Lo habían fascinado las ninfas en la vieja foto del
comedor; el abuelo le contó que estaban
nadando en la laguna del pueblo; le encantaban los cuerpos desnudos,
mojados, brillando al sol.
—¿Así es la gente grande desnuda?— preguntó inocente. Risas. Cuchicheos.
Quiso ver, preguntar
otra vez; y tocar a los adultos. «Eso es sucio». «Calladito».
Insistió; pero estaba prohibido: ni siquiera su propio
cuerpo. Prohibido, a gritos y amenazas sobrenaturales; prohibido, a golpes y penitencias;
prohibido, retirando el cuadro.
La eterna sombra invisible de Agustín lo envolvía por fuera: hosco, silencioso,
huidizo; solo y agresivo; por dentro, la obsesión era una fogata de urgencias
reprimidas: ver, tocar, vibrar.
«Las fogatas se apagan a pisotones»; y él los sentía cada vez más dolorosos: prohibido, prohibido,
prohibido… Y la obsesión crecía e incendiaba.
Como tantas otras veces, esa tarde las siguió cuando iban a
bañarse a la laguna; quería gozar del cuadro cuando salieran para vestirse. Tampoco esa tarde el grupo de chicas
bulliciosas se percató de su presencia; una sombra más entre la de los viejos
árboles. Agustín se asomó sigiloso a la laguna para espiarlas; chapoteaban y
reían, desnudas, ingenuas.
Sintió que su mundo interior estallaba ardiente y poderoso;
se lanzó, desnudo y jadeante y rebotó con su grito de miedo en el pozo vacío en el que alguna vez estuvo
la laguna. Una sinfonía de garzas y zorzales tapó el crujido de las ramas y de
las piedras sueltas.
“Encuentran muerto en el fondo de un barranco al anciano
paciente del hospital psiquiátrico; el hombre habría salido a pasear y se alejó
del predio; siempre deliraba con la laguna que se desecó para urbanización a
mediados del siglo veinte.”
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