Cada año, el Día de Reyes, la
procesión del Candombe salía a las calles del Buenos Aires virreinal.
Varias crónicas recogen la copla dominante:
“ Celebran el seis de enero/ el día
de San Balthazar/,
el Santo más candombero/que se
pueda imaginar”.
Aunque se alertaba desde los
púlpitos sobre el origen pagano del festejo, los blancos asistían al
espectáculo desde veredas y balcones. No
faltaban los frailes que dirigían el Rosario y las beatas que pasaban el
cepillo de la limosna.
Desde el cielo gris, la tormenta
urgía a la concurrencia. Pero el Poderoso Olorún sujetaba las nubes amenazantes; así complacía el ruego ancestral.
Cientos de africanos y criollos, puros o mulatos, viboreaban al son de panderetas, collares de vainas secas, o cualquier trasto resonante; y entre las coplas en castellano, se filtraban las plegarias bantú, las preces de hechizos y bendiciones y los requiebros sensuales y obscenos. Los tambores guiaban a cada Cofradía. Con estandartes rústicos y colorinches se identificaban las distintas barriadas y sus santos cristianos protectores. Dioses amasijados en el sincretismo que aseguraba la supervivencia…
Cientos de africanos y criollos, puros o mulatos, viboreaban al son de panderetas, collares de vainas secas, o cualquier trasto resonante; y entre las coplas en castellano, se filtraban las plegarias bantú, las preces de hechizos y bendiciones y los requiebros sensuales y obscenos. Los tambores guiaban a cada Cofradía. Con estandartes rústicos y colorinches se identificaban las distintas barriadas y sus santos cristianos protectores. Dioses amasijados en el sincretismo que aseguraba la supervivencia…
El negro Balthazar inauguraba el desfile. Lucía
joven, vibrante y fuerte con su ropa de esclavo: camisa y pantalón blanco, pies
descalzos.
Los suyos lo habían reconocido
como el elegido de Olorún por su maestría innata con el tambor y su don de
gentes. Y por algo como un halo invisible: aquella chispa ladina y
fosforescente en sus ojos negrísimos.
Desde sus brazos, el instrumento traducía las voces del espíritu: ora, un lánguido rumor adormilado y sensual, de fatalismo; ora un estrepitoso despertar de orgullo; y siempre, como un entramado poderoso, el redoble, el corazón de los dioses. Emanaba una sabiduría superior, que rebajaba la soberbia de los amos.
Desde sus brazos, el instrumento traducía las voces del espíritu: ora, un lánguido rumor adormilado y sensual, de fatalismo; ora un estrepitoso despertar de orgullo; y siempre, como un entramado poderoso, el redoble, el corazón de los dioses. Emanaba una sabiduría superior, que rebajaba la soberbia de los amos.
Aquellos ojos especiales permanecían fijos en el horizonte del puerto; tal vez en la evocación de su tierra y de su viaje
de esclavo.
De pronto, giraron apenas hacia
la izquierda.
De una de las iglesias salió una
procesión: un acólito con incensario y otro con un Crucifijo de largo pie, precedían a cuatro sacerdotes viejísimos;
ellos sostenían sobre los hombros temblorosos un altar portátil de la Dolorosa,
con sus manitas orantes y su corazón ensangrentado. Detrás de los ancianos, un
grupo de niños vestidos de angelitos cantaba “Perdón, Señor”, “Líbranos del Maligno”.
El redoble magistral del tambor
cambió a un ostinato bronco, amenazante; se alteró la marcha de la serpiente multicolor;
el paso vibrante se volvió aleteo sigiloso.
Entonces, Balthazar sacudió las
baquetas en el aire. Silencio tembloroso. Hubo un estallido atronador, y el rayo estrepitoso se desprendió del cielo
amenazante. En medio de alaridos de
terror la gente se arrodillaba y se
persignaba. Los chiquillos y los
viejitos corrieron espantados al templo, y la buena María alcanzó a ser
atrapada entre el aire y los adoquines por dos creyentes próximos: uno blanco y
uno negro.
Y la tormenta siguió extática sobre la muchedumbre. Ni una sola gota. Ni un relámpago más. Ni un leve brisa.
Y la tormenta siguió extática sobre la muchedumbre. Ni una sola gota. Ni un relámpago más. Ni un leve brisa.
El candombe reinició la marcha. Balthazar brillaba