Un cuento de tortugas
Una
isla como cualquier otra: sol, mar,
arena, palmeras; sombrillas, reposeras,
tragos con sombrillita… Esta también. Salvo porque tiene una tortuguera dentro de un
gran círculo de rocas; allí se aparean y anidan miles de tortugas hasta que
llega el momento de volver al mar. Es raro lo que me pasa con estos bichos:
algo como “amor-odio”, diría un psicólogo; me fascinan y repelen casi a un
tiempo.
Hoy
estaba sola en la playa; me puse a tomar sol, cerca de la tortuguera, sentada
en la arena, los pies en el agua; nadie requería mi presencia, como de
costumbre. La gente no busca a los pensadores sensibles e inteligentes. ¿Y para
qué desperdiciar talento donde no se lo valora? Mis padres dicen que así voy mal, que no se
puede vivir sin amigos, que parece que tengo caparazón. Por lo tanto me han mandado, sin más vueltas,
al “viaje de los 15”.
Seguramente
los chicos andarán en alegre montón, ridículos, a las carcajadas y empujones;
yo, soy yo, y no me van esas cosas. No los busco, ni los necesito.
«¿Sola?»
dije . He aquí que Martín se me sienta al lado. Casi un nadie con su flacura quinceañera,
un sombrerito blanco y enormes anteojos de sol.
—Hola.
—..aa—
dije, porque no me sentí inspirada para contestarle “hol”.
—¿Viniste
a ver las tortugas, de nuevo?
—…mmm
— ¡Jua!
¡A qué va a ser, si no! Soy pavo cuando quiero charlar. ¿Te gustan?
— No
sé —
contesto un poco menos irritada. Son
raras…
— A mí me
interesan mucho. Son muy especiales. ¿Las oís?. Ya están “emparejadas”
Las tortugas
se apareaban entre suspiros “trompetosos”. Cada una con su cada uno, supongo. (A
lo mejor también se levantaron los tabúes en el mundo de las tortugas… Je, je…)
Entonces
la vimos; era grandota, boba y oscura. Casi se arrastraba en el paso a paso. Marchaba como un pesado tractor hacia la
colonia de tortugas donde ella había llegado tarde, y sola; para mí, su llegada
era un suceso intrascendente e ineficaz porque todos debían estar emparejados, ya;
le había costado montones, pero no le iba a servir de nada.
No
sé porqué se me ocurrió alzarla; entonces noté que tenía un caparazón muy
especial, veteado de rojo; y que miraba
como a lo lejos, o muy adentro, tal vez. A mi lado, Martín disfrutaba señalándome algo
sobre “la especie”, “los caparazones veteados”… Y yo lo escuchaba, como si
estuviera más cómoda, menos enojada.
—¡Tonta!—dije—
¿Para qué los buscás? ¿Acaso se molestaron en esperarte?
—Los
busco porque estoy viva; y quiero vivir con ellos.
Aunque
la tortuga no parecía muy comunicativa, yo la escuché. (O a lo mejor era un
loro en una palmera). No: era Martín. No
había dicho “los busco”, “estoy”, “quiero”; sino “busca”, “está”, “quiere”; pero
igual, el comentario hizo “clic” en mi propio caparazón.
En
algún momento la pusimos otra vez en el suelo; y la rara, boba, siguió a paso
fijrme, se hundió en el montón y se perdió detrás de las piedras.
«¿Habrá
un roto para un descosido, como dice mi abuela?»
Y
entonces… ¡Milagro!… Contra todo pronóstico, nuestra tortuga boba, oscura y
veteada de rojo ha encontrado compañía. ¿Cómo sé que es ella en el montón que
la envuelve? ¡Qué sé yo! No la veo, ni la distingo, pero hay una certeza dentro
de mí; absolutamente seguro: es ella.
—Ja, ja. Seguro que ya no está sola. ¿Por qué no?— Parece
que Martín me oye pensar— Nos vemos en el comedor, che. —Y se va corriendo.
Como
en el tango, “se me pianta un lagrimón”; mi coraza se ha rajado y gotea. Estoy
llorando y deseando ser menos especial. Corriendo, entre lágrimas, con el
corazón que se me va soltando, voy en busca del contingente (¿o de Martín?),
porque yo también estoy viva y quiero vivir.
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