Ni siquiera busco el
cuadro de Lucía; es imposible que no esté frente a la escalera; lleva treinta
años allí; se llama “Las Margaritas Amarillas”: flores sencillas y mucho
sol; así ve Lucía nuestra vida de amor; ¿o
la suya con la mía? Cada uno en sus asuntos, pero siempre juntos entre largos
silencios.
¿Por qué jamás entiendo cuando me pregunta: “Arnoldo, ¿qué
hay al otro lado de mis margaritas?”. Yo me río; pienso que es un poco boba.
Acabo de despertarme sobresaltado por un estallido de
vidrios y maderas, y un golpe sordo
envuelto en un grito de angustia y dolor.
—¿Lucía? ¿Qué pasó?
Silencio, su cama está tendida y vacía.
Casi olvido manotear una linterna; no hemos pagado la luz;
malos tiempos para los viejos solos. Voy bajando la escalera; rengueo
descalzo y jadeante.
Busco a nivel del piso, desde el último peldaño. El pálido
rayo de la linterna sugiere cortinas,
muebles; nada extraño, al parecer.
Veo un banquito caído al pie de la pared; el fuerte soporte
del cuadro está casi arrancado y sostiene una soga sucia; un tarro de pintura
negra vuelca mansamente su contenido sobre el cielo diáfano del cuadro. Y justo al pie de la escalera, como en una
pira presta al holocausto, se desparrama el cuerpo mudo y gastado de Lucía, desarticulado
sobre vidrios, astillas y flores; Lucía y el otro lado de sus Margaritas
Amarillas.
Me imagino la soga en el soporte de su cuadro, mientras
Lucía, desde el banquito, trata de
escribir un mensaje póstumo antes de colgarse; lucha con la soga y el pincel y
el tarro; se viene en banda, con todo, y se rompe la cabeza.
Ya estoy demasiado viejo para andar sin chancletas sobre el
estropicio; me siento a llorar a la espera del amanecer y de algún auxilio; sé
que está muerta; ni siquiera procuro tocarla, ayudarla, besarla. ¿Qué hay al
otro lado de una vida que se rompe?
Oigo en el aire polvoriento su añosa cantilena: “Arnoldo.
¿Qué hay al otro lado de mis margaritas?” Ahora sé lo que hay: vacío, tristeza
y soledad.
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