería para escondernos lo más natural del mundo.

—A desayunar— avisó la tía Dolores. Y nos sentamos alrededor de una mesa fuerte y relavada; el desayuno era abundante pero sencillo, y casi toda la comida era casera: pan, dulce de naranjas; la leche, recién ordeñada y traída de los campos cercanos: veinte cuadras, a lo sumo.
—¿Cómo se llamará? le dijo la abuela a papá .Piensa que ha nacido en Semana Santa: Pascuala, Cruz, o Martirio, como yo.
Las tías se taparon las bocas con las servilletas: papá lanzó una carcajada, pero la cortó por la mitad, ante la fuerte mirada de su madre.
     No lo sabemos, todavía, viejita.  Lo normal es que lleve el nombre de la mamá, ¿no?
La abuela bajó la cabeza y rezongó: “No se respeta nada, hoy en día”. Pero se le pasó pronto. El abuelo había desaparecido; pero volvió a desayunar con su mameluco y alpargatas, listo para la chacra.
—Bueno—determinó la abuela—, basta de estar de ociosos;  chicas, hay mucho que hacer; a la tarde hay que ir a conocer a la nena y a hacer la visita a las siete iglesias.
     «Uuuh», recordé mientras levantaba las tazas y las llevaba a la pileta. «¡Semana Santa!¡No hay clase hasta el lunes!».
—Siete iglesias, nada menos— rezongó por lo bajo mi papá.  —Mi viejita; la charlan estos curas. Vengase conmigo y el Pedrito a conocer a la nena. Así Beatriz y Dolores charlan a gusto.
—Aay—suspiró tía Beatriz— no traje ropa de entrecasa, Dolores; no voy a poder ayudar mucho. Creo que me vuelvo para acompañar a Marta y a la nena. ¿Vamos con papá, Pedrito? ¡Hasta luego!— Besó a Dolores, pero mi abuela le esquivó el beso.
—A la tarde voy a conocer a tu hermanita y te llevo a las Iglesias;  estate listo—ordenó la abuela.
 Y me tentó con una promesa: flan con dulce de leche.
III-  Así es que a las 18 horas entré a la Catedral, de la mano de la abuela, y con la escolta de las tías. Papá y el abuelo se quedaron con mamá.
Mamá me llevaba los domingos, aunque en el Santo Tomás nos daban la Catequesis y la Misa. De entrada me sentí transportado al cielo en una nube de incienso y música de órgano.  Hice la genuflexión a las apuradas; la abuela me frenó el avance y me ordenó saludar bien al Señor y usar agua bendita.
Todo sucedía en la parte delantera del templo, en el altar precioso, lleno de brillos y santos. Como siempre, el Cura se daba vuelta, de vez en cuando; las fórmulas en latín me eran tan familiares como las criollas; el año próximo iba a hacer la Primera Comunión y sería monaguillo.
Cuando escuchamos “Ite Missa Est”, salimos volando, porque pronto sería de noche y las Iglesias debían de ser siete, para honrar a la Eucaristía; las tías se habían hecho humo con algunos jóvenes de la Acción Católica; «cada cual honra al Señor como se lo dicta el Espíritu, pienso hoy».
Nosotros hicimos las “Visitas”: siete Padrenuestros, Avemarías y Glorias, y siete “Adorado y Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar”, en la Compañía, San Francisco, Santa Teresa… y cuando salimos corriendo hacia Santa Domingo, dije:
—Me hago pis, abuela; y tengo hambre. Vamos  a una confitería.
—No hay ninguna abierta, hoy. ¡Bueno estaría! ¡Un Jueves Santo!
—Pero yo no doy más— insisití, con las piernas cruzadas.
—Aguántate, que eres hombre; más sufrió Nuestro Señor por nosotros.
—Quiero ir al baño, por favor; no aguanto más. Mirá, hago ahí en ese arbolito de la vereda y vamos; aguanto el hambre.
  Mi abuela miró para todos lados y con mucha vergüenza me dio la espalda: casi un hombre,  orinando en público el Jueves Santo, era una horrible afrenta para aceptarla sin más.
  Apenas había terminado mi cometido cuando la abuela se prendió a mi brazo:
— ¡Ay, Dios mío! ¡Un perro negro! ¡Puede ser una señal del enojo del Señor!
—No es negro, abuela; es gris, como el de Don Bosco; era un ángel que lo acompañaba a llevar la Comunión,  me contó mi papá que le dijeron los salesianos.
Un poco más serena iba a reiniciar la marcha hacia la Calle Ancha, cuando tropezó con una baldosa rota y se cayó en la vereda oscura. Entre sus ayes y mis gritos parecíamos anticipar el Viernes Santo. Le sangraba la rodilla y pedía perdón por no cumplir con la celebración.
Pasaba bastante gente, con lo del Jueves Santo y Las Visitas. Pronto tuvimos ayuda para la abuela;  un dominico  angelical en su hábito blanco, la ayudó a subir al coche de otro feligrés: “Una persona de bien, señora; vaya usted en paz. Dios conoce su corazón”.
       En cinco minutos estábamos en casa. Papá la llevó a la suya. Me quedé sin flan, pero no me importó demasiado.
Cuando arrancó el auto, me acurruqué junto a mamá y a mi preciosa hermanita; menos mal que mamá la esperaba en el patio, si no, a saber qué golpazo le habría dado la cigüeña desde el aire. Y menos mal que le pusieron María Marta.














