—¡Ya
voy!—gritó por encima del chirrido incesante
del timbre.
Se levantó del sillón, de un salto.
Justo cuando el asesino de la
serie aprontaba su revólver, abrió de un tirón la puerta de calle. Resonaron
dos explosiones: el estallido del revólver en la tele, y el de su experta
patada de karateca en la muñeca del
visitante. El arma que le apuntaba voló
por encima de la tapia.
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