La primavera ha hecho de mi jardín inhóspito
una fragante coctelera de flores coloridas.
En la vibrante conmoción de trinos, en el compañerismo del perfume,
has venido al banquete, bailarina,
Embriágate, bonita mariposa Invítame a soñar con días de cordura
mientras sigues tu régimen de rosas y jazmines.
Llena de calma este vacío oscuro, de amor y de confianza; y borra lo obsoleto de mi rencor antiguo. Es mágico.
En la línea sinuosa de tu vuelo la amarga ingratitud se desdibuja,
el odio se diluye.
Territorio- 2016
Blog para recopilar y compartir mis escritos, fragmentos de lecturas que me han impactado y algunas informaciones útiles para escritores
domingo, 11 de marzo de 2018
El perdón
Juana y Blanca murieron el mismo día, a la misma hora: un Viernes Santo a las tres de la tarde.
Esto determinó que la separación que se habían impuesto cinco años atrás terminara, de golpe, a la Puerta del Paraíso.
Una historia de amor frustrado, engaño, envidia y muerte había separado a las hermanas. En el medio estaba el fantasma de Ismael. Blanca lo amaba y Juana se lo había quitado con un embarazo fingido. Blanca se confió a una bruja, y el bebedizo que ella le dio para recobrarlo resultó mortal para Ismael.
Junto a la puerta, Juana y Blanca se agitaban enfrentadas en anhelos de sangre; pero no había uñas, ni manos, ni carótidas: sólo el odio, mal sepultado bajo una montaña de buenas obras con las que buscaron, inútilmente, sanar en vida su ira y remordimiento,
La Puerta del Paraíso estaba cerrada con un grueso candado de nubes indestructibles: pero el frenesí de los sentimientos de las mujeres sacudió la Puerta; Jesús y el bueno de San Pedro alcanzaron a oírlo.
—Maestro— rezongó el viejo portero—Son las que mataron a Ismael. Otro par de almas indignas, que pretenden la bienaventuranza. Justamente en este día…
Jesús hizo un gesto de infinita paciencia: «Pedro… no te olvides del gallo…! Avísale a Ismael y a los querubines»
Como en el “Hágase” del Paraíso, Ismael apareció en medio de las hermanas y las abrazó en silencio. Los angelitos rompieron a cantar: «Perdón, perdón. Mi alma tienes sed de Ti», Y ellas lo coreaban bañadas de lágrimas y de luz. «Perdón, hermana,» sollozó Blanca». «Perdón, hermana,» suspiró Juana.
Ahora la puerta estaba abierta. Las manos de Jesús, claveteadas y resucitadas desde la eternidad, dibujaban sobre sus cabezas las buenas obras que habían realizado.
«Yo soy el Perdón», sintieron más que oyeron.
Y se encontraron en el Cielo.
Territorio de Escritores - 2016
El perdón
Aquí y ahora (2016)
(Para Territorio de Escritores- 2016)
Cuando leí “Autorretrato”, corrí a esconderme detrás de mi
armario de paradojas: timidez y audacia; humildad y soberbia…
Finalmente, después de alinear mis chakras, decidí sumarme al reto.
Me autoanalizo mientras busco mis anteojos. En la maceta de
clavelinas, no. En el piano, no. ¿En la heladera? ¡Sííí!… ¡Y también el mate!
Por suerte lo encontré antes de prepararme a cebar.
Bueno. Es normal, a mis agostos, tener la memoria errática;
y este es un rasgo notable de mi retrato.
Aquí va otro: Salgo a la calle con la misma ropa que usé
para arreglar el jardín: bermudas, musculosa y ojotas; y con el mismo
despeinado que maduró en ese proceso; total, voy hasta el almacén de la esquina…
Después, seguramente, omitiré maquillaje
y peluquería antes de ir a una reunión
social.
Me presento: Soy maestra y artista. A lo largo del camino aprendí a leer, a
cantar, a tocar el piano y la guitarra, a escribir literatura. Fui maestra
desde los dieciséis años; me jubilé hace veinticinco; y sigo dando clases en
Centros de Jubilados.
Soy única, como cualquier otro mortal, pero me encanta la complementariedad,
que se va haciendo a fuerza de arriesgarse a “meter la pata” y sacarla sin
salpicarse; en los “gracias” y los
“perdona” que van pasando por la vida.
Ella me ha ido dando mil oportunidades de ser buena persona.
La más importante, mi familia de origen, numerosa, luchadora y disciplinada. La
otra, paradójicamente, el desastre argentino del “Proceso”, que me puso de cara
ante la responsabilidad política y las decisiones personales maduras. Y,
finalmente, mi queridísimo marido, tan diferente y tan indispensable. Hace
cuarenta y dos años formamos nuestra nueva familia. Tenemos tres hijos y dos
nietitos. Realmente, nos amamos.
Creo que soy, ante todo, honesta; le hago mucho caso a mi
conciencia; es lo que me quedó de la estricta religiosidad de mis padres.
Mi aprendizaje y mi enseñanza más valiosos: observar y
esperar mi turno para hablar y enseñar.
Algo lindo y frecuente es este whatsapp: “Abu, cantanos un cuentito
tuyo”.
Mirándome
(Texto redactado en 2016, para Territorio de escritores)
Soy una viejita distraída y bastante sorda que pierde los anteojos y los encuentra en la heladera; que se enreda con el teclado del celular, y no tiene problemas para ir vestida como quiere y despeinada a donde se le antoja.
Y que no sabe de un gozo más grande que este frecuente whatsapp: “Abu, hacenos un cuento para cantar, que vamos esta tarde a tu casa.”
Bien; por lo menos soy realista.
Al objetivo, entonces: autorretrato
Soy una linda planta que ha crecido a fuerza de “adelantes”, “permisos”, “disculpas” y “muchas gracias”.
Lo mismo que cualquiera, soy única, mortal y perfectible. Mi sueño de inmortalidad está en los frutos del árbol de mi vida; y no hay árbol si no hay fecundación, contacto; si hay demasiadas piedras de caprichos, y demasiados yuyos de pereza.
Creo que lo mejor de mí, es la voz de mi conciencia; ella regula mis impulsos y me da energía para seguir creciendo.
Me defino maestra y artista; tal vez las dos palabras suenen a soberbia, pero son verdades. He sido y soy docente de por vida; pero fui modelando los ímpetus de rehacer el mundo a mi manera; a veces no fue fácil, pero aprendí a escuchar, a observar, a esperar los tiempos y las ilusiones de los otros; a rechazar la violencia y a aceptar que existe lo imposible..