Mi familia, el Jueves Santo de 1948

                                          Participante  del Concurso "Raíces de Nuestra Córdoba- Caja de Jubilaciones de la Pcia.(Espacio Illia) - Julio de 2016         

1-  En 1948 yo estaba en segundo grado, y era el único hijo y el único nieto, en mi familia; se imaginarán lo mimoso que era; pero a la hora de cumplir deberes no había excepciones: la escuela, la iglesia, la higiene, el respeto y los permisos no se negociaban.
Mi tía Dolores y la abuela Martirio vestían con ropa sencilla y pulcra, pero casi no usaban cosméticos ni peinados raros. El abuelo anunciaba a gritos su carácter de gallego aldeano y labriego.  Llegados de España, se asentaron  en San Vicente, un barrio de quintas y granjas; cuando avanzó la urbanización, hacia 1925, desaparecieron muchos de estos espacios;  pero ellos siguieron ahí, vendiendo los productos de la casa en un galponcito contiguo a su sencilla vivienda. Mi papá fue al colegio salesiano San Antonio; la tía Dolores, al Santa Margarita; ambos eran colegios privados, sin demasiadas pretensiones  económicas, pero bastante exigentes en las prácticas religiosas.
Mi mamá y mi tía Beatriz usaban siempre “trajecitos sastre”, tacones y sombrerito, iban a la peluquería a “hacerse peinar” y se pintaban. Las dos se habían recibido de maestras en el Carbó, sabían tocar el piano y escribían poemas.  Vivían en el Centro, e iban a Misa a la Catedral. Se reunían con amigos de “la Escuela” los domingos a la tarde; iban al cine; a “La Oriental”, a tomar té con masas; a “El Plata”, a bailar y tomar un refresco.
¿Cómo fue que Felipe, mi papá, se casó con “esta pituca de Martita”? Porque tanto fastidió con el estudio que el abuelo accedió a que fuera abogado, ya que era muy, muy inteligente; mi papá se fue alejando despacito de las costumbres y las ideas de su casa; conoció gente liberal, se aficionó al teatro, al cine y a las muestras de pintura; pero como no avanzaba demasiado en la Universidad, mi abuelo le cortó los víveres: a trabajar; entró al ferrocarril con el apoyo de sus antiguos compañeros de facultad, y prosperó.  Entonces se puso de novio y se casó. Así llegué al mundo, en 1940, y produje, con mi seductora presencia, la unión familiar de esta gente tan buena y tan diferente.
II-  Y ahora vuelvo a este especial Jueves Santo lleno de sol. La chacrita de la abuela Martirio irradiaba vida; mientras yo disfrutaba los primeros minutos de pereza la escuchaba diciendo “pipipipipipí” y sacudiendo la canasta del maíz para los pollos. El coro de píos y cloqueos  y el ladrido del Sultán, un perro bravo, atado a la higuera, me llegaba a la cama; y también el aroma del desayuno, que debía de estar preparando la tía Dolores.
Iba llegando el final del ensueño;  minutos más tarde, la abuela me despertó canturreando y palmeando una copla antigua, seguramente gallega:
“Levántate pecador /no duermas tan descansado/no venga la muerte y te halle/ sin haberte confesado”. Iba abriendo las ventanas de par en par, cosa de que la muerte se alejara de un ambiente tan saludable; pero no se quedó tranquila:
Hala, hala dijo mientras me sacudía La noche es para dormir y el día para ganarse el cielo. ¡Arriba!
Y no dejó de revolver cobijas y acomodar zapatos hasta que me vio de pie, rumbo al baño.
Para mi abuela, controlar  la práctica cotidiana de nuestras virtudes,  era una misión sagrada e irrenunciable; especialmente, la lucha contra la pereza y la indiferencia religiosa.
Volví al dormitorio. Mi abuela se había ido de ahí para que yo, un varoncito ya crecido (ocho años), pudiera vestirme  en privado como debía ser.
—Vamos—gritó desde el pasillo— ¿Por qué tanta demora? Demasiadas atenciones para estos cuerpos de pecado.
—¡Mamá, por favor; es una criatura!— clamó la Tía Dolores, la hermana de mi papá.
Cuando esperaba la perorata sobre lo mal que nos educaban nuestros padres y familiares, se abrió la puerta de calle: el abuelo y mi papá volvían de mi casa, junto con la otra tía, Beatriz, la hermana de mi mamá.
¡Papá! ¡Tía Beatriz!— Corrí a abrazarlos, sobre todo a la tía, que me comió a besos; papá era siempre sobrio en el saludo; los tres lucían correctísimos: la tía, preciosa como siempre;  papá y el abuelo con su traje gris y su corbata azul oscuro. Pero el abuelo no perdía su aire rústico, tal vez porque se había puesto una boina de pana y sus zapatos  se notaban viejos y ajados.
¡Ya nació! ¡Ya nació! ¡Una nena! ¡Todo bien!— coreaban a dúo, mientras abrazaban a la abuela y a la otra tía.— ¡Un parto rápido y feliz!
—¿Un qué?—pregunté yo.
Dos “chist” enérgicos de las tías, callaron las efusiones.
—Tenés una hermanita— dijo mi papá; parecía contento; pero no me dio un abrazo, por supuesto: esas son cosas de mujeres; al varón, nada de ñoñeces.
—¿Qué dijeron?— volví a preguntar.
—Eso, eso; que la cigüeña le dejó la niña a tu madre en el patio; y que estaba feliz— se embarullaron  las tías.
—Yo escuché “parto”— insistí, sin éxito.
—Tontas— rezongó por lo bajo mi abuela—.  Que nació tu hermanita, nada más;  y me dio un besote, baila que baila conmigo, mientras el abuelo batía palmas y sacudía la cabeza.
¡Pucha! Recién ahora caigo en la cuenta; los abuelos no pensaban como los padres y los tíos. ¿Será porque los viejos estaban acostumbrados a trabajar codo a codo con la madre y hermanas? ¿A verlas parir en casa igual que veían parir a los animales?  Toda una fabulería para escondernos lo más natural del mundo.

