Inocente, despreocupado y libre de escrúpulos, el Juancito había desayunado y ahora estaba sentado en el umbral de la cocina. Hacía una semana que estaba de vacaciones y se aburría. De a ratos la Paula, su mama, le hablaba, como a la fuerza: “Barré algo”. ”Ayudále al abuelo con los pollos”… Nada más.
Siempre la vida chata y rutinaria; la chacra, el corral, el gallinero… Un galpón grandote para comer y dormir en el suelo; y el pozo y los churquis, para el baño.
Seguía con la mirada a las moscas, le ladraba al perro, estiraba una pierna. se rascaba la cabeza… y jugueteaba con su pajarito. Era su juguete privado, que se erguía como un resorte imprevisible y lo catapultaba lejos de su vida solitaria, como si fuera una semilla voladora, un panadero.. No había demasiada etiqueta. Había visto, varias veces, los pájaros del abuelo o del peón, que se aliviaban entre los churquis.
Justo apareció el abuelo, cuchillo en mano; lo miró con severidad y picardía: “Ojo, m’hijito… Si te lo andás tocando, te lo corto a vos también”. Y se reía a carcajadas con el peón, el Evaristo y los otros peones de conchabo para el capado de los cerdos.
“¿A mí también? ¿Como a los chanchitos?” …
El abuelo con la cuchilla… los peones… el cerdito chillando desesperado, cabeza abajo. Y los dos floripones sobre el pasto… ¡Tantas veces había visto la escena!
Pero esa mañana, a los primeros chillidos, se escapó de la casa. Corría y tropezaba. Mientras se iban apagando los guarridos del animal, crecía su propio miedo.
Llevaba las manos crispadas sobre su pene, que apenas se insinuaba en la entrepierna del pantalón. Aquella parte de sí, inestable y misteriosa, que lo identificaba como “varoncito”, no se debía tocar ¡Y podía ser lastimada, destruida!
Se detuvo jadeante a la orilla del río, sin miedo a los caimanes ni a las víboras; tendido en el barro como un chanchito feliz, recuperó el aliento, y se dejó envolver, sin preocupaciones, por el silencio, por su propia presencia casi desnuda, por el bullir de su ignorada hombría.
Bastante después lo sobresaltó un ruido hecho como de gritos ahogados y suspiros, que agitaba la espesura.. . ¿ Monos?… ¿Jaguares?… Se acercó sigiloso… Espió entre la hojarasca. Eran la Paula y el Evaristo. Estuvo a punto de llamarlos, pero se pasmó cuando vio que estaban desnudos, tirados en el suelo, como anudados…. Los pechos enormes de su mama, se balanaceaban como campanas y el Evaristo la apretaba contra la panza, donde había algo como… ¿un palo? …muy grueso, amoratado… que empujó entre las piernas abiertas de la mujer. Estuvieron un rato, sacudiéndose, jadeando. El Evaristo cayó como cansado y la Paula, inerte, esperó a que se levantara
Cuando se separaron, el palo era otra vez un“pajarito” grandote y desinflado. Y su mama tenía el pelo revuelto y la cara triste, de todos los días. Cada cual se puso su ropa y se fue.
Ohh. Igual que los chanchos: machos y hembras… .El Juancito volvió pensativo a la orilla…¿Habría intuído parte del misterio de su “pajarito”. ¿Y de la soledad de su mama?
La siesta ardía sobre el río oscuro y burbujeante, cuando vio que pasaba una canoa.
En la espesura, una chica, tal vez la Paula, había imaginado grullas y tortugas siesteando al sol, brillando en el barro… Se tentó de no cuidarse; de lanzar sus miedos al agua, con el fardo liviano de su ropa. Se imaginó a sí misma, en una canoa, tendida al sol, también desnuda, acariciándose. Los remos se mecían en un palmoteo mágico, mientras el río se la llevaba lejos… lejos del chiquero… y del miedo a los chanchos.
—¡Chancho
inmundo!—repicaban muertos de risa, los
remos fugitivos.
De reojo vio al muchacho, que la saludaba, tan niño todavía, y lo subió a su canoa para hablarle y acariciarlo. Y los dos viajaron hacia el atardecer.
