Tenía siete años cuando fui con mis padres a Buenos Aires en el tren que venía del norte, desde La Quiaca. Para ir a la capital había que viajar doce horas, con buena suerte.
El guarda nos acompañó a un coqueto camarote, pulcro y perfumado, revisó los boletos y se fue; creo que nos dormimos enseguida.
En algún momento desperté con muchas ganas de hacer pis. Me confié de mi experiencia viajera y encontré pronto un baño, aunque estaba cerrado con llave.
Bastante apurada, avancé bamboleante en la penumbra hasta una puerta. Detrás, otra realidad: el olor penetrante a comida vieja, vino y orines me golpeó la nariz y el estómago; resaltaban los bultos de gente dormida en el suelo, envuelta en ponchos coloridos y con los sombreros puestos; en medio de las personas había un desparramo de canastos, ollas y… hasta algunas ‘pelelas’.
Un muchacho se sentó en su ‘cama’ y me miró sorprendido; me sonrió, pero yo le tuve miedo: era ‘un pobre’; y los pobres eran todos malos, borrachos y ladrones… Yo estaba paralizada de horror y vergüenza: me estaba orinando. Empecé a gritar: “mamá, papá…”
Apareció el guarda muy eficiente; me tomó la mano de inmediato y me llevó con mis padres, que ni siquiera habían notado mi ausencia: otra vez el bienestar, los mimos. Yo no olía a rosas, para espanto de mi mamá; pero lo solucionamos enseguida; en el camarote había un bañito ‘paquete’ y en mi maleta, ropa suficiente para abrir una tienda.
Cuando fuimos a desayunar al comedor, pregunté por los pasajeros ‘pobres’.
—Son “collas”— dijo papá.— ¡Pobre gente! Casi cuarenta horas de viaje, sin plata y con los baños cerrados. No saben usarlos y los ensucian y atascan.
—¿Vos sabés que hace mucho eran príncipes en las montañas?— preguntó mamá, como de pasada.
—¿Y por qué van así a Buenos Aires con todas sus cosas y sus hijos? ¿Para qué?
—Para ver si consiguen trabajar. Pobres— volvió a decir— ¡qué destino!
Las masitas del desayuno se me volvieron amargas… Me quedé cautiva de este mundo extraño al que acababa de asomarme.
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