miércoles, 9 de marzo de 2016

Los Hijos del Sol

Los Hijos del Sol 
Versión libre de una historia de la conquista del Perú.
 I- La vanguardia de los evadidos trepaba por el sendero montañoso. Era una noche oscurísima, nublada, propicia para la fuga, pero también para despeñarse y morir empalado en cualquier aguja de piedra. Morir empalado era un final posible en aquellos años de 1500; cualquier supuesto traidor podía ser empalado sin lástima, si traicionaba a “la Corona”. Y todos los que integraban la caravana eran “traidores”, ya que huían del Rey y de sus capitanes, llevándose los tesoros más codiciados por estos, y más amados por aquellos. Atrás quedaba otro traidor: Atahualpa yacía estrangulado sobre la montaña de oro y plata con la que pretendió comprar su libertad.
Cada guerrero cargaba sobre la espalda un cesto pesadísimo lleno de joyas increíbles. Y también cargaba, desafiando al viento, su historia milenaria, sus jerarquías, su sistema social. Todo lo que se debía preservar de la peste blanca que había traído la viruela y pisoteado sus creencias.
 Sola, en su cesto, iba la Huasca. Era una inmensa cadena trenzada en oro, el símbolo de la pureza de la sangre real; mucho antes de las guerras y de las muertes, Huayna Cápac, el padre, había celebrado con ella a Huáscar, su hijo legítimo. Atahualpa la había usurpado junto con el trono y la vida de su hermano.
Fruto de una cultura de siglos, los portadores se sentían elegidos para sostener el Imperio; su convicción vencía a la fatiga; seguía la marcha fiel y estoica del Tahuantinsuyo. A la cabeza, iba enhiesta la Coya.
II- Cuxirimay Ocllo; la bella esposa y hermana de Atahualpa, tenía catorce años; era dos veces viuda: antes de ser ajusticiado, Atahualpa había muerto para ella y sus fieles. La fuga la encontró vestida de negro, porque ya estaba llena de dolor, y ese dolor la protegía entre las rocas, más que su ropaje oscuro.
 «Tú mismo marcaste tu senda de muerte en mi alma; creí que eras Inti entre nosotros, nuestro Sol; y viví gozosa, prisionera de tu luz, como otra Mama Quilla de plata; pero caíste, ambicioso asesino, antes del ocaso». El cielo, golpeado por la furia y el desencanto, ignoró el llanto seco de la Ñusta; no le mostró ni siquiera sus lágrimas, desde las nubes oscuras; ella era su Luna, su Princesa; pero el Sol estaba muerto, muertos su cuerpo y su honra; y la Luna, por lo tanto, condenada a ser sólo piedra.

III- La columna y la noche habían avanzado hasta una cima; desde allí, ladera abajo, llegarían al Santuario. Debajo de las nubes, Mama Quilla debía de estar en el cenit. De pronto, Cuxirimay se detuvo, levantó sus brazos y empezó a cantar un fúnebre lamento. No articulaba palabras: sólo sollozos modulados. Y su cuerpo se mecía en el ritmo de la angustia impredecible. «Mama Quilla, madre luna, soy tu hija y estoy sola. Como tú, soy la hermana y la esposa y todo lo mío es reflejo suyo. Mama Quilla, hermana de Inti, esposa del Sol, llámalo para que nos consuele. Mama Quilla, míralo, acarícialo, despiértalo; que perdone la traición y me quite este mal que no merezco». La fila de los portadores, roca entre las rocas, emanaba tristeza; ni un susurro, ni un gesto; pero sus rezos mudos coreaban los de la Ñusta: «Lo que tú quieras, Inti, para nuestro pueblo; lo que tú quieras, nuestro bien; porque no somos traidores»

IV- De pronto, amainó el viento frío y una calma misteriosa envolvió a la columna. La Princesa y su corte, de pie, parecían hechizados. Dos pequeñas líneas de luz plateada se abrieron paso entre las nubes. Dos brazos de Luna Madre acariciaron a la Princesa extática. Después recorrieron la columna, como bendiciéndola. El tiempo manaba veloz en el silencio; estaba aclarando debajo de las nubes; los perfiles negros de las rocas verdeaban tímidos. ¿Hubo un trueno lejano? ¿Venía la lluvia? ¿Era la voz de Inti que despertaba ante los ruegos de Mama Quilla y de Cuxirimay? La joven cayó de rodillas, llorando los pedazos rotos de su corazón. « Quita tu dolor, y vístete de coraje; vuelve a Cuzco; la Huasca será invisible y quedará soldada a tu cuerpo y a tu raza; yo te iré mostrando tu nuevo destino» La Luna se iba apagando. Acurrucada en sus dos pálidos brazos, llegó la cadena al cuello de Cuxirimay, y asomó el primer rayo de sol.
 En un instante de misterio sagrado, ella percibió a sus hijos, sentados sobre los cestos, piedras dormidas para siempre, contra la montaña. Y oyó, muy cerca, el galope de los caballos de Francisco Pizarro.

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