Inocente, despreocupado y libre de escrúpulos, el Juancito había desayunado y ahora estaba sentado en el umbral de la cocina. Hacía una semana que estaba de vacaciones y se aburría. De a ratos la Paula, su mama, le hablaba, como a la fuerza: “Barré algo”. ”Ayudále al abuelo con los pollos”… Nada más.
Siempre la vida chata y rutinaria; la chacra, el corral, el gallinero… Un galpón grandote para comer y dormir en el suelo; y el pozo y los churquis, para el baño.
Seguía con la mirada a las moscas, le ladraba al perro, estiraba una pierna. se rascaba la cabeza… y jugueteaba con su pajarito. Era su juguete privado, que se erguía como un resorte imprevisible y lo catapultaba lejos de su vida solitaria, como si fuera una semilla voladora, un panadero.. No había demasiada etiqueta. Había visto, varias veces, los pájaros del abuelo o del peón, que se aliviaban entre los churquis.
Justo apareció el abuelo, cuchillo en mano; lo miró con severidad y picardía: “Ojo, m’hijito… Si te lo andás tocando, te lo corto a vos también”. Y se reía a carcajadas con el peón, el Evaristo y los otros peones de conchabo para el capado de los cerdos.
“¿A mí también? ¿Como a los chanchitos?” …
El abuelo con la cuchilla… los peones… el cerdito chillando desesperado, cabeza abajo. Y los dos floripones sobre el pasto… ¡Tantas veces había visto la escena!
Pero esa mañana, a los primeros chillidos, se escapó de la casa. Corría y tropezaba. Mientras se iban apagando los guarridos del animal, crecía su propio miedo.
Llevaba las manos crispadas sobre su pene, que apenas se insinuaba en la entrepierna del pantalón. Aquella parte de sí, inestable y misteriosa, que lo identificaba como “varoncito”, no se debía tocar ¡Y podía ser lastimada, destruida!
Se detuvo jadeante a la orilla del río, sin miedo a los caimanes ni a las víboras; tendido en el barro como un chanchito feliz, recuperó el aliento, y se dejó envolver, sin preocupaciones, por el silencio, por su propia presencia casi desnuda, por el bullir de su ignorada hombría.
Bastante después lo sobresaltó un ruido hecho como de gritos ahogados y suspiros, que agitaba la espesura.. . ¿ Monos?… ¿Jaguares?… Se acercó sigiloso… Espió entre la hojarasca. Eran la Paula y el Evaristo. Estuvo a punto de llamarlos, pero se pasmó cuando vio que estaban desnudos, tirados en el suelo, como anudados…. Los pechos enormes de su mama, se balanaceaban como campanas y el Evaristo la apretaba contra la panza, donde había algo como… ¿un palo? …muy grueso, amoratado… que empujó entre las piernas abiertas de la mujer. Estuvieron un rato, sacudiéndose, jadeando. El Evaristo cayó como cansado y la Paula, inerte, esperó a que se levantara
Cuando se separaron, el palo era otra vez un“pajarito” grandote y desinflado. Y su mama tenía el pelo revuelto y la cara triste, de todos los días. Cada cual se puso su ropa y se fue.
Ohh. Igual que los chanchos: machos y hembras… .El Juancito volvió pensativo a la orilla…¿Habría intuído parte del misterio de su “pajarito”. ¿Y de la soledad de su mama?
La siesta ardía sobre el río oscuro y burbujeante, cuando vio que pasaba una canoa.
En la espesura, una chica, tal vez la Paula, había imaginado grullas y tortugas siesteando al sol, brillando en el barro… Se tentó de no cuidarse; de lanzar sus miedos al agua, con el fardo liviano de su ropa. Se imaginó a sí misma, en una canoa, tendida al sol, también desnuda, acariciándose. Los remos se mecían en un palmoteo mágico, mientras el río se la llevaba lejos… lejos del chiquero… y del miedo a los chanchos.
—¡Chancho
inmundo!—repicaban muertos de risa, los
remos fugitivos.
De reojo vio al muchacho, que la saludaba, tan niño todavía, y lo subió a su canoa para hablarle y acariciarlo. Y los dos viajaron hacia el atardecer.