Y soy artista, porque soy creativa: pongo mi voz en la música, en las letras, en el jardín, en la cocina… y en el amor a mi familia: mi marido, mis hijos y mis nietos.
Así voy abriendo desagües en mis propias macetas, para que no se ahoguen mis raíces,Mirándome
Soy una viejita distraída y bastante sorda que pierde los anteojos y los encuentra en la heladera; que se enreda con el teclado del celular, y no tiene problemas para ir vestida como quiere y despeinada a donde se le antoja.
Y que no sabe de un gozo más grande que este frecuente whatsapp: “Abu, hacenos un cuento para cantar, que vamos esta tarde a tu casa.”
Bien; por lo menos soy realista.
Al objetivo, entonces: autorretrato
Soy una linda planta que ha crecido a fuerza de “adelantes”, “permisos”, “disculpas” y “muchas gracias”.
Lo mismo que cualquiera, soy única, mortal y perfectible. Mi sueño de inmortalidad está en los frutos del árbol de mi vida; y no hay árbol si no hay fecundación, contacto; si hay demasiadas piedras de caprichos, y demasiados yuyos de pereza.
Creo que lo mejor de mí, es la voz de mi conciencia; ella regula mis impulsos y me da energía para seguir creciendo.
Me defino maestra y artista; tal vez las dos palabras suenen a soberbia, pero son verdades. He sido y soy docente de por vida; pero fui modelando los ímpetus de rehacer el mundo a mi manera; a veces no fue fácil, pero aprendí a escuchar, a observar, a esperar los tiempos y las ilusiones de los otros; a rechazar la violencia y a aceptar que existe lo imposible..
Y soy artista, porque soy creativa: pongo mi voz en la música, en las letras, en el jardín, en la cocina… y en el amor a mi familia: mi marido, mis hijos y mis nietos.
Así voy abriendo desagües en mis propias macetas, para que no se ahoguen mis raíces,Mirándome
jueves, 22 de febrero de 2018
Poema para una imagen
- I) Bate el mar en la costa su llamado,
- su incesante caricia milenaria;
- y la tierra, eterna adolescente
- inflamada de soles, se alboroza,
- y se hace madre de árboles,
- de los mismos que albergan nuestra historia.
- II) Baten mis manos el parche
- de mi tambor de madera.
- Baten tus pies, en la danza,
- tu cadera adolescente.
Palmera entre las palmeras
respondes a mi llamado
como la costa al océano.
Y muy cerca, a la sombra del castaño,
espera mi cabaña de madera.
Allí somos los dos, de mar y tierra;
vida bullente, savia de los hijos,
savia de árboles nuevos.
III- Y ahora vamos llorando, en la barcaza,
fugitivos del mar y la violencia.
Arrancados de cuajo, somos árboles
portadores de historias y de sueños,
¿Habrá otra tierra para que podamos
arraigarnos en paz, vivir sin miedos?
¿Habrá para nosotros un regreso
aunque la madre esté tan lejos, tan ajena?
EN EL CIRCO (Poesía)
¡Sorpréndeme otra vez, carpa del circo,
dromedario sentado en el baldío!
Presa de la nostalgia,
la vejez me zambulle
en la inefable distracción que me prometes.
Y me gusta sentir cómo me invade
la paz de mi inocencia
mientras trepo la escarpada gradería
que me acerca a los sueños.
Aquí veré de cerca al saltimbanqui
Y a la volatinera tan deseada
que vuela de la soga hasta el trapecio
como una mariposa colorida.
¿Cómo puede existir algo tan bello
bajo esta vieja lona agujereada?
Cuando suena el telón de los tambores
me sacudo el ensueño y voy bajando,
como por un acantilado
en busca de un payaso badulaque
que me haga reír a carcajadas;
así me alejaré por un momento,
entre sueños y aplausos,
de la demencia injusta e inhumana
que espía amenazante nuestros pasos.
:
RETO Nº 70: EL JUEGO DE LAS PALABRAS- 2016. (Territorio de Escritores)
jueves, 8 de febrero de 2018
Gabriela
Desde niña disfruté los poemas
de Gabriela Mistral; finalizando el secundario supe de su notable carrera como
pedagoga y de su añoranza de la maternidad que le negó la vida. Me permito,
entonces, jugar un poco con su biografía: inventar episodios, re interpretar lo
que puedo saber de ella en la Red, y recrear una Gabriela que quiebra mi voz
cuando les canto a mis nietos: “Es verdad, no es un cuento/ hay un Ángel
Guardián/ que te toma y te lleva como el
viento/ y con los niños va por donde van”.
Toda la tarde, Lucila había jugado a la ronda con sus vecinas: “Aserrín aserrán/
piden queso, piden pan”. Las hojas del otoño modulaban en medio del ritmo infantil.
Pero ya era hora de entrar a casa; pronto haría frío. Anochecía y empezaban a titilar las
estrellas. El canto infinito de las olas
llegaba mortecino desde la playa cercana. A través del vidrio cerrado, ella
miraba el cielo bordado de luces e improvisaba canturreando:
“Los astros son rondas de niños/jugando la tierra a
espiar...
Los trigos son talles de niñas /jugando a ondular..., a
ondular...
Los ríos son rondas de niños/ jugando a encontrarse en el
mar...
Las olas son rondas de niñas /jugando la Tierra a
abrazar...”
Mamá escuchaba desde la cocina:
—¿Quién
canta? —preguntó.
—¿Lucila
o Gabriela?.
Era el juego de todas las noches; Lucila inventaba poemas y
canciones y mamá los escribía en un cuaderno precioso, lleno de flores y
haditas. En cuanto Lucila aprendiera a escribir, lo haría sola.
¿Y por qué Gabriela?
Lucila había elegido su pseudónimo: Gabriela, la mensajera; y la mamá había sugerido Mistral, para el
apellido. “Mensajera del viento”, explicaba Lucila a su familia; “el Mistral es
un viento molesto y frío, pero suena bonito”.
Lucila vivía una infancia feliz; no la envanecía su talento;
jugaba, trepaba, corría; se sabía amada y mimada por la vida.
Pasaron los años. Empezó a publicar y el mundo aplaudió su
poesía clara, elegante y alegre. Y jerarquizó su pseudónimo: “Es Gabriela, por el
italiano Gabriel D’Annunzio, y Mistral,
por Fréderic Mistral, poeta occitano”. ¡No importa! Su voz siguió corriendo
como el viento, llena de mensajes claros y emotivos.
