viernes, 18 de diciembre de 2015

Los cuentos crecen

Los cuentos crecen

Todo había ido bien hasta aquel día, doscientos años atrás, cuando el Espejo Que No Sabía Mentir cambió el conjuro y sacudió para siempre a los pequeños oyentes de cuentos de abuelas:
“Espejo de cristal y luz de estrellas, ¿quién en el mundo es la mujer más bella?”
“¡Oh, reina, que sin duda la más hermosa eras, ahora Blancanieves mil veces te supera!”
***
Esta tarde el sol pugnaba por invadir el castillo. Las ventanas eran pequeños ojales en el ropaje de piedra, pero un rayo más audaz que los otros logró filtrarse al interior del cuarto y se reflejó en un espejo manchado por la humedad y el paso del tiempo; entonces la magia centenaria empezó a desperezarse, a sacudir el polvo, a restaurar los muebles carcomidos, a iluminar el cortinaje de terciopelo. Una mariposa multicolor que acompañaba al sol, aprovechó para desaparecer entre los pliegues.
También Su Majestad brotó del suelo; levitaba graznando, ajena al paso del tiempo y a su condena cotidiana.
El saloncito que revivía era el tocador de la Reina Vanidosa y Cruel, la que siempre corroboraba su belleza con las lisonjas de su espejo.
—¿Quién más bella que yo? Ya no está Blancanieves.
“Espejo de cristal y luz de estrellas, ¿quién en el mundo es la mujer más bella?” recitó ansiosa.
Era la señal; cuando el espejo respondiera, en los cinco minutos siguientes, el corazoncito volvería a sangrar para que ella merendara su juventud eterna.
—Anda, viejo insoportable —le graznó al espejo—, termina el conjuro, que se va el tiempo.
—¿Y dónde está, Blancanieves, después de todo? —reflexionó el espejo, como si no la hubiera oído—. No es fácil seguir el rastro a esta locuela. ¿Supiste algo de ella después de que se fugara con esa panda de enanos a la casita del, uuhmmm, booosque?.
Una nube de furia roja envolvió la enhiesta figura de la Reina; así, vestida de negro, con las manos engarfiadas y agresivas, era un cuervo espantoso y temible. El tintineo de su corona, que rebotaba por el suelo, se mezcló con los hipos risueños del espejo.
—Cálmate, Majestad. Yo sé tus secretos; sé todo sobre el corazoncito que guardas celosamente; pero me ahoga la risa cuando digo “Bosque” y se te cae la corona. ¡Ja, ja, ja!
—¡Impertinente! —graznó la Soberana— ¡Te haré cortar…! ¡Bah. Ni siquiera tienes una cabeza! ¡Responde al conjuro: “Espejo de cristal y luz de estrellas, ¿quién en el mundo es la mujer más bella?” Vamos, dí lo que falta.
—¿Yooo? Reina, Reinita; ya pasas de los doscientos; eres todo lo bella que te permiten tu conciencia… y tus cremas.
—¡Ordinario! —gritó la Reina.
Su voz tensa y exasperada combinaba con las manos sarmentosas que sostenían al espejo, listas para hacerlo añicos contra el suelo.
—¡Ja, ja, ja! —rió el espejo con su carcajada chirriante de vidrio rayado. —Yo también paso de los doscientos, y vaya a saber cuántos. No es para tanto. Olvida lo de la conciencia; fue una broma…
—¡No me provoques la bilis! ¡Responde como debes!
Desde la cortina, un aleteo cortó por un instante el rayo de sol y avisó que se terminaba el tiempo.
—“Eres hermosa, oh Reina Soberana”—carraspeó el espejo—; “nada ensombrece la luz de tu mirada.”
—¿Dijiste “cof- cof” en medio del conjuro?
—No, fue una flema inoportuna, Reinita. Disculpa. A los viejos se nos escapa. Enseguida estarás renovada y bella como siempre.
La Reina suspiró y lo dejó sobre la consola del tocador en medio de un millón de cremas exóticas; con vuelo agitado abrió un pequeño cofre de oro; allí, el corazoncito del lechón sangraba otra vez, gracias al conjuro trucado.
Doscientos años habían pasado desde que el Hada Madrina le enseñó al espejo la fórmula nueva: “Sólo tose en medio del verso; así funcionará, para que Blancanieves pueda vivir feliz, para siempre”.
«¡Oh, la pócima de las maravillas! ¡Cómo huele, por Dios! Como su podrido corazón… Como mi propio corazón que se volvió mentiroso por su culpa».
¿Sufría? ¡Bah! Casi al instante se desternillaba de risa.
«Ya pasó. ¿Por qué ocultarlo? Ahora soy un duende tramposo; un cínico inteligente y divertido».
La reina se apretó la nariz, cerró los ojos y bebió haciendo arcadas. No advirtió que se deshacía otra vez, negra y fantasmal, en la ruina del castillo.
Desde los pliegues del cortinaje, la mariposa brillante regresaba al bosque:
—Hasta mañana, Hada Madrina,—saludó el espejo, que también se diluía perezosamente—. Cariños a Blancanieves.

No hay comentarios:

Publicar un comentario