Inocente, despreocupado y libre de escrúpulos, el Juancito había desayunado y ahora estaba sentado en el umbral de la cocina. Hacía una semana que estaba de vacaciones y se aburría. De a ratos la Paula, su mama, le hablaba, como a la fuerza: “Barré algo”. ”Ayudále al abuelo con los pollos”… Nada más.
Siempre la vida chata y rutinaria; la chacra, el corral, el gallinero… Un galpón grandote para comer y dormir en el suelo; y el pozo y los churquis, para el baño.
Seguía con la mirada a las moscas, le ladraba al perro, estiraba una pierna. se rascaba la cabeza… y jugueteaba con su pajarito. Era su juguete privado, que se erguía como un resorte imprevisible y lo catapultaba lejos de su vida solitaria, como si fuera una semilla voladora, un panadero.. No había demasiada etiqueta. Había visto, varias veces, los pájaros del abuelo o del peón, que se aliviaban entre los churquis.
Justo apareció el abuelo, cuchillo en mano; lo miró con severidad y picardía: “Ojo, m’hijito… Si te lo andás tocando, te lo corto a vos también”. Y se reía a carcajadas con el peón, el Evaristo y los otros peones de conchabo para el capado de los cerdos.
“¿A mí también? ¿Como a los chanchitos?” …
El abuelo con la cuchilla… los peones… el cerdito chillando desesperado, cabeza abajo. Y los dos floripones sobre el pasto… ¡Tantas veces había visto la escena!
Pero esa mañana, a los primeros chillidos, se escapó de la casa. Corría y tropezaba. Mientras se iban apagando los guarridos del animal, crecía su propio miedo.
Llevaba las manos crispadas sobre su pene, que apenas se insinuaba en la entrepierna del pantalón. Aquella parte de sí, inestable y misteriosa, que lo identificaba como “varoncito”, no se debía tocar ¡Y podía ser lastimada, destruida!
Se detuvo jadeante a la orilla del río, sin miedo a los caimanes ni a las víboras; tendido en el barro como un chanchito feliz, recuperó el aliento, y se dejó envolver, sin preocupaciones, por el silencio, por su propia presencia casi desnuda, por el bullir de su ignorada hombría.
Bastante después lo sobresaltó un ruido hecho como de gritos ahogados y suspiros, que agitaba la espesura.. . ¿ Monos?… ¿Jaguares?… Se acercó sigiloso… Espió entre la hojarasca. Eran la Paula y el Evaristo. Estuvo a punto de llamarlos, pero se pasmó cuando vio que estaban desnudos, tirados en el suelo, como anudados…. Los pechos enormes de su mama, se balanaceaban como campanas y el Evaristo la apretaba contra la panza, donde había algo como… ¿un palo? …muy grueso, amoratado… que empujó entre las piernas abiertas de la mujer. Estuvieron un rato, sacudiéndose, jadeando. El Evaristo cayó como cansado y la Paula, inerte, esperó a que se levantara
Cuando se separaron, el palo era otra vez un“pajarito” grandote y desinflado. Y su mama tenía el pelo revuelto y la cara triste, de todos los días. Cada cual se puso su ropa y se fue.
Ohh. Igual que los chanchos: machos y hembras… .El Juancito volvió pensativo a la orilla…¿Habría intuído parte del misterio de su “pajarito”. ¿Y de la soledad de su mama?
La siesta ardía sobre el río oscuro y burbujeante, cuando vio que pasaba una canoa.
En la espesura, una chica, tal vez la Paula, había imaginado grullas y tortugas siesteando al sol, brillando en el barro… Se tentó de no cuidarse; de lanzar sus miedos al agua, con el fardo liviano de su ropa. Se imaginó a sí misma, en una canoa, tendida al sol, también desnuda, acariciándose. Los remos se mecían en un palmoteo mágico, mientras el río se la llevaba lejos… lejos del chiquero… y del miedo a los chanchos.
—¡Chancho
inmundo!—repicaban muertos de risa, los
remos fugitivos.
De reojo vio al muchacho, que la saludaba, tan niño todavía, y lo subió a su canoa para hablarle y acariciarlo. Y los dos viajaron hacia el atardecer.