Un día llegó el amor;
después, la esperanza frustrada de un
hijo; y el desencanto y el suicidio del amado.
Desesperada, Lucila estaba sepultando a Gabriela… Lucila se resistía al paisaje sereno de sus
versos.
Pero todo tiene su tiempo para madurar; un día, el dolor
floreció en poemas.
Y entre lágrimas, algunas rabiosas, otras nostálgicas,
muchas esperanzadas, le escribió a la muerte, al vacío (“El viento hace a mi
casa su ronda de sollozos/ y de alarido, y quiebra,/como un cristal, mi grito”)
; a los niños de pies descalzos (“Piececitos de niño, /azulosos de frío, /¡cómo
os ven y no os cubren, /Dios mío!”); al hijito
que se acurrucaba en sus recuerdos y al que sentía latir en cada niño (“¡Un
hijo, un hijo, un hijo! /Yo quise un hijo tuyo y mío/, allá en los días del
éxtasis ardiente, /en los que hasta mis huesos temblaron de tu arrullo /y un
ancho resplandor creció sobre mi frente”)…
Gabriela Mistral vivió intensa y serenamente su solitario
periplo: audaz pedagoga autodidacta,
embajadora, literata; primer Premio Nobel de Literatura para una mujer
latinoamericana.
Cuando repaso su historia o me estremezco con su luminoso
sentir, digo con Bécquer: “Poesía eres
tú”.
sábado, 3 de febrero de 2018
lunes, 29 de enero de 2018
(de Ariel Victoriano) Desde el otro lado
¿Qué puedo decirte desde aquí? desde donde no me podés
escuchar. Hay un tabique en el tiempo que está muy firme al lado de mi cama, un
antes y un después que no puedo remover. Me impide ver al otro lado y quedo
confinado, aquí, en una zona blanca, yerma, quedo aislado en una tersa nube de
claridad.
Tengo los brazos quietos al lado de mi cuerpo, la cama se
parece a un féretro inamovible que me mantiene quieto, inmóvil. No tiene
adornos ni asas para permitir el transporte de mis huesos, que, supongo
encalados cuando observo mi recubrimiento casi transparente atravesado por
pálidas venas azules. Tengo la piel adherida a las partes óseas, ya casi me he
convertido en un cadáver.
No exagero, casi me he consumido. Pero mantengo intactas
todas las sensaciones, menos el gusto. Puedo sentir el frío del aire quieto en
la habitación estéril. Es muy difícil poder pensar en cosas lindas para decirte
porque te veo poco y debo recurrir a la memoria que se apaga lentamente. Seguro
que recuerdas el crepúsculo que vimos juntos aquel día, en la Casa Blanca, en
Punta Ballena, cuando la bola de fuego se escondía entre las hilachas de las
nubes y, se hundía lentamente en el horizonte del río.
Y, por supuesto, tampoco puedo escribir. No me lo han
prohibido, no, pero mi sistema nervioso se ha desconectado. Por eso me es
imposible, además, poder brindarte una caricia, ni siquiera la que tenía en
mente antes de que ocurriera el trágico suceso que me ha traído hasta aquí.
Aunque no me lo han dicho hay algo que no funciona bien
dentro mío y, hace que, aunque mis oídos oigan, no pueda hacer gestos ni girar
el rostro. Quisiera ofrecerte los labios para que me des un beso. No podés
darte cuenta, cuando estás a mi lado, el esfuerzo que hago para hablarte, pero
ni siquiera alcanzo a girar mis ojos para que repares en la tristeza que me
invade. Por lo tanto, estás muy distante, tanto como la estrella del universo
más cercana al pequeño mundo de encierro que son los límites de mi cuerpo. Ni
siquiera mis ojos me obedecen. Estoy encerrado en mi propia cáscara. No sé
hasta qué punto me puedo considerar vivo todavía.
Las personas de guardapolvo que vienen a verme a diario
con cofias y guantes color crema, con instrumentos y agujas, a veces me hablan
y esperan que responda, pero no tienen suerte. Ya he intentado hacerlo muchas
veces. Ahora ya he desistido y me abandono sin remedio al aislamiento. Me he
resignado a dialogar conmigo.
Cuando me venís a ver, a vos también te exigen el
protocolo de la vestimenta y, eso me acongoja. No podés conocer mis respuestas
a las preguntas de tu mirada, pero si pudieras oír mis gritos interiores te
pondrías contenta porque aún puedo percibir los estímulos del amor. Las
cosquillas que me recorren el pecho cuando te veo son reales, aunque no la
registren todos estos aparatos que nos rodean, con relojes indiferentes y luces
de colores álgidos que hacen más patético el sitio en el que me tienen
confinado sin remedio.
Porque en realidad ya no hay regreso para mí. He tenido
el último episodio, he cruzado un umbral del que no se vuelve. Asisto a una
nueva angustia que me corroe la mente y me aleja del ámbito de tu corazón. Te
siento lejana, cada vez que venís, todos los lunes, a sentarte a mi lado.
Advierto cómo me mirás, cómo me acariciás con tu mano que pasa suave sobre la
mía, cómo se te caen las lágrimas casi sin que te des cuenta.
Si hubiese alguna ventana en el tiempo que transcurre, si
tuviésemos algún instante, pequeño, para decirnos algo, seleccionaría mis
mejores frases, las más lindas que tengo, para tocar tu corazón, sin que se
hiele, aunque solo sea para ver el esplendor de tu sonrisa.
Pero los he visto y he escuchado a estos gélidos hombres
de blanco que murmuran al pie de mi cama, con los rostros endurecidos y
abrumados, más por su fracaso para sacarme de aquí que por lo que yo significo
para vos.
Y no saben que yo escucho todavía. Ya sé que casi he
llegado al lugar al que todos arribamos, nuestro destino inapelable, la orilla
en la cual el mar de la vida deposita nuestra existencia para siempre. Pero,
escuchame, no te maltrates, no vale la pena sufrir por lo que no tiene remedio.
