Así se llamaba la zona de calles
en diagonal; y así se llamaba el bodegón. Todas las noches los tahúres se
sentaban alrededor de una mesa pentagonal; los lugares estaban numerados, del
uno al cinco El anotador se sentaba
siempre en la quinta esquina, cerca de
la barra, para atender al mismo tiempo algún pedido de refuerzo. El tintineo de
los dados jugaba sobre el humo con la música del gramófono. En el número uno, Julieta, la preciosa
bailarina treintañera, acompañaba la ronda, sentada sobre las rodillas del
tonto de turno, para que se desconcentrara y pudieran “pelarlo”.
La noche del crimen, las luces amarillentas del bodegón pintaban
el tronco de un paraíso y la primera hilera de baldosas de la vereda; más
allá todo estaba en tinieblas. Pero la
música estridente alcanzaba a los vecinos que trataban de dormir.
Pablo Flores se sumergió en el bullicio incongruente de “La
Quinta Esquina”. ¿Por qué incongruente? Porque no había nadie en el salón.
Nadie vivo, digamos. En el piso,
estaba Julieta… Degollada.
Sobre la mesa pentagonal, en un
charco de bebidas, flotaba un revoltijo
de dados y ceniceros llenos. Los vasos y botellas en añicos eran la alfombra de
la bailarina.
No se espantó por los ojos
desorbitados y la boca abierta en el grito final; ya estaba curtido en estas
lides. No se detuvo a verificar si realmente estaba muerta; su ojo profesional
de policía inteligente lo había detectado al instante; también sabía que la
escena del crimen no se toca en ausencia del cuerpo judicial; y además, su
tremenda barriga no le permitía acuclillarse.
«Habría
que llamar a la policía» pensó.
Pero estaba muy cansado y no tenía apuro: se sentó y se puso a mirar el cadáver
de la chica. Varias veces habían estado juntos, por las tardes, en cualquier hotelucho
próximo. Lástima que su figura descuidada y decadente y su bolsillo raquítico
de jubilado, no colmaron las expectativas de Julieta; no es fácil conseguir
clientes para un bar en una ciudad
pequeña. Ahora que tenía algunas nuevas ofertas
favorables, Pablo había venido a
buscarla; pero ya era tarde.
«Triste» pensó. Y se rascó la
calva.
Pero, después de todo- pensó- si el bolsillo tampoco
alcanzaba, ella volvería a irse, porque él no rejuvenecería; su cabello no iba
a crecer ni bajaría de peso.
Algo le molestaba en la calva, o
a causa de la calva, y no podía entenderlo… Parecía como una luz creciente que afloraba en su cabeza agotada. Apoyó el codo en la quinta esquina, en donde
había estado anotando… ¿unas horas antes? …¿un rato antes?
Florecían los recuerdos: se
había ido, borracho y furioso porque el de la primera esquina toqueteaba demasiado a Julieta, y seguía
ganando. Furioso porque ella lo
disfrutaba sin cuidar del negocio. Cada vez más furioso, hasta que rompió el
vaso en que estaba bebiendo. Tan rabioso, que no escuchó los gritos y las
carreras de los que escapaban llevándose la mesa por delante cuando él se paró
y la tironeó hacia el vaso que acababa
de trizar y con el que le rebanó su precioso y despavorido cuello.
Volvió a mirar el cadáver y a
tocarse la cabeza: la mano de Julieta se
crispaba sobre su ausente peluquín.
Una sirena aullante acompañó la
frenada del auto policial. Los jugadores
que habían huído entraron gritando, junto a dos agentes. Entonces, Pablo hundió
violentamente un trozo de vidrio en su propio
cuello.
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