Inocente, despreocupado y libre de escrúpulos, el Juancito había desayunado y ahora estaba sentado en el umbral de la cocina. Hacía una semana que estaba de vacaciones y se aburría. De a ratos la Paula, su mama, le hablaba, como a la fuerza: “Barré algo”. ”Ayudále al abuelo con los pollos”… Nada más.
Siempre la vida chata y rutinaria; la chacra, el corral, el gallinero… Un galpón grandote para comer y dormir en el suelo; y el pozo y los churquis, para el baño.
Seguía con la mirada a las moscas, le ladraba al perro, estiraba una pierna. se rascaba la cabeza… y jugueteaba con su pajarito. Era su juguete privado, que se erguía como un resorte imprevisible y lo catapultaba lejos de su vida solitaria, como si fuera una semilla voladora, un panadero.. No había demasiada etiqueta. Había visto, varias veces, los pájaros del abuelo o del peón, que se aliviaban entre los churquis.
Justo apareció el abuelo, cuchillo en mano; lo miró con severidad y picardía: “Ojo, m’hijito… Si te lo andás tocando, te lo corto a vos también”. Y se reía a carcajadas con el peón, el Evaristo y los otros peones de conchabo para el capado de los cerdos.
“¿A mí también? ¿Como a los chanchitos?” …
El abuelo con la cuchilla… los peones… el cerdito chillando desesperado, cabeza abajo. Y los dos floripones sobre el pasto… ¡Tantas veces había visto la escena!
Pero esa mañana, a los primeros chillidos, se escapó de la casa. Corría y tropezaba. Mientras se iban apagando los guarridos del animal, crecía su propio miedo.
Llevaba las manos crispadas sobre su pene, que apenas se insinuaba en la entrepierna del pantalón. Aquella parte de sí, inestable y misteriosa, que lo identificaba como “varoncito”, no se debía tocar ¡Y podía ser lastimada, destruida!
Se detuvo jadeante a la orilla del río, sin miedo a los caimanes ni a las víboras; tendido en el barro como un chanchito feliz, recuperó el aliento, y se dejó envolver, sin preocupaciones, por el silencio, por su propia presencia casi desnuda, por el bullir de su ignorada hombría.
Bastante después lo sobresaltó un ruido hecho como de gritos ahogados y suspiros, que agitaba la espesura.. . ¿ Monos?… ¿Jaguares?… Se acercó sigiloso… Espió entre la hojarasca. Eran la Paula y el Evaristo. Estuvo a punto de llamarlos, pero se pasmó cuando vio que estaban desnudos, tirados en el suelo, como anudados…. Los pechos enormes de su mama, se balanaceaban como campanas y el Evaristo la apretaba contra la panza, donde había algo como… ¿un palo? …muy grueso, amoratado… que empujó entre las piernas abiertas de la mujer. Estuvieron un rato, sacudiéndose, jadeando. El Evaristo cayó como cansado y la Paula, inerte, esperó a que se levantara
Cuando se separaron, el palo era otra vez un“pajarito” grandote y desinflado. Y su mama tenía el pelo revuelto y la cara triste, de todos los días. Cada cual se puso su ropa y se fue.
Ohh. Igual que los chanchos: machos y hembras… .El Juancito volvió pensativo a la orilla…¿Habría intuído parte del misterio de su “pajarito”. ¿Y de la soledad de su mama?
La siesta ardía sobre el río oscuro y burbujeante, cuando vio que pasaba una canoa.
En la espesura, una chica, tal vez la Paula, había imaginado grullas y tortugas siesteando al sol, brillando en el barro… Se tentó de no cuidarse; de lanzar sus miedos al agua, con el fardo liviano de su ropa. Se imaginó a sí misma, en una canoa, tendida al sol, también desnuda, acariciándose. Los remos se mecían en un palmoteo mágico, mientras el río se la llevaba lejos… lejos del chiquero… y del miedo a los chanchos.
—¡Chancho
inmundo!—repicaban muertos de risa, los
remos fugitivos.
De reojo vio al muchacho, que la saludaba, tan niño todavía, y lo subió a su canoa para hablarle y acariciarlo. Y los dos viajaron hacia el atardecer.
