Es de madrugada cuando
subimos al tren. Hace mucho frío. La estación tiene ese desagradable olor en
que se mezclan la combustión de los motores y los fritos para el desayuno de
los clientes.
Con las ventanillas cerradas para evitar alguna pedrada clandestina, nos vamos
alejando de los pueblos aledaños a la capital. Algunos bostezos perezosos y los
primeros mates nos van integrando a la travesía. Se levantan las persianas y
ahí están el sol y las montañas.
Una infinita variedad de paisajes se va desplegando al paso del tren; sobre la
base rocosa, gigantesca, los colores se encienden, lucen y dejan paso a la
tonalidad siguiente: marrón, ocre, naranja, rojo, blanco; al borde de un hilo
de agua cristalina verdea una insólita huerta; en medio de la soledad, una
inesperada capillita blanca; una manada de guanacos nos espía entre cardones; y
una bandera argentina flamea sobre una escuelita de adobes, junto a una
colorida Wiphala, la bandera de los Pueblos Originales… El hombre se ha
acurrucado al resguardo del frío y de los vientos arropado por su bandera arco
iris.
No hace mucho que leí sobre la Wiphala: combina, en cuadraditos, los colores
del arco iris; simboliza la cosmovisión andina; expresa una filosofía de vida
ordenada; muestra cómo estar seguro, en el lugar que nos ha dado la vida.
Y la vida palpita en pequeños pueblos chatos, marrones, como Chorrillos,
Muñano, Ingeniero Maury, Santa Rosa de Tastil… Un hombre maneja un arado
rudimentario, una mujer cuelga la ropa lavada, en medio del viento. Y el tren
sigue jadeando, crujiendo, pero siempre subiendo.
Un complicado sistema de “rulos”y ruedas especiales permite que el tren afronte
en zig-zag las cuestas empinadísimas, y nos lleve a la cima.
El viaje dura unas cinco horas; en varios tramos retrocede para lograr un
envión eficiente hacia las nubes. La tecnología del tren es sorprendente, pero
no moderna. El hombre, empujado por motivaciones tan opuestas como el afán de
aventuras y los intereses económicos y políticos, ha activado su inteligencia
para llegar a los escenarios de la vida aborigen y de la historia patria… (O
para comunicar mejor a los pueblos y al comercio andino. ¿Por qué no? )
Sin duda, esto no es un trekking por las Sierras de Córdoba. Esto se disfruta
diferente; es casi...¿un viaje astral?. Nuestro cuerpo está pegado a la butaca,
al vidrio empañado, mientras el alma se vuela hacia el mundo helado y ventoso
de las raíces ancestrales.
Entre traqueteos, fotos y mareos de "apunados" vamos trenzando impresiones
con los vecinos de viaje, otros desconocidos argentinos. Todos disfrutamos de
esta tierra nuestra, tan áspera y llena de historia; todos atenuamos en el
corazón lo que sabemos: que no somos los dueños, sino los hijos de los que
usurparon una cultura, con mejores o peores intenciones.
Y yo me siento agradecida porque descubro la belleza y la fuerza de la vida en
ángulos diferentes.
Llegamos: pasamos sin detenernos frente a una ciudad: San Antonio de los
Cobres. El nombre está construido en piedras adosadas a la ladera.
Y aquí estamos en La Polvorilla, un puente increíble. Como una oruga gigantesca
el tren ha trepado hasta allí y nos deja, al borde de un abismo de pesadilla,
imaginando la puja de la fortaleza del hombre y la de la naturaleza: hierro en
las entrañas de las rocas; hierro en el desafiante trenzado del puente… Sueños
de aventura, miedo, vértigo... Otra vez al tren.
Retrocedemos a la ciudad; es una ciudad- pueblo, pequeña, de alrededor de cinco
mil habitantes, donde hay que estar enraizado, desde siglos, para convivir con
el viento seco y helado, más allá del paseo turístico.
Y el turismo le da de comer, como en un tiempo lo hacían las mulas y las minas
de cobre. Un guía explica que San Antonio es el protector de los arrieros de
mulas; este es el Antiguo Camino al Alto Perú, por donde transitaba la riqueza
de metales y animales de carga; un día, despertó el Atlántico y brotó Buenos
Aires.
Una alfombra de vendedores ambulantes se extiende al pie del tren, en La
Polvorilla y en San Antonio, únicas paradas del larguísimo viaje. Yo pienso en
los incas soberbios, casi míticos que llegaron hasta aquí con los largos dedos
de su Imperio. El bebé que saluda y sonríe a los turistas, con la manita
extendida para la moneda o el caramelo; los adolescentes que sostienen
corderitos entre los brazos en procura de ser fotografiados; hombres y mujeres
que despliegan los mismos aguayos, medias, gorritos y carteras que vemos en
cualquier otro punto del noroeste turístico (y en nuestra peatonal cordobesa),
nos dejan una impronta tristona de decadencia cultural. Pero están vivos, en su
idioma, en su filosofía, en su wiphala; enfrentan la realidad y se sumergen en
este sincretismo que les permite la supervivencia material y espiritual.
Ninguno de ellos se acerca al tren; todos somos argentinos, pero no somos
compatriotas; triste, ¿no?; una guardia policial asegura que "ellos"
nos atraigan, pero que no nos molesten; la paradoja es que los agentes también
son "originarios".
Cargados de fotos compradas por monedas y de artesanías depreciadas,
incorporadas a la industria turística, volvemos al tren para el regreso. ¿Podré integrar en mis escritos tantas formas de ser argentinos?