—A desayunar— avisó la tía Dolores. Y nos sentamos alrededor de una mesa fuerte y relavada; el desayuno era abundante pero sencillo, y casi toda la comida era casera: pan, dulce de naranjas; la leche, recién ordeñada y traída de los campos cercanos: veinte cuadras, a lo sumo.
—¿Cómo se llamará? le dijo la abuela a papá .Piensa que ha nacido en Semana Santa: Pascuala, Cruz, o Martirio, como yo.
Las tías se taparon las bocas con las servilletas: papá lanzó una carcajada, pero la cortó por la mitad, ante la fuerte mirada de su madre.
     No lo sabemos, todavía, viejita.  Lo normal es que lleve el nombre de la mamá, ¿no?
La abuela bajó la cabeza y rezongó: “No se respeta nada, hoy en día”. Pero se le pasó pronto. El abuelo había desaparecido; pero volvió a desayunar con su mameluco y alpargatas, listo para la chacra.
—Bueno—determinó la abuela—, basta de estar de ociosos;  chicas, hay mucho que hacer; a la tarde hay que ir a conocer a la nena y a hacer la visita a las siete iglesias.
     «Uuuh», recordé mientras levantaba las tazas y las llevaba a la pileta. «¡Semana Santa!¡No hay clase hasta el lunes!».
—Siete iglesias, nada menos— rezongó por lo bajo mi papá.  —Mi viejita; la charlan estos curas. Vengase conmigo y el Pedrito a conocer a la nena. Así Beatriz y Dolores charlan a gusto.
—Aay—suspiró tía Beatriz— no traje ropa de entrecasa, Dolores; no voy a poder ayudar mucho. Creo que me vuelvo para acompañar a Marta y a la nena. ¿Vamos con papá, Pedrito? ¡Hasta luego!— Besó a Dolores, pero mi abuela le esquivó el beso.
—A la tarde voy a conocer a tu hermanita y te llevo a las Iglesias;  estate listo—ordenó la abuela.
 Y me tentó con una promesa: flan con dulce de leche.
III-  Así es que a las 18 horas entré a la Catedral, de la mano de la abuela, y con la escolta de las tías. Papá y el abuelo se quedaron con mamá.
Mamá me llevaba los domingos, aunque en el Santo Tomás nos daban la Catequesis y la Misa. De entrada me sentí transportado al cielo en una nube de incienso y música de órgano.  Hice la genuflexión a las apuradas; la abuela me frenó el avance y me ordenó saludar bien al Señor y usar agua bendita.
Todo sucedía en la parte delantera del templo, en el altar precioso, lleno de brillos y santos. Como siempre, el Cura se daba vuelta, de vez en cuando; las fórmulas en latín me eran tan familiares como las criollas; el año próximo iba a hacer la Primera Comunión y sería monaguillo.
Cuando escuchamos “Ite Missa Est”, salimos volando, porque pronto sería de noche y las Iglesias debían de ser siete, para honrar a la Eucaristía; las tías se habían hecho humo con algunos jóvenes de la Acción Católica; «cada cual honra al Señor como se lo dicta el Espíritu, pienso hoy».
Nosotros hicimos las “Visitas”: siete Padrenuestros, Avemarías y Glorias, y siete “Adorado y Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar”, en la Compañía, San Francisco, Santa Teresa… y cuando salimos corriendo hacia Santa Domingo, dije:
—Me hago pis, abuela; y tengo hambre. Vamos  a una confitería.
—No hay ninguna abierta, hoy. ¡Bueno estaría! ¡Un Jueves Santo!
—Pero yo no doy más— insisití, con las piernas cruzadas.
—Aguántate, que eres hombre; más sufrió Nuestro Señor por nosotros.
—Quiero ir al baño, por favor; no aguanto más. Mirá, hago ahí en ese arbolito de la vereda y vamos; aguanto el hambre.
  Mi abuela miró para todos lados y con mucha vergüenza me dio la espalda: casi un hombre,  orinando en público el Jueves Santo, era una horrible afrenta para aceptarla sin más.
  Apenas había terminado mi cometido cuando la abuela se prendió a mi brazo:
— ¡Ay, Dios mío! ¡Un perro negro! ¡Puede ser una señal del enojo del Señor!
—No es negro, abuela; es gris, como el de Don Bosco; era un ángel que lo acompañaba a llevar la Comunión,  me contó mi papá que le dijeron los salesianos.
Un poco más serena iba a reiniciar la marcha hacia la Calle Ancha, cuando tropezó con una baldosa rota y se cayó en la vereda oscura. Entre sus ayes y mis gritos parecíamos anticipar el Viernes Santo. Le sangraba la rodilla y pedía perdón por no cumplir con la celebración.
Pasaba bastante gente, con lo del Jueves Santo y Las Visitas. Pronto tuvimos ayuda para la abuela;  un dominico  angelical en su hábito blanco, la ayudó a subir al coche de otro feligrés: “Una persona de bien, señora; vaya usted en paz. Dios conoce su corazón”.
       En cinco minutos estábamos en casa. Papá la llevó a la suya. Me quedé sin flan, pero no me importó demasiado.
Cuando arrancó el auto, me acurruqué junto a mamá y a mi preciosa hermanita; menos mal que mamá la esperaba en el patio, si no, a saber qué golpazo le habría dado la cigüeña desde el aire. Y menos mal que le pusieron María Marta.














