miércoles, 26 de agosto de 2015

Tortuga

tortuga


Un cuento de tortugas
Una  isla como cualquier otra: sol, mar, arena, palmeras; sombrillas, reposeras,  tragos con sombrillita… Esta también.  Salvo porque tiene una tortuguera dentro de un gran círculo de rocas; allí se aparean y anidan miles de tortugas hasta que llega el momento de volver al mar. Es raro lo que me pasa con estos bichos: algo como “amor-odio”, diría un psicólogo; me fascinan y repelen casi a un tiempo.
Hoy estaba sola en la playa; me puse a tomar sol, cerca de la tortuguera, sentada en la arena, los pies en el agua; nadie requería mi presencia, como de costumbre. La gente no busca a los pensadores sensibles e inteligentes. ¿Y para qué desperdiciar talento donde no se lo valora?  Mis padres dicen que así voy mal, que no se puede vivir sin amigos, que parece que tengo caparazón.  Por lo tanto me han mandado, sin más vueltas, al “viaje de los 15”.
Seguramente los chicos andarán en alegre montón, ridículos, a las carcajadas y empujones; yo, soy yo, y no me van esas cosas. No los busco, ni los necesito.
«¿Sola?» dije . He aquí que Martín se me sienta al lado. Casi un nadie con su flacura quinceañera, un sombrerito blanco y enormes anteojos de sol.
—Hola.
—..aa— dije, porque no me sentí inspirada para contestarle  “hol”.
—¿Viniste a ver las tortugas, de nuevo?
—…mmm
    ¡Jua! ¡A qué va a ser, si no! Soy pavo cuando quiero charlar. ¿Te gustan? 
    No sé — contesto un poco menos irritada.  Son raras…
    A mí me interesan mucho. Son muy especiales. ¿Las oís?. Ya están “emparejadas”
 Las  tortugas se apareaban entre suspiros “trompetosos”. Cada una con su cada uno, supongo. (A lo mejor también se levantaron los tabúes en el mundo de las tortugas… Je, je…)
Entonces la vimos; era grandota, boba y oscura.  Casi se arrastraba en el paso a paso.  Marchaba como un pesado tractor hacia la colonia de tortugas donde ella había llegado tarde, y sola; para mí, su llegada era un suceso intrascendente e ineficaz porque todos debían estar emparejados, ya; le había costado montones, pero no le iba a servir de nada.
No sé porqué se me ocurrió alzarla; entonces noté que tenía un caparazón muy especial, veteado de rojo;  y que miraba como a lo lejos, o muy adentro, tal vez.  A mi lado, Martín disfrutaba señalándome algo sobre “la especie”, “los caparazones veteados”… Y yo lo escuchaba, como si estuviera más cómoda, menos enojada.
¡Tonta!—dije ¿Para qué los buscás? ¿Acaso se molestaron en esperarte?
Los busco porque estoy viva; y quiero vivir con ellos.
Aunque la tortuga no parecía muy comunicativa, yo la escuché. (O a lo mejor era un loro en una palmera).  No: era Martín. No había dicho “los busco”, “estoy”, “quiero”; sino “busca”, “está”, “quiere”; pero igual, el comentario hizo “clic” en mi propio caparazón.
En algún momento la pusimos otra vez en el suelo; y la rara, boba, siguió a paso fijrme, se hundió en el montón y se perdió detrás de las piedras.
«¿Habrá un roto para un descosido, como dice mi abuela?»
Y entonces… ¡Milagro!… Contra todo pronóstico, nuestra tortuga boba, oscura y veteada de rojo ha encontrado compañía. ¿Cómo sé que es ella en el montón que la envuelve? ¡Qué sé yo! No la veo, ni la distingo, pero hay una certeza dentro de mí; absolutamente seguro: es ella.
—Ja, ja.  Seguro que ya no está sola.  ¿Por qué no?— Parece que Martín me oye pensar— Nos vemos en el comedor, che. —Y se va corriendo.
Como en el tango, “se me pianta un lagrimón”; mi coraza se ha rajado y gotea. Estoy llorando y deseando ser menos especial. Corriendo, entre lágrimas, con el corazón que se me va soltando, voy en busca del contingente (¿o de Martín?), porque yo también estoy viva y quiero vivir.

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