Se giró al
escuchar el grito: ¡Lauraaa!… ¿ Arriba, en el aire tibio del atardecer? ¿O
dentro de su corazón?
De espaldas, a unos pasos del moderno edificio, se
disponía a subir al coche; la llave estaba en la cerradura. El semáforo se puso
en rojo. ¿Frenadas?
Levantó la cabeza, con la mano en la puerta
entreabierta; entonces lo vio volar en picada desde el octavo piso; allí, desde la terraza en donde habían pasado una
hora poniendo en orden su futuro de pareja en crisis. También volaban el
infaltable portafolios y uno de sus mocasines; no supo que estaba corriendo con
los brazos extendidos para recibirlo; tampoco advirtió el coqueto bolsito
beige, entreabierto, que se soltó de su mano; un labial, un portadocumentos y
el celular se desparramaron en la vereda,
Ismael caía inexorable, mudo y vacío, ya
desparramada su vida, sus papeles, sus planes, su actitud de triunfador; cincuenta
años de éxitos y ochenta kilos de importancia y no pesaba más que cualquier
papelito; a su paso se abrían ventanas de ignotas oficinas y el grito renacía
con los de tantos otros. Laura corría con toda su confusa y desesperada
angustia, ciega por la melena revuelta y por sus lágrimas secas. Su alarido
desgarrador, que sabía a duraznos y vodka, se había ligado al de Ismael, y al
de la gente en la vereda y en los ascensores; y él volaba,
quieto y rígido, muy cerca del
piso, mientras ella se ahogaba en el loco palpitar de su corazón.
«¿Qué hiciste?» «No, no; pará» «¡No te lo creíste!»
«Este tiempo que decidimos darnos…» «¿Todo estaba podrido para vos?» «¡No, no,
por favor!»
Crujió el tacón de su sandalia derecha. El reventón
de Ismael contra las baldosas estalló junto con el de su propia caída
amortiguada sobre el cuerpo sin rostro.
Después se apagaron sus sollozos histéricos; no oyó
el nuevo arranque de los autos, las
voces, ni las sirenas…
Enarboló su celular de niebla y contestó la llamada
muda: “Hola… Sí… Esperame en la terraza con unos daiquiris… Llego ´en cinco’,
más o menos…”
No hay comentarios:
Publicar un comentario