¡Ha sido tan hermoso haberte conocido! Todavía recuerdo
la primera vez que nos vimos. Hay días en la vida que son mágicos, tienen más
dimensión que los otros que pasan al costado, los que la corriente monótona de
un arroyo hace murmurar entre las piedras. Pero ese día, ¡qué bien que lo
recuerdo!; el sol brillaba de otro modo, los pájaros de Palermo cantaban
estridentes, el río se agitaba alegre moviendo las caderas en su baile contra
el Muelle de los Pescadores. Buenos Aires se hamacaba bajo su cielo de gloria
porque había nacido una nueva felicidad, una nueva delicia se sumaba a su
historia derrotando a la desdicha, a las innumerables pasiones contrariadas de
los porteños. La Dama Fluvial revive su esperanza con fortunas como la nuestra.
Se alimenta del néctar de los amantes para aliviar las condenas de los miserables
desgraciados, de los torturados que vienen a buscar el sustento a la Costanera
en los días pesarosos.
Desde aquí no puedo ver el cielo que está por encima de
los techos del hospital desierto y callado. El afuera me está vedado. Mi lecho
se encuentra muy lejos de la ventana y, además, la veo alta. Ni siquiera la
atraviesa el brillo de algún astro frío, de esos que transitan el firmamento
cuando cae la noche. La luna no pasa por ahí. El encierro me deja inaccesible,
alejado e irreparable, un juguete roto recluido en la celda del recogimiento.
Mi reloj se va a detener de un momento a otro y, no tengo
manera de dejarte las palabras que he pensado para vos, las más bellas. No sé
si alguien te las podrá hacer llegar, no se me ocurre el hay modo de que salgan
del cofre del pecho. Quisiera decirte adiós, pero ni eso me permite mi cuerpo.
Tendrás que ser vos la que vengas aquí a despedirme
cuando llegue mi ocaso. Tratá de que sea en un día soleado, no me demuestres la
pena de tu alma, decime algo lindo y, solo levantá la mano al irte. Mirame a
los ojos antes de desaparecer por esta puerta que va a permanecer muda, dejame
que tu recuerdo se duerma en mi memoria hasta que se apague para siempre.
LA ODISEA DEL JUBILADO
—¿Disfrutando?— me preguntó el marinero .—¿Quiere ver las sirenas?
Era un tipo extraño para los estándares de la tripulación del yate. Había algo frágil y danzarín en su marcha y una cierta chispa de picardía en su mirada. Y esa conducta despreocupada, irreverente hacia el pasajero…
No lo recordaba, pero tampoco me preocupé demasiado; si bien el barco era pequeño y la tripulación escasa, no era probable que uno conociera a todos los marineros.
Me guiño un ojo y siguió su camino, mientras yo me repantigaba en la hamaca para llenarme de silencio e inmensidad.
Estaba anocheciendo. Pronto servirían la cena. Mis compañeros de viaje empezaban a dejar la cubierta para cambiar las mallas y bermudas por trajes formales.
Este viaje era mi sueño de oficinista viudo y jubilado; mi duelo había terminado al salir del cementerio; ya fuera reposando y disfrutando paisajes o corriendo aventuras, había que seguir viviendo; mejor si había sirenas.
Desde el mar subían aromas limpios y sonidos adormecedores; todo mi cuerpo se abandonaba al antiguo encanto de la cuna.
Sopló un viento suave; el canto del agua se hizo más intenso y posesivo.
Curiosamente, volvieron a chistar las zapatillas del marinero; esta vez se dirigía al área de los botes; otro saludo fugaz, otro guiño, y un consejo: “Escúchelas bien. Noche sin luna. Noche de sirenas…”.
«Sirenas, sirenas…» cavilé somnoliento. «Ya sé que las sirenas son mentirosas y embaucadoras; también sé que no existen»…
De pronto, el canto se trocó en lamento. Sobresaltado, dejé la hamaca y me asomé por la borda. Algunas sombras sugerían riscos en la playa cercana. Ahora los sollozos alternaban con trinos y risas.
Nadie más parecía conmovido por el misterio. Tal vez no llegaban las voces a los camarotes donde se duchaban y perfumaban los huéspedes.
Era extraño; me inclinaba fascinado, como si me abriera a las leyendas. La música ganaba en cálidos vibratos, sin aumentar su intensidad. Pura adrenalina demandante, asfixiante. ¿Acaso las sirenas estarían sentadas esperando navegantes incautos o pasajeros adormilados?
De la nada, apareció el marinero en medio del océano. Piloteaba un salvavidas fluorescente y me llamaba con gestos excitados.
Mi propia alma me catapultó al mar y animó mis brazadas hacia el bote cada vez más alejado de mí, cada vez más cercano a la costa. Me pareció que iba al garete.
«Pero yo lo vi. ¿El marinero no subió al barco, entonces? ¿Qué habrá sido de él?»
Una bruma dorada envolvió el bote vacío. Seguí mirando, absorto, cada vez más relajado, casi un tronco flotante. Y fui testigo de la metamorfosis: una sirena dorada emergió de la bruma; sobre sus sinuosos cabellos chispeaba el casquete del marinero, a guisa de corona. De pie en el barquito, me llamó con movimientos envolventes, señalando hacia sí misma y hacia el fondo del océano.
Me invadió una pereza fría y voluptuosa, y sentí que me hundía para siempre.
jueves, 14 de diciembre de 2017
Viva la música
Faltaba un año para la Ordenación, cuando Ricardo pidió una
dispensa y volvió a su pueblo: su madre y sus dos tías eran viejecitas, estaban solas... Había que practicar las Obras de Misericordia.
Buen pianista, tenor aceptable,
el devoto novicio era un joven muy atractivo; sobre todo, con
sotana.
El Párroco, un viejo bonachón, le encomendó la dirección del Coro.
—Disfuta de la gente y de la música. ¡Ah! Podés andar sin
sotana, amigo.
Todos felices: las viejitas perduraban con su niño en casa; Ricardo y el cura con la música; y las alborotadas chicas del pueblo que se
desvivían por robarse al elegido…
En especial Carmela, la profesora de piano; era una peticita
coqueta y eficiente; no era muy “beata”, pero se le había despertado de pronto una fuerte vocación de servicio, y
se unió al grupo.
El Coro era promisorio en alegría cristiana. El problema era
dirigirlo y bregar con el armonio destartalado… Y con Carmela.
—Es difícil mantener la vocación fuera
del convento— se confesó Ricardo una tarde.
—La vocación de servir a Dios no se pierde por las chicas. El
Matrimonio también es un servicio divino— sonrió el párroco. —Mientras
seas sincero…
Para la Semana Santa,
el “Stabat Mater” estaba tan verde como los ojos del “padrecito”; y la
pícara Carmela no prestaba atención:
—Señorita Carmela; más marcado el pianísimo…
—Sí, sí… Es que este teclado es tan viejo…
—Pruebe articulando así los dedos y la muñeca.