Inocente, despreocupado y libre de escrúpulos, el Juancito había desayunado y ahora estaba sentado en el umbral de la cocina. Hacía una semana que estaba de vacaciones y se aburría. De a ratos la Paula, su mama, le hablaba, como a la fuerza: “Barré algo”. ”Ayudále al abuelo con los pollos”… Nada más.
Siempre la vida chata y rutinaria; la chacra, el corral, el gallinero… Un galpón grandote para comer y dormir en el suelo; y el pozo y los churquis, para el baño.
Seguía con la mirada a las moscas, le ladraba al perro, estiraba una pierna. se rascaba la cabeza… y jugueteaba con su pajarito. Era su juguete privado, que se erguía como un resorte imprevisible y lo catapultaba lejos de su vida solitaria, como si fuera una semilla voladora, un panadero.. No había demasiada etiqueta. Había visto, varias veces, los pájaros del abuelo o del peón, que se aliviaban entre los churquis.
Justo apareció el abuelo, cuchillo en mano; lo miró con severidad y picardía: “Ojo, m’hijito… Si te lo andás tocando, te lo corto a vos también”. Y se reía a carcajadas con el peón, el Evaristo y los otros peones de conchabo para el capado de los cerdos.
“¿A mí también? ¿Como a los chanchitos?” …
El abuelo con la cuchilla… los peones… el cerdito chillando desesperado, cabeza abajo. Y los dos floripones sobre el pasto… ¡Tantas veces había visto la escena!
Pero esa mañana, a los primeros chillidos, se escapó de la casa. Corría y tropezaba. Mientras se iban apagando los guarridos del animal, crecía su propio miedo.
Llevaba las manos crispadas sobre su pene, que apenas se insinuaba en la entrepierna del pantalón. Aquella parte de sí, inestable y misteriosa, que lo identificaba como “varoncito”, no se debía tocar ¡Y podía ser lastimada, destruida!
Se detuvo jadeante a la orilla del río, sin miedo a los caimanes ni a las víboras; tendido en el barro como un chanchito feliz, recuperó el aliento, y se dejó envolver, sin preocupaciones, por el silencio, por su propia presencia casi desnuda, por el bullir de su ignorada hombría.
Bastante después lo sobresaltó un ruido hecho como de gritos ahogados y suspiros, que agitaba la espesura.. . ¿ Monos?… ¿Jaguares?… Se acercó sigiloso… Espió entre la hojarasca. Eran la Paula y el Evaristo. Estuvo a punto de llamarlos, pero se pasmó cuando vio que estaban desnudos, tirados en el suelo, como anudados…. Los pechos enormes de su mama, se balanaceaban como campanas y el Evaristo la apretaba contra la panza, donde había algo como… ¿un palo? …muy grueso, amoratado… que empujó entre las piernas abiertas de la mujer. Estuvieron un rato, sacudiéndose, jadeando. El Evaristo cayó como cansado y la Paula, inerte, esperó a que se levantara
Cuando se separaron, el palo era otra vez un“pajarito” grandote y desinflado. Y su mama tenía el pelo revuelto y la cara triste, de todos los días. Cada cual se puso su ropa y se fue.
Ohh. Igual que los chanchos: machos y hembras… .El Juancito volvió pensativo a la orilla…¿Habría intuído parte del misterio de su “pajarito”. ¿Y de la soledad de su mama?
La siesta ardía sobre el río oscuro y burbujeante, cuando vio que pasaba una canoa.
En la espesura, una chica, tal vez la Paula, había imaginado grullas y tortugas siesteando al sol, brillando en el barro… Se tentó de no cuidarse; de lanzar sus miedos al agua, con el fardo liviano de su ropa. Se imaginó a sí misma, en una canoa, tendida al sol, también desnuda, acariciándose. Los remos se mecían en un palmoteo mágico, mientras el río se la llevaba lejos… lejos del chiquero… y del miedo a los chanchos.
—¡Chancho
inmundo!—repicaban muertos de risa, los
remos fugitivos.
De reojo vio al muchacho, que la saludaba, tan niño todavía, y lo subió a su canoa para hablarle y acariciarlo. Y los dos viajaron hacia el atardecer.
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