Obstinada, obsesiva,
transportada en la
estela
de mi dulce de peras,
llegó a la cocina.
Zumbadora, indiscreta,
aleteaba jadeante
hacia el festín brillante
de dorada jalea.
La espantó la palmeta
que sacudí a su paso;
se aquietó por un rato,
silenció el sonsonete.
Mas volvió a despertar
su canción en mi
oreja
en la obsesión demente
de su alma de abeja.
En uno de los giros
de mi yo ecologista,
enfrié en la cuchara
varias rubias gotitas.
se mató por obsesiva;
se fue a clavar de narices
en la olla traicionera.
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