Y tomaba los finos dedos y la muñeca grácil, entre los
suyos torpes de tímida osadía.
Los ojazos marrones de Carmela chispeaban de risa; los de las
otras chicas, de envidia.
—¡Ay! Cierto que era Si bemol… Tal vez si lo ensayamos en el
piano de casa… Ricardo…—sugirió una tarde, pestañeando.—Mamá estará encantada de recibirlo.
Doña Maripepa sirvió el té con masitas y los dejó ensayando; una y otra tarde…
Las vueltas de la vida: Después
de Pascua, el Prior recibió la renuncia de Ricardo; cerca de la siguiente
Navidad, la invitación para venir a
casarlos. Doy fe de que nací diez meses
más tarde.
BALLET
BALLET
Incansable bailarina,
la vida gira, que gira.
A la vez protagonistas
y espectadores ansiosos
de la danza impredecible,
nos lleva, casi volando
en vientos de decisiones,
en éxtasis o agonías.
A veces tutú de rosas…
A veces un cisne negro…
Nos enreda con gitanos
entre “oles” y castañuelas
o nos sienta en el misterio
de nacientes primaveras.
Baila que baila marchamos
hacia el final imprevisto
Mientras tanto construimos
la ventura o desventura
que será nuestra
semilla
el día de la partida.
Y sólo somos
felices
cuando no nos
resistimos.
Los tironeos, destrozan,
El amén nos vivifica.
miércoles, 6 de diciembre de 2017
Una estrella traviesa de A.A en Territorio de Escritores
Una estrella traviesa y sinvergüenza,
jugando con la luna se durmió.
¡joder estrellita! cambiaste la noche por el día.
Murió tu resplandor, el hatajo de luces en el cielo,
por esa travesura oscureció.
Los amantes dejaron de amarse con pasión.
El caminante con nostalgia se perdió,
la epifanía del seis de enero se terminó,
los Reyes no vieron el sendero solo sombras
de estropajos, formando nubes a su alrededor.
Despertó la estrella, se dio cuenta del error.
Lloró como una niña bonhomía, la luna la consoló.
Hablándole con dulzura, regalándole un espejo
y su brillo resurgió...
El amor nació de nuevo, el recuerdo regresó.
Los niños con elocuencia entonaron la canción:
"ya vienen los Reyes magos con dulces y con turrón".
El malestar despejado...
La alegría formo estelas, en todos los corazones,
de bellas luces, abrazos y besos de colores.
Este verso con paciencia terminó...
o quizás no?.
jugando con la luna se durmió.
¡joder estrellita! cambiaste la noche por el día.
Murió tu resplandor, el hatajo de luces en el cielo,
por esa travesura oscureció.
Los amantes dejaron de amarse con pasión.
El caminante con nostalgia se perdió,
la epifanía del seis de enero se terminó,
los Reyes no vieron el sendero solo sombras
de estropajos, formando nubes a su alrededor.
Despertó la estrella, se dio cuenta del error.
Lloró como una niña bonhomía, la luna la consoló.
Hablándole con dulzura, regalándole un espejo
y su brillo resurgió...
El amor nació de nuevo, el recuerdo regresó.
Los niños con elocuencia entonaron la canción:
"ya vienen los Reyes magos con dulces y con turrón".
El malestar despejado...
La alegría formo estelas, en todos los corazones,
de bellas luces, abrazos y besos de colores.
Este verso con paciencia terminó...
o quizás no?.
RECUERDOS - de AA en territorio de Escritores
Con Merceditas vivíamos nuestra epifanía cuando todos los veranos llegaba al pueblo. Decían que los aires de la sierra le iban muy bien para las secuelas que tenía de la polio. Un mercedes negro con chófer subía dando tumbos entre el polvo del sendero. Todos sabíamos que eran ellos. Los criados y las doncellas venían antes para abrir la casa y con estropajos restregaban los suelos. Cuando todo brillaba como un espejo salían como un hatajo de sumisos uniformados a recibirlos.
Mamá era la cocinera de la casona y aunque no le pagaban mucho, con su santa paciencia, decía que le compensaban en especie. Así comíamos en casa perdices de caza, los restos de un pastel exquisito o frutas que empezaban a pasarse. Un día me trajo el recado de que Merceditas sentía nostalgia por mí y me mandaba recuerdos. Tras la bonhomía de la niña intuía la elocuencia de la madre acostumbrada a dar órdenes. Total, que tenía que llamarla para salir el domingo y cuidarla de tanto sinvergüenza del pueblo. ¡Joder, qué malestar me entró!
Aquella tarde, el calor resultaba sofocante y el viento soplaba polvoriento. Con un esfuerzo ímprobo, Merceditas me seguía con su andar renqueante como si fuera mi sombra. Subíamos, campo a través, una árida loma hasta las ruinas de un chozo. Allí nadie nos vería. Un golpe de aire le llevó el bonito sombrero que planeó como un ave que quisiera remontar el vuelo. Azorada, lo seguía para intentar cogerlo. Lo atrapé y al entregárselo, enrojecida, gesticuló como si las palabras que bullían por salir se le quedasen pegadas y la lengua las sacara a tropiezos: “Gra-gra-gracias”, dijo. ¡Había hablado, por fin! Una brillante sonrisa le iluminó la cara. Sentí deseos de abrazarla. Empapadas en sudor y soledad nos sentamos a la sombra del derrumbe hasta la hora de volver. ¡Cómo le divertía oír a los grillos! Los arañazos en las piernas y los mechones de pelo suelto, parecía no importarle; solo la pasión de sus inquietas pupilas clavadas en mí mendigando una amiga.
Quise verla de nuevo. Se ha ido, dijeron. Me mintieron
REMEMBRANZAS de AA en Territorio de Escritores
Hablaba con pasión y su elocuencia le servía para disimular que no era más que un sinvergüenza. Político de raza, sabía esquivar el malestar general y, aunque ya había superado la paciencia de los pobladores, siempre conseguía ser reelecto.
El viejo Rómulo bajaba por el sendero con su hatajo de cabras y se detuvo en el espejo de agua, que bordeaban la sombra de los sauces, para que abrevaran sus animales. Le llamó la atención el revuelo y se acercó para escuchar. Le bastaron unos instantes y ya sabía lo que seguía. ¡Lo había escuchado tantas veces!
Se alejó con rumbo a la iglesia. Era vísperas de la Epifanía y siempre solía darse una vuelta por allí para esa época. Caminó lentamente. Y mientras tanto pensaba.
Con nostalgia renacieron los recuerdos de aquel intendente, reconocido por su bonhomía y honestidad. – No hablaba mucho pero se preocupaba por todos ¡que joder! – pensó – Los pueblos tienen el gobierno que se merecen –
Llegó hasta la puerta del templo. El viejo pesebre mostraba las heridas que le había dejado el estropajo con el que le quitaron la tierra del sótano donde había estado guardado.
Acomodó con delicadeza uno de los muñecos que estaba peligrosamente inclinado y, con un gesto mitad amargura y mitad sonrisa, miro al niño que dormía plácidamente, adorado por reyes de diferentes lugares de la tierra y en vos muy queda, casi para sí mismo, susurró:
- Chango*… a vos sí que te clavaron al “cuete”* –
Y parsimoniosamente volvió en busca de sus cabras que rumiaban masticando el pasto tierno que crecía cerca del río, ajenas a todo lo que las rodeaba.
Siguió su camino por el viejo sendero. Los animales lo siguieron mansamente.
Con seguridad, alguna serviría para agasajar al triunfador de la inminente contienda electoral.
El viejo Rómulo bajaba por el sendero con su hatajo de cabras y se detuvo en el espejo de agua, que bordeaban la sombra de los sauces, para que abrevaran sus animales. Le llamó la atención el revuelo y se acercó para escuchar. Le bastaron unos instantes y ya sabía lo que seguía. ¡Lo había escuchado tantas veces!
Se alejó con rumbo a la iglesia. Era vísperas de la Epifanía y siempre solía darse una vuelta por allí para esa época. Caminó lentamente. Y mientras tanto pensaba.
Con nostalgia renacieron los recuerdos de aquel intendente, reconocido por su bonhomía y honestidad. – No hablaba mucho pero se preocupaba por todos ¡que joder! – pensó – Los pueblos tienen el gobierno que se merecen –
Llegó hasta la puerta del templo. El viejo pesebre mostraba las heridas que le había dejado el estropajo con el que le quitaron la tierra del sótano donde había estado guardado.
Acomodó con delicadeza uno de los muñecos que estaba peligrosamente inclinado y, con un gesto mitad amargura y mitad sonrisa, miro al niño que dormía plácidamente, adorado por reyes de diferentes lugares de la tierra y en vos muy queda, casi para sí mismo, susurró:
- Chango*… a vos sí que te clavaron al “cuete”* –
Y parsimoniosamente volvió en busca de sus cabras que rumiaban masticando el pasto tierno que crecía cerca del río, ajenas a todo lo que las rodeaba.
Siguió su camino por el viejo sendero. Los animales lo siguieron mansamente.
Con seguridad, alguna serviría para agasajar al triunfador de la inminente contienda electoral.
• Chango: (coloquial) En Argentina, Bolivia y México, persona que está entre la niñez y la adolescencia.
• Cuete: (coloquial) por cohete. Inútilmente, sin sentido.
• Cuete: (coloquial) por cohete. Inútilmente, sin sentido.
domingo, 3 de diciembre de 2017
GRACIAS A LA VIDA
No fue una epifanía: me la veía venir. Tanto joder y joder,
acabaron por enamorarse. Yo esperé, pese a todas las evidencias; me comporté
como un esposo fiel y un amigo leal; alguna vez crucé una sonrisa con la vecina
de los shorts sintéticos, pero nunca olvidé mis juramentos. Esa sonrisa me
bastaba para mantener en calma al hatajo de las pasiones humanas, que en estos
casos tiende a desmadrarse: ira, gula, soberbia... Un buen día plantearon la trama; no se
necesitó demasiada elocuencia para confirmar
mis sospechas. Con mi bonhomía esencial, despedí a mi mujer y al sinvergüenza
de mi amigo; los acompañé un tiempo con mis recuerdos, y volví a la vida, arrastrando los pies.
De pie frente al espejo de mi alma vi al manso cornudo; me sentí un estropajo, retorcido por mi propia
paciencia, basureado sin piedad. El malestar
del engaño reventó como un divieso de
pasión. El hatajo que venía arreando desde hacía meses, saltó
desde las sombras.
Entonces me volví desmesurado, violento: destruí a patadas
el escenario de la traición, estallé copas contra el piso, incendié sábanas,
degollé fotografías... Más relajado, después de un whisky, me juré vivir en
casta y divertida soledad; no comprometerme por bonhomía o nostalgia.
Imprudente y crédulo,
me fui a buscar fortuna por los senderos de la vida. No llegué muy lejos: encontré a mi vecina, mi
fiel admiradora; intentaba con poca maña
cambiar la rueda del coche. Su sonrisa tímida y su atrevido shortcito
despertaron mi bonhomía. Me ensucié las rodillas y las manos en la tarea, y me
premié con su ingenua presencia. A la sombra de los fresnos de su vereda me
sentí renacer en una epifanía mientras ella
me prestaba (¿coincidencia?) un estropajo para limpiarme las manos, y me
invitaba a una inocente limonada.
Para "El Reto de las Palabras"- Terr de Escritores Dic 2017
TANGO PARA UNA EPIFANÍA (Poesía)
Dolorosa epifanía
estalló con tu silencio;
ahora entiendo qué
causaba
ese malestar zumbón.
Sinvergüenza…
Esta tarde ante el espejo
vi tu sombra en mis recuerdos,
y en mi sendero de arrugas
“se me piantó un lagrimón”.
Sinvergüenza…
Un hatajo de “chamuyos”*
escondía la elocuencia
de tu ardorosa pasión.
Sinvergüenza…
ni un “cachito ‘e bonhomía”,
de compasivo respeto,
latía en tu corazón.
Sinvergüenza…
Despacito, sin nostalgias
poco a poco voy borrando
el dolor de tu traición.
¡No me jodas!
¡Se ha acabado mi paciencia!
Con estos versos
tangueros
Y una lágrima ladina
voy pasado el estropajo
a esta triste situación…
Chan, Chán
Para el "Juego de las Palabras" de Territorio de Escritores (Dic. 2017).
viernes, 1 de diciembre de 2017
Justo en Navidad
Empapado y aterido, el hombre abandonó el barco encallado en
el islote. Era urgente alejarse del oleaje; la tormenta no amainaba y el mar
rugía. Avanzó sobre las rocas en busca de cobijo, a veces saltando, otras
cojeando; sólo una de sus sandalias permanecía fiel, ceñida al tobillo.
