De pie, mirando al cielo se sintió demasiado pequeño,
apabullado por esa presencia silenciosa y ajena.
Era cierto que de ella fluía una paz inalterable, infinita…
pero agobiante; nada existía, fuera de los límites de la música ignota. Él era
una partícula más, prisionero de una órbita, y no podía permitirse ni un
suspiro ni una lágrima; mucho menos un grito, que desequilibrara el prodigio.
¿Qué prodigio? ¿El paso inalterable de las horas? ¿Las
sempiternas gotas de una vida inerte?
Entonces recordó el huerto de las manzanas prohibidas; la magia de desobedecer, de saltar al abismo;
de erguirse por encima del caos en otra realidad y seguir vivo; vivir con otro corazón, con
otro cerebro; con miedos nuevos y con
goces nuevos; con caminos nuevos. Y lloró y gritó mientras destrozaba fetiches inservibles.
En el fondo de su noche, entre los astros eternos,
parpadeaba un lucero nuevo; sintió el gozo de volver a estar de pie, mirando al
cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario