No sé si la pandemia decreció, terminó, o perdió interés político. Pero, al parecer, podremos reeditar "Las Fiestas", al modo tradicional,
ajetreado, aunque los bolsillos están bastante secos.
Mientras se acerca la Navidad, recuerdo un episodio que viví hace un par de años.
En estos tiempos de revisión de los valores humanos, mucha
gente dice que ha perdido la fe; otros, en cambio, se sienten profetas y gritan
desinteresadamente por la conversión, o reversión hacia los credos
tradicionales. Desde su propio espíritu apasionado apalean la molicie de nuestra “new-age”.
¿Fanáticos? ¿Voceros de un
negocio?... Lo cierto es que promueven milagros, como el de esta escena .
Ardiente mediodía de diciembre. Hace veinte minutos que la gente espera el
colectivo en la plaza. Por supuesto, está atrasado. Las campanas de la catedral
dan la una de la tarde con música de “Noche de Paz”.
De pronto explota la voz del predicador:
“¡Jesucristo es el único camino para la vida y la paz!”
Personaje conocido, si los hay en
Córdoba, siempre está a la sombra este moreno robusto y cuarentón que lleva una
cadena gruesa cruzada al pecho. Debe de tener alguna conexión con la empresa de
ómnibus; parece que le avisan cuando un coche viene atrasado; entonces, brota
de improviso en su bicicleta y comienza su labor redentora.
—¿Qué
esperas? ¿Qué esperas? ¿Llegar a tiempo para que no se te derritan los helados?
¿Cuidar que no se malogren los lechones que has comprado? ¿Así preparas la
Navidad?
Los pasajeros lo ignoran, comentan
los preparativos de la fiesta, miran las palomas y otean el camino del
transporte.
—¡Gula
y pecado! ¡Así preparas la llegada de tu Redentor!
—De
Papá Noel, ‘boludo’— grita un adolescente — ¡Viva ‘la joda’! ¡Tomá unas garrapiñadas para que te las …!
Algunos le chistan al pibe; otros
se ríen y lo palmean.
Se palpa el nerviosismo de los
que esperan. Tantean sus bolsos: efectivamente, se están ablandando los congelados.
—¡Hijo
de las Tinieblas! ¡Te vas a condenar!¡Traigo el aviso de la Justicia Divina!—sacude la estrepitosa cadena—¡Adoras a tu estómago, glotón
impío!¡Ya estás cebado, entonces!¡Tienes el cuchillo en tu barriga!
Y el colectivo no viene. Sobre la vereda hay
algunos charquitos de agua y frutas apretadas. Crece la tensión. Un hombre
obeso lo mira con odio. Una jovencita desaliñada trata de calmar al bebé glotón,
dándole de mamar.
Las campanas dan el primer cuarto
después de la una y el
predicador sigue con su atronadora letanía: los Romanos, los Gálatas, la
hipocresía del Papa…
«Ave
María Purísima»… Una
anciana se apoya en el carrito de compras, saca un rosario y un paquetito de
frutas frescas, y avanza
temblequeando y sacudiendo el rosario.
«¡Señora!
¡Cuidado!¡Es un loco!»
Entra
en el aura del predicador; él la mira extático; ella irradia una luz extraña,
mágica; puede que no sea ella, sino las baldosas quemantes de la plaza, pero…
—Hijo; hace mucho calor; tomá estas
uvas para que refresqués tu garganta…
Mágico
silencio. El predicador queda impactado; parece que viera a los ángeles, desparramando
su guión. Recibe las uvas, y empieza a comer.
La viejita le marca con el índice: “Uva número uno:
«No juzguen, y no serán juzgados; no
condenen, y no serán condenados». Uva número dos: «El que come, para el Señor
come, porque da gracias a Dios». Uva número…
Frena
el colectivo delante de la ‘cola’. «No abrás la boca», le sopla el gordo al
adolescente, que es el primero de la fila. «Ni se te ocurra decirle que deje de
comer, por favor» dicen los pasajeros mientras suben.
—Adelante, señora. Suba que la
ayudo con el changuito.
El
predicador sigue comiendo, calladito, a la sombra. Suena la una y media, y las
campanas cantan Noche de Paz.
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