De pronto resbaló y cayó de espaldas.
Casi en simultáneo escuchó el crujido de su cráneo y las
voces angelicales que lo recibían en el Paraíso: ¡Feliz Navidad, alma bondadosa
y valiente! ¡Reposa entre los justos!
viernes, 24 de noviembre de 2017
Sin gasolina
Vio la señal cuando empezaba a lloviznar: la remota gasolinera estaba a unos dos kilómetros a la izquierda, y para llegar había que transitar un ignoto desvío olvidado y pedregoso. ¡Adelante! A los tumbos y entre estertores, con un milagroso último chorrito de gasolina, la camioneta arribó al puesto: un surtidor oxidado y descolorido, yuyales ásperos, rastros del último ventarrón y…nadie. No parecía que alguien se hubiera acercado durante años. El hombre frenó en medio de la polvareda que no terminaba de asentarse.
Intentó pedir ayuda, pero no había señal para el móvil. Calculó regresar caminando hasta la ruta para pedir auxilio; pero la lluvia arreciaba y prefirió hacer algún intento para volver a arrancar desde allí.
Por si acaso tocó la bocina. El eco fue rebotando por el páramo cada vez más lodoso y hostil, y se hundió en los nubarrones del atardecer. «Si me quedo aquí me voy a morir de frío», se dijo.
La noche, que no entiende de problemas humanos, seguía avanzado con su balde de tinta helada.
Entonces se acercó hasta la casilla del operador; a todas luces, se estaba disolviendo en el tiempo.
Con un certero puntapié desgoznó la puerta; en el interior flotaba un olor malsano a pesar de los vidrios rotos: «Muerte; letrina», se dijo el hombre, acostumbrado a las situaciones extremas de la miseria humana.
A la luz de su celular recorrió en una mirada el mobiliario escueto y sucio: mesa, silla, armario… «¡Armario! ¡Tal vez encuentre gasolina!»
La idea de una reserva en algún bidón providencial le hizo saltar el corazón.
Apenas dos pasos. Se lanzó hacia el aparador anticipándose al regreso a la ruta. Otra vez un certero botinazo para que saltara el candado.
Las puertas crujieron, y él gritó de asco y terror cuando sintió que las ratas corrían entre sus pies. ¡Tantas ratas inmensas! Al tiempo que se apagaba su celular, vislumbró también el esqueleto que se incorporaba y salía del mueble hacia la puerta ¿o hacia una pared cualquiera?… ¿batía sus huesos… o carcajeaba?
Paralizado, desvalido, quedó a la deriva en la piecita lóbrega y hedionda; en el silencio siseaban las ratas.
Tanteó para volver a salir; esperaría el alba para buscar ayuda; tal vez caminando, saltando, pudiera sobrevivir al frío y al miedo.
De pronto, su cabeza golpeó contra la puerta… nuevamente cerrada. La oscuridad sangrante estalló en su cerebro.
Todavía pudo escuchar los rígidos pasos del zombi descarnado; un portazo metálico, un arranque… La camioneta se perdió en el horizonte del amanecer. Las ratas lo arrastraron al armario y una ráfaga misteriosa lo encerró a la espera de otro viajero desprevenido… o de la muerte.
Intentó pedir ayuda, pero no había señal para el móvil. Calculó regresar caminando hasta la ruta para pedir auxilio; pero la lluvia arreciaba y prefirió hacer algún intento para volver a arrancar desde allí.
Por si acaso tocó la bocina. El eco fue rebotando por el páramo cada vez más lodoso y hostil, y se hundió en los nubarrones del atardecer. «Si me quedo aquí me voy a morir de frío», se dijo.
La noche, que no entiende de problemas humanos, seguía avanzado con su balde de tinta helada.
Entonces se acercó hasta la casilla del operador; a todas luces, se estaba disolviendo en el tiempo.
Con un certero puntapié desgoznó la puerta; en el interior flotaba un olor malsano a pesar de los vidrios rotos: «Muerte; letrina», se dijo el hombre, acostumbrado a las situaciones extremas de la miseria humana.
A la luz de su celular recorrió en una mirada el mobiliario escueto y sucio: mesa, silla, armario… «¡Armario! ¡Tal vez encuentre gasolina!»
La idea de una reserva en algún bidón providencial le hizo saltar el corazón.
Apenas dos pasos. Se lanzó hacia el aparador anticipándose al regreso a la ruta. Otra vez un certero botinazo para que saltara el candado.
Las puertas crujieron, y él gritó de asco y terror cuando sintió que las ratas corrían entre sus pies. ¡Tantas ratas inmensas! Al tiempo que se apagaba su celular, vislumbró también el esqueleto que se incorporaba y salía del mueble hacia la puerta ¿o hacia una pared cualquiera?… ¿batía sus huesos… o carcajeaba?
Paralizado, desvalido, quedó a la deriva en la piecita lóbrega y hedionda; en el silencio siseaban las ratas.
Tanteó para volver a salir; esperaría el alba para buscar ayuda; tal vez caminando, saltando, pudiera sobrevivir al frío y al miedo.
De pronto, su cabeza golpeó contra la puerta… nuevamente cerrada. La oscuridad sangrante estalló en su cerebro.
Todavía pudo escuchar los rígidos pasos del zombi descarnado; un portazo metálico, un arranque… La camioneta se perdió en el horizonte del amanecer. Las ratas lo arrastraron al armario y una ráfaga misteriosa lo encerró a la espera de otro viajero desprevenido… o de la muerte.
Aterrizaje
Con las primeras luces del día, las nubes soltaron el abrazo que había encadenado toda la noche, al viejo aeroplano; en un aterrizaje milagroso, se posó sobre el suelo de la Rusia primaveral, todavía fría pero luminosa.
miércoles, 8 de noviembre de 2017
Morir como la Tierra
Todo gris, reseco y enceguecedor. Polvo, piedras y duros reflejos. Ni una nube
promisoria; ni una sombra. Te has sentado muy alto, dominando el vacío con tu
decisión. Llegaste arriba casi a rastras; tu compañero ha quedado, despojo de
guerra, en su tumba ignorada. Traes en el vientre a tu hijo huérfano y
extranjero; esperas volver a tu antiguo paisaje de bosques y arroyos; anhelas reencontrar
a tu gente, sus cantos, sus sabores, sus palabras; esa es la vida que quieres
para el niño.
