Cada
atardecer, la historia vuelve a repetirse. Entramos a la capilla iluminada por
el sol del ocaso y, de rodillas, tendemos los brazos al altar. Los dos pequeños
vitrales, a izquierda y derecha, tamizan los colores sobre los bancos
polvorientos y las vigas del techo; por unos minutos, les encienden chispitas. No huele a cirios ni a incienso; huele un
poco a murciélago y a encierro húmedo; y otro poco, a selva. Tampoco suena el
armonio centenario; pero repican los trinos de los pájaros que se llaman al
nido; ya viene la noche. María nos presta al Niño, Magdalena lo sienta en su
falda de seda y yo lo dejo jugar con los amuletos y el rosario que llevo al
cuello. Y nos recostamos, felices, al
pie del altar.
Entonces
me envuelve una nube de recuerdos; los días de infancia en un paraíso verde y marrón,
donde Tupá y sus amigos nos mimaban desde los rayos de sol y las aguas del río;
no nos pedían más que un pececito que volvíamos al agua, o una fruta que no
cortábamos y dejábamos en el árbol para su deleite, o el de los pájaros; y los
días de la sumisión cuando los españoles y los portugueses –frailes y soldados-
nos cambiaron los dioses y la vida:
—Aprended
a trabajar; la pereza es pecado. Tejed
ropa, porque es pecado andar desnudos. Separaos de las niñas porque eso
despierta la lujuria, que es pecado—sermoneaban los
frailes.
No estábamos demasiado
tristes entonces; aprendimos a vivir así, como Dios quería.
—
Muy bien, Elías— asentía Fray Pérez
mientras me escuchaba leer y cantar los salmos.
—Muy
bien, Elías— decía el cacique, a quien llamaban corregidor, cuando yo le
recitaba, en secreto, conjuros ancestrales para la salud y el bienestar del
pueblo.
Una mañana de verano el Capitán
Centeno llegó a visitar a Fray Pérez e inspeccionar la Misión. Lo acompañaba
Magdalena, su hija. Magdalena
tenía, como yo, doce años; y su
encanto me alejó de las rutinas; fue para mí más fuerte que las burlas de mis
amigos. Yo viví, entonces, la experiencia de sostener un racimo de magia entre
las manos; de mirar el sol sin enceguecer. Dulce y rubia Magdalena que eludía
al Capitán y a las dueñas, y a los frailes, y al cacique, para sentarse a
mirarme pescar, o seguirme por los senderos en busca de frutas. Y que escuchaba
mis canciones y reclamos de pájaros, maravillada, absorta. Dulce y rubia Magdalena que me contaba sobre
su vida, sus libros, su clavecín, y cantaba, para mí, romances de caballeros
olvidadizos y dueñas llorosas.
Y la historia se repetía todas las tardes,
cuando volvíamos de nuestras andadas, felices con la mutua compañía:
—
¡Pues no, señorita! ¡Que ya Su Señoría
se lo ha vedado! ¡Que usted es mujer de alcurnia, y él un indio! ¡Que no quiere
Dios que hombre y mujer, aunque niños, anden ocultos y solos! ¡Que vaya a pedir
perdón a la Virgen por sus desobediencias!
—
No fuiste al taller con tu gente, Elías;
y estuviste de zarandajas con la Señorita Centeno. ¡Vete a la capilla a pedir
perdón por tu pereza y tu lujuria! Y también: — ¡Ya
sabes que no quiere Dios que hombre y mujer, aunque niños, anden vagabundos,
ocultos y solos! Y no hagas que te dé una pena mayor.
Y
yo la seguía hasta la capilla donde estaba la Madre de Dios. Y los dos nos sentábamos a mirarla, y a mirarnos, sin
saber muy bien qué era lujuria; pero dispuestos a estar juntos.
—Mis pequeños, mis hijitos— decían los ojos
de la Virgen. —No pierdan la alegría de quererse. El Amor es un maravilloso regalo de Dios.
¿Soñábamos?... Nos prestaba al Niño Jesús y lo sosteníamos
entre Magdalena y yo, mientras María tocaba nuestras cabezas.
Estábamos tan absortos en nuestro mundo de
ilusiones y milagros que no advertimos que había llegado el día de la partida
de los Centeno. Atardecía cuando Magdalena me lo contó en la capilla y lloramos
juntos, abrazados por primera vez, descubriéndonos más allá de la seda y el
rústico tipoy. No nos escuchábamos, entre sollozos y planes desquiciados; ni
sentíamos el paso de las horas y la
llegada de la oscuridad.
—
Yo iré por detrás de ustedes, nadando
día y noche.
—
¡Es tan lejos, y está todo tan guardado!
—
Tupá y la Virgen me sostendrán.
—Te matarían. Los indios no se acercan
a nuestras casas; no quiero irme.
—Me subiré a un árbol y trinaré para
que me oigas y te asomes y…
El portazo nos dejó aterrados cuando entraron Fray Pérez y el Capitán, con el Comendador.
Venían envueltos en una atmósfera de imprecaciones y violencia. El capitán
abofeteó a Magdalena y la sacó en volandas, desmayada, hacia su cabaña; el corregidor
me golpeó sin piedad delante de mi
familia y me encerró en el calabozo; y Fray Pérez se quedó rezando por
nosotros, casi sin advertir que la Virgen y el Niño parecían descascararse y encogerse.
«Pronto habrá que reparar la capilla;
esta humedad…». Salió chancleteando hacia su celda y colgó el rosario en el
cíngulo.
……………………………………….
—
¡Madre de Dios, se me muere la niña!
¡Piedad, Jesús!— sollozaba el Capitán en la capilla.
Era
de madrugada y Magdalena, exangüe, deliraba sollozando mi nombre. Y yo oía su
llamado.
—
¡Fray Pérez! ¡Elías está muerto! No creí
haberlo golpeado tanto, pero ha muerto…
……………………………………………….
Llovía a mares y nos estaban sepultando
entre salmos, cirios y sollozos. Pero nosotros corríamos de la mano, a través
de la selva; mientras tanto, se iba el día… los días… los años… los siglos…
…………………………………………………
Como
todos los atardeceres, la Capilla renace de las ruinas; María, el Niño, los
bancos, los vitrales, esperan que lleguemos en el canto del río, para dormirnos
juntos hasta el alba.
……….
La
Morocha
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