domingo, 7 de agosto de 2016

3 días, 3 citas

(Reto propuesto por Edith T. Stone)

Agradezco a Denise la invitación para participar de este reto. Denise es amiga de Literautas, escritora “en serio”, pulcra, bien documentada y original.
***********************
Agosto es el mes de los vientos, en Argentina. De los vientos fuertes, tibios y polvorientos que anuncian la primavera.
 Es el mes de mi cumpleaños, el de mi hijo y el de mi padre: los locos leoninos del viento cordobés.
Por eso, mientras se sacuden mis plantas y se golpean las puertas, decidí convocar a poetas que se ocuparon del viento.
El viento es fuerza, es dinamismo, es espíritu vivo que transporta semillas y despierta la savia adormecida.
Gracias a Wikipedia por ampliar  mi información sobre autores y estilos.


                                                  

1-      Viento
Arturo Capdevila
Sopla en la noche su clarín el gélido
viento del Sur.
Una tras otra, así como rebaños
cuya impetuosa fuerza  da salud,
      han pasado rugiendo diez tormentas
por las gargantas de la sierra azul.
Y ahora viene arreándolas el gélido
viento del Sur.
Negras se ponen las azules sierras
y da la luna macilenta luz
y en la gran soledad crujen las puertas…
cruje la casa bajo el viento sur.
Y todo el aire se estremece en una
profunda, inmensa, clamorosa U…
Y va en mil potros por la noche, el gélido
viento del sur.
Arturo Capdevila (Córdoba- Argentina. 1889  1967)  Poeta, dramaturgo, narrador, ensayista. Fuera del campo de las letras, destacó como historiador, abogado, juez y profesor de filosofía y sociología. Fue miembro de la Academia Argentina de Letras.
.
2-      El Viento Nocturno  Poema Cubista 
           Guillaume Appollinaire
Ah las cimas de los pinos crujen y entrechocan
y se escucha el lamento del vendaval
y en el cercano río con voces victoriosas
los elfos tocan trompas de ráfagas o ríen
Atís Atís Atís bello y desgualichado
en tu nombre los elfos han burlado en la noche
porque el viento gótico bate uno de tus pinos en la noche
el bosque huye a lo lejos como una armada antigua
cuyas lanzas oh pino se agitan en la lucha
las aldeas oscuras ahora meditan
como las vírgenes los viejos y los poetas
y no despertarán al paso de ningún viandante
ni al caer el halcón sobre blancas palomas.