Te levantas, tambaleante, y buscas un trago de agua en el
morral; pero la pequeña bota está vacía;
¿la ha roto un golpe contra las piedras?; ¿el calor evaporó el líquido?
Tal vez tu suerte
sea morir en pocas horas, entre
recuerdos felices, sin llegar a ver el paisaje de tus sueños; ese que ahora también es gris, reseco y vacío.
Magia de carnaval
El carnaval ha llegado al pueblo; «una
magnífica oportunidad para recoger votos», pensaron las autoridades; y han
distribuido bebida y cigarros; no falta quien opina que los negociantes de
drogas están haciendo su agosto en las arcas municipales. Pero si es gratis…
Como una serpiente sonora y luminosa, el carnaval va reptando por las calles; cada escama de su piel es un personaje vibrante de historia y de pasión; las tangas coloridas llenas de lentejuelas apenas sostienen el vaivén sensual de las caderas y las plumas vibran en el juego erótico de las comparsas. Como bichos curiosos y audaces, los puebleros y los turistas se arremolinan fascinados; algunos visten disfraces menos convencionales que descubren al niño interior que se escapa del hastío y de la rutina: el Zorro, el esqueleto, los osos, los cowboys.
Al son de una banda estridente bailan y corean: «¡Margarita, Margarita, Margarita!»
El solo de tambores es el telón que da paso a Margarita, la prostituta preferida; ella avanza y se retuerce en una danza frenética; altos tacones, malla escueta que apenas sostiene las enormes caderas y los senos desbordantes. Los silbidos, los aplausos, los gritos obscenos, el chillido agudo de trompetas y flautas rústicas; y la nube del humo de los cigarros, más y más espesa aumentan la excitación desde sus gestos procaces.
Y de pronto... el samba se amortigua; los timbales reemplazan a los tambores y la estridencia de los amplificadores da paso a otra melodía serpenteante, incisiva y adormecedora.
Margarita se diluye en otra forma femenina toda luz y oro, desde las piernas firmes y las ajorcas finas y destellantes, hasta la diadema que contrasta sobre el pelo de ébano; baila con pasos lánguidos e insinuantes, como un junco exótico; una bruma irisada se cierra a su alrededor y la transforma en un ser sagrado e intocable. Princesa... Áspid...El aire huele a sándalo e incienso.
La serenidad de su gesto es casi pétrea. Pero nadie quiere escudriñar los pensamientos de la mujer, delgada, pero opulenta . Sus sandalias doradas mantienen el ritmo y su túnica flota apenas, ceñida a su cintura.
Y el público canturrea y se balancea como si viajara con ella; va cayendo como adormecido y jadeante sobre los adoquines… en un barco de maderas preciosas y penetrantes perfumes, en el mismo río milenario que fluye en los recuerdos de la princesa; se sienten personajes, príncipes o esclavos, amantes o enemigos enredados en bacanales, poseídos por su magia, engendrándole hijos y muriendo asesinados; y volviéndola cada vez más poderosa y mítica; menos mujer y más río y más imperio. Ahora, campesinos remotos que recogen dos veces al año, mágicas cosechas.
Unos instantes más. Como los pájaros en el alba, vuelve a ascender el estrépito carnavalero. Ella camina hacia el muelle del pueblo costero; la extraña se hunde con toda su magia en la costa que huele a pescado.
Y en medio de la calle relampaguea Margarita en la comparsa dorada, y la gente chifla y patalea y grita menos enérgica, como desilusionada y engañada.
503 palabras
Como una serpiente sonora y luminosa, el carnaval va reptando por las calles; cada escama de su piel es un personaje vibrante de historia y de pasión; las tangas coloridas llenas de lentejuelas apenas sostienen el vaivén sensual de las caderas y las plumas vibran en el juego erótico de las comparsas. Como bichos curiosos y audaces, los puebleros y los turistas se arremolinan fascinados; algunos visten disfraces menos convencionales que descubren al niño interior que se escapa del hastío y de la rutina: el Zorro, el esqueleto, los osos, los cowboys.
Al son de una banda estridente bailan y corean: «¡Margarita, Margarita, Margarita!»
El solo de tambores es el telón que da paso a Margarita, la prostituta preferida; ella avanza y se retuerce en una danza frenética; altos tacones, malla escueta que apenas sostiene las enormes caderas y los senos desbordantes. Los silbidos, los aplausos, los gritos obscenos, el chillido agudo de trompetas y flautas rústicas; y la nube del humo de los cigarros, más y más espesa aumentan la excitación desde sus gestos procaces.
Y de pronto... el samba se amortigua; los timbales reemplazan a los tambores y la estridencia de los amplificadores da paso a otra melodía serpenteante, incisiva y adormecedora.
Margarita se diluye en otra forma femenina toda luz y oro, desde las piernas firmes y las ajorcas finas y destellantes, hasta la diadema que contrasta sobre el pelo de ébano; baila con pasos lánguidos e insinuantes, como un junco exótico; una bruma irisada se cierra a su alrededor y la transforma en un ser sagrado e intocable. Princesa... Áspid...El aire huele a sándalo e incienso.
La serenidad de su gesto es casi pétrea. Pero nadie quiere escudriñar los pensamientos de la mujer, delgada, pero opulenta . Sus sandalias doradas mantienen el ritmo y su túnica flota apenas, ceñida a su cintura.
Y el público canturrea y se balancea como si viajara con ella; va cayendo como adormecido y jadeante sobre los adoquines… en un barco de maderas preciosas y penetrantes perfumes, en el mismo río milenario que fluye en los recuerdos de la princesa; se sienten personajes, príncipes o esclavos, amantes o enemigos enredados en bacanales, poseídos por su magia, engendrándole hijos y muriendo asesinados; y volviéndola cada vez más poderosa y mítica; menos mujer y más río y más imperio. Ahora, campesinos remotos que recogen dos veces al año, mágicas cosechas.
Unos instantes más. Como los pájaros en el alba, vuelve a ascender el estrépito carnavalero. Ella camina hacia el muelle del pueblo costero; la extraña se hunde con toda su magia en la costa que huele a pescado.
Y en medio de la calle relampaguea Margarita en la comparsa dorada, y la gente chifla y patalea y grita menos enérgica, como desilusionada y engañada.
503 palabras
Suscribirse a:
Entradas (Atom)