Un poema cubista es una yuxtaposición de imágenes autónomas, desligadas.  Se recrea en lo visual y desprecia lo auditivo. No hay anécdota, ni argumento, ni historia. El poeta mismo es el centro unificador.
            Guillaume Appollinaire  (Roma, 26 de agosto de 1880  París, 9 de noviembre de 1918), fue un poeta, novelista y ensayista francés. Apollinaire fue el primero en utilizar los términos surrealismo y surrealista. Inventó el término en 1917  para expresar una forma de ver la realidad. Lo definió de la siguiente manera: «Cuando el hombre quiso imitar el andar, creó la rueda, que no se parece en nada a una pierna. Así hizo surrealismo sin saberlo» Asimismo es famoso por su producción de Caligramas, poemas que tratan de representar el contenido dentro de un diseño que representa el tema. 
3-      Viento - Octavio Paz

Cantan las hojas,
bailan las peras en el peral;
gira la rosa,
rosa del viento, no del rosal.
Nubes y nubes
flotan dormidas, algas del aire;
todo el espacio
gira con ellas, fuerza de nadie.

Todo es espacio;
vibra la vara de la amapola
y una desnuda
vuela en el viento lomo de ola.

Nada soy yo,
cuerpo que flota, luz, oleaje;
todo es del viento
y el viento es aire siempre de viaje.

Octavio Irineo Paz y Lozano: poeta mexicano (1914-1998). Premio Nobel de Literatura en 1990. Se le considera uno de los más influyentes escritores del siglo XX y uno de los grandes poetas hispanos de todos los tiempos. Experimentación e inconformismo pueden ser dos de las palabras que mejor definen su labor poética. Con todo, Paz es un poeta difícil de encasillar. Ninguna de las etiquetas adjudicadas por los críticos encaja con su poesía: poeta neomodernista en sus comienzos; más tarde, poeta existencial; y, en ocasiones, poeta con tintes de surrealismo. (datos de Wikipedia)

E invito a continuar con el reto a:
Isolina Rodrigo Rodrigo (de apuntesdemicuaderno.blogspot.com)
David Rubio (G+ David Rubio)  
Lorena Fernández (G+ Lorena Fernandez)





miércoles, 27 de julio de 2016

Feliz Día de la Madre

Lo mejor de mi vida es mi familia: la que me hizo mamá y abuela. Y la que me preparó desde que nací, para serlo...
Lo mejor de mi vida son las cosas que hago pensando en la alegría de amarnos.
Para todos ustedes, que vienen de una madre, de una familia, de un Dios Creador y Amoroso; y que son creadores y soportes de LA VIDA, con alegría y generosidad ... FELIZ DÍA DE LA MADRE..

lunes, 25 de julio de 2016

Don Elías y el Carlitos (historia bifásica)

¿Cómo nació esta historia bifásica? De un ejercicio de Taller de Escritura;se trataba de descubrir la historia oculta, por debajo de una historia con final incoherente. Yo creo haber logrado el objetivo, en ambas versiones, la coordinadora dice que no; de cualquier manera me encantan las dos versiones. El texto disparador no me gusta tanto como mis dos historias, pero le haré el honor de transcribirlo: 
"Secretamente, el hijo admiraba a su padre, tanto que lo ayudó siempre en la carpintería. Aprendió de tal modo el oficio, que llegó a igualar y, me animo a inferir, sobrepasar a su maestro.
Un accidente doméstico dejó postrado en cama al padre. Su hijo, con eficacia, se hizo cargo de los trabajos que había. Pero una complicación inesperada llevó al carpintero a la muerte.
Al tiempo, me sorprendió un cartel en la puerta del taller, que decía: "Se vende".
Al terminar el barrio, justo al lado de las vías del tren, duerme su borrachera un mendigo."

1° versión: Elías, el viejo carpintero del pueblo, vivía solo.  Los vecinos conocieron a su familia; pero cuando la mujer murió, el hijo, ya adulto,  se fue a la ciudad y poco a poco desapareció de la vida de su padre. Doña Lorenza, la maestra del pueblo, telefoneaba de vez en cuando a algunas parientas de la esposa del carpintero. Era una vieja muy sentimental y siempre preguntaba por  su antiguo alumno, el Omarcito; pero Elías no le prestaba atención cuando le sacaba el tema.
Don Elías vivía bien; la casa era muy sencilla, con poco confort, pero le alcanzaba.
 Un día adoptó al Carlitos, un chico de catorce años que tampoco tenía familia; le había dado pena verlo  vagabundear por la zona, ligado a veces a gente poco recomendable, y a alguna que otra botella comunitaria de vino. Se dispuso a hacer de él un hombre de bien, y legarle su carpintería. Doña Lorenza aplaudió su loable empeño, pero mantuvo informadas a sus amigas.
Todo parecía encaminado. El Carlitos era hosco y para nada cariñoso;  pero aprendía el oficio y respetaba a su padre.  Se esmeraba muchísimo y lograba, a veces, superarlo. Los vecinos comentaban que, sin duda, lo admiraba, y que merecía la bondad de Don Elías.
 ¿Quién hubiera imaginado que los golpes de su infancia destruida lo hubieran deformado para siempre? Lo consumían la ambición, la soberbia  y el odio. La responsable presencia de don Elías y los límites que le ponía se le iban haciendo insoportables; él era capaz de hacer plata con esa carpintería si el viejo no andaba por el medio. ¡Y qué bien la iba a pasar con el bolsillo lleno!
Dos años esperó. Un soleado mediodía de invierno Don Elías llevaba un tacho de agua hirviendo para prepararse un baño; convalecía de una gripe y pensaba volverse a  la cama.  El Carlitos se las arregló para trabarle el paso con una pesada banqueta de madera. Don Elías perdió el equilibrio, se quemó el pecho y el vientre, y se quebró un brazo al caer.
Los vecinos más próximos los ayudaron en el trance. El médico estaba de viaje, de modo que vino el del pueblo vecino;    el anciano quedó imposibilitado, en cama, al cuidado del chico.
Se confiaron. Aunque siguió trabajando en los pedidos pendientes, el Carlitos le dio dosis abusivas de calmantes y prescindió de curaciones y antibióticos. A la semana, el hombre murió. El médico local no indagó demasiado, dada la edad del paciente y su reciente enfermedad: una complicación, una infección.  Enterraron a Elías y siguió la vida; los clientes confiaban en el chico
Pero en medio de tanto sosiego, la sentimental Doña Lorenza pensó que no podía excluir del  duelo  al hijo y avisó a la familia; digamos que tampoco era tonta: algo sabía de herencias y maniobró con la noticia para sacar alguna tajada.
A la semana siguiente apareció el Omarcito en la comisaría, munido de todos sus derechos de hijo legítimo. Acompañado de un agente que representaba al Juez de Paz, inventarió y tomó solemne posesión de la empresa y de la casa; después, sin perder un minuto,  le dio las gracias al Carlitos por sus cuidados,  y lo puso en un tren con su maleta, unas empanadas de la rotisería y algo de plata en el bolsillo; por las dudas, el agente acompañó al viajero, cumpliendo lo tratado con el generoso nuevo dueño: no lo dejó hasta que se hospedó en una pensión, en otra ciudad bastante alejada del pueblo y de la capital.
Omar encargó al yerno de Doña Lorenza todas las gestiones para apurar la venta de la casa y las máquinas  y emprendió el regreso. Del Carlitos no supieron nada más.
 Varios meses después, en un programa de la televisión mostraron cómo la policía se llevaba  a un ratero vagabundo y borrachín que dormía sobre las vías del tren, cerca de un asentamiento marginal.
A Doña Lorenza le pareció conocido. ¿Sería el Carlitos?
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2° versión.
Secretamente admiraba a su padre, pero casi no se comunicaban;  la carpintería de oficio no le gustaba demasiado;  igual,  lo ayudó siempre; no era fácil negarse a hacerlo, pero no había más remedio: si papá llamaba había que dejar lo que fuere, hasta  las tareas de la escuela, para ayudarlo.
De todos modos, llegó a ser un admirable carpintero. Tenía un don natural para ser creativo con la madera.  Lo mismo con los dibujos, y hasta con las telas y flores. Pero papá valoraba sólo la ayuda en la carpintería; nada de innovaciones; nada de mariconadas, de hacer almohadones o craquelar muebles antiguos. Nada merecía su sonrisa más que una silla bien encolada.
  Todo estaba ordenado dentro de la casa, pero un día  papá se lastimó mal con aquel la pesada banqueta de madera que el hijo dejó fuera de lugar, al paso,  y quedó inválido.  Formal y respetuoso, el muchacho se ocupó de terminar los trabajos pendientes, pero no recibió nuevos encargos. Ahora que el ambiente no era tan tenso,  aprovechó a su gusto el tiempo libre: se fue abriendo paso como pintor, decorador y modisto. 
El anciano decaía a ojos vista; el joven  cumplió como pudo con  las medicinas,  la higiene y la comida de su padre. Pero las leyes de la vida  son inescrutables. Llegó y pasó la hora. El hijo vendió todo y se fue a la ciudad, con bastante dinero y  con su bagaje de obras, realmente talentosas.

Cierto día  visité una de sus muestras;  me heló aquella pintura: un mendigo  muy parecido al carpintero, dormía cerca de las vías, como esperando que lo pisara el tren; la máquina avanzaba, oscura y temible; en una mano, el hombre tenía una botella de aceite de linaza  y en la otra, la caja de herramientas. A su lado, un artista pintaba indiferente.

viernes, 22 de julio de 2016

La Gioconda

 Mi pobre Giocondo... tan viejecito, y convencido de que yo soy yo y de que el niño es suyo. ¿Y quién soy yo? Soy un rompecabezas de amadas y amados del genio, de Leonardo; tanto es así que nos lleva a todos en su equipaje cuando viaja. Reconozco mi cara y mi sonrisa esquiva; soy el "mejor de sus amigos", de los que "no se muestran, por decoro"... El pedazo de la barriguita incipiente es de Lisa, que se apuró en agasajar a Juliano de Médicis; por suerte Giocondo, viudo, necesitaba una buena madre para su hijito huérfano, y ella Lisa Ghirardini fue especialmente fiel y responsable.Se merece haber heredado el apellido. Ni siquiera soy simétrica; tampoco el paisaje en donde me ubicó. Somos síntesis; somos ejercicios de diseños y pintura esfumada. De Florencia a Roma, de Roma a París, Leonardo no nos abandona: somos sus amores, no importa quiénes seamos.Él nos amó hechos tema y color. nuestras manos (no, "mis manos") llaman al placer misterioso y sosegado. Los humanos se quedaron estudiándonos.

¡Oh, capitán, mi capitán!

 Este bellísimo poema de Walt Whitman me conmovió en "La sociedad de los poetas muertos". Impresiona la riqueza de expresiones encontradas: triunfo , esfuerzo, gloria, muerte.
¡Oh, capitán! ¡mi capitán! nuestro terrible viaje ha terminado,
el barco ha sobrevivido a todos los escollos,
hemos ganado el premio que anhelábamos,
el puerto está cerca, oigo las campanas, el pueblo entero regocijado,
mientras sus ojos siguen firme la quilla, la audaz y soberbia nave.
Mas, ¡oh corazón!, ¡corazón!, ¡corazón!
¡oh rojas gotas que caen,
allí donde mi capitán yace, frío y muerto!

o captain my captain colored by rorisilverstone
¡Oh, capitán! ¡mi capitán! levántate y escucha las campanas,levántate.      
 Por ti se ha izado la bandera, por ti vibra  el clarín;
para ti ramilletes y guirnaldas con cintas,
para ti multitudes en las playas,
por ti clama la muchedumbre,                      
  a ti se vuelven los rostros ansiosos:
¡Ven, capitán! ¡Querido padre!
¡Que mi brazo pase por debajo de tu cabeza!
Debe ser un sueño que yazcas sobre el puente, derribado, frío y muerto.                                                                                                     
Mi capitán no contesta, sus labios están pálidos y no se mueven.                          Mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso ni voluntad.

La nave, sana y salva  ha anclado,  su viaje ha concluido.
De vuelta de su espantoso viaje, la victoriosa nave entra en el puerto.
¡Oh playas, alegraos! ¡Sonad campanas!
Mas yo, con tristes pasos,                                                                                             
recorro el puente donde mi capitán yace, frío y muerto.

jueves, 14 de julio de 2016

                                La infantilización inducida o deliberada del mundo

Así llama Javier Marías, escritor y Miembro de número de la RAE a la precariedad en el dominio de la lengua. Comparto su opinión, integrada en "La Escritura Transparente" de W. Lyon.
 Cada vez hay más gente adulta a la que le da reparo mostrar un buen dominio de la lengua, hacer gala de un léxico rico, comunicarse con claridad y exactitud, lo cual lleva rápidamente a que dé lo mismo lo que se diga, con el pretexto de que en todo caso «se me ha entendido». También se entendían en lo fundamental los prehistóricos que carecían de lenguaje. El desarrollo y perfeccionamiento de este, su progresiva sutileza, han sido sin embargo el mayor logro de la humanidad, al que los actuales humanos —por lo menos los españoles— parecen deseosísimos de renunciar.

jueves, 30 de junio de 2016

Las vueltas de la vida

  El momento preciso

El anciano encontró la llave en el punto exacto; lo supo cuando vio el cadáver del árbol centenario, erguido en medio del desierto. No era una visión estimulante; auguraba dolor y muerte.

El anciano sintió un ligero escalofrío: la duda y el miedo luchaban en su corazón, contra la sabiduría ancestral: “El destino está trazado desde la eternidad; pero  lo vamos construyendo día a día.  De ti depende encontrar la llave cuando llegue la hora final.”

Respiró hondo y aceptó el apoyo del árbol; unos segundos, y sus sombras coincidieron sobre una extraña piedra plana, solitaria y enorme; había llegado el momento.  Si titubeaba correrían los segundos, la piedra mutaría en un charco pestilente y voraz, y  la llave  no sería suya.
 Seguro de la voz de su corazón, alzó la roca; la sintió liviana, como si fuera un haz de hierba seca que se desparramaba en la brisa. Ahí, delante de sus ojos brilló la llave del Paraíso Original: el mítico Jardín de la Inocencia. El anciano la sostuvo entre sus manos; vio su historia reflejada en ese espejo y sonrió feliz.
 Unas manos desconocidas le cerraron los ojos y cubrieron con la sábana su cuerpo gastado, mientras él se marchaba con el sol para vivir su eternidad.

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La hora del amor
El anciano encontró la llave en alguna de las tantas vueltas de su vida. Así se lo explicó a su mujer el sexto día consecutivo de llovizna, a los cuarenta y ocho años de matrimonio. Elisa y Rubén sorteaban el fastidio en una nube de vapor de eucalipto, ‘con buen humor y mucho amor’.
Rubén hacía “zapping” en la tele, en su biblioteca y en los álbumes de fotos. Elisa inventariaba los armarios, tarareaba canciones viejas y jugaba con sus bonitos recuerdos.
Rubén se detuvo,  de pronto,  en las fotos de una fiesta: la despedida a Cecilia, una ingeniera de la Facultad. «Preciosa. Inteligente. Alegre… ¡Cuánto coqueteo en oficinas y pasillos!...  La fiesta de celebración y despedida por su beca…»
—¿Te acordás de esta chaqueta?— Elisa entró  y se sentó a su lado— ¡Qué bien te quedaba!¡Ocho talles menos, viejito; ja , ja, ja!
—Ah, sí. ‘El traje de ceremonias’;  ja, ja, ja… Justo estaba mirando fotos de la Facultad… Otra vida…
 —¡Ahí estás con la chaqueta! Señor Decano… ¡Qué elegante es usted! … Esa chica es la que se fue a Alemania, ¿no?...  1970… Nacimiento de Ana… —Sacudió la chaqueta. Algo tintineó en el piso. —Una llave… No es de casa. ¿De dónde sería?
—¿A ver? … No… «La sensualidad de su cuerpo, mientras bailábamos.  La mano de Cecilia dejando su llave  en el bolsillo de mi chaqueta: “Profe, te espero”. Y vos, Elisa, en casa, embarazada y malhumorada…»
—¡Eh! ¿Estás aquí?  Te preguntaba de dónde sería la llave.
—No sé. No me acuerdo... «Y conste que no fui;  me volví a casa.» —De alguna de las vueltas de mi vida, señora; ¡qué se yo dónde la encontré! Guardala con la chaqueta, no más.
—Pensaba donarla a Cáritas…
—Bueno. Tirá la llave, entonces. ¿Te cebo unos mates?
—Dale. Dame un beso, también. Te amo.



La Señorita Pérez


Nadie parecía preocuparse de la apariencia de Teresita Pérez.  A su alrededor, los otros empleados del Banco,  y el público seguían esperando, escribiendo, pagando, firmando.
¡Pobre tonta Teresita! Iba superando, psiquiatra de por medio, su traumática aventura. Había crecido y mudado a la ciudad, pero estaba llena de angustia.
La llamé a  la Gerencia y señalé con mi mano llena de anillos su ridículo sombrerito rojo:
—¡Quíteselo inmediatamente!— rugí. — Es inadecuado para atender la Caja.
 Me miró fijo; no abrió la boca, pero sé que la dejé aterrorizada,  llorando por dentro. ¡Cómo temblaba ante mis manazas peludas y mis ojos fulgurantes!
«No puede ser el Lobo», pensó confusa, mientras destapaba su moderna melenita brillante.
Que no se admitiera su caperuza le parecía una blasfemia. Le había prometido a su abuela que usaría siempre el tocado tan conocido y llamativo.
Yo me dispuse a saborear la golosina de su miedo  y su ñoñez; pelé un chocolate y me relamí los bigotazos.
—Mmmm— dije con la boca llena.—Y ahora, retírese, señorita Pérez.
Se volvió temblando sobre sus tacos aguja. Estiró su minifalda negra y se alejó por el pasillo. Ella estaba sintiendo que yo codiciaba sus suaves caderas.
Volvió al salón y guardó la caperuza en su box.  Después ocupó su puesto, tironeada entre mi agresividad y la cercana presencia de tanta gente ajena a su vida. Las pantallas de las computadoras  absorbían la atención del personal; los clientes contaban billetes, dialogaban con los asesores y se retiraban; parecía un día más.
«¡Qué satisfacción pisotear tanta ñoñería!» me dije.
No veía las horas de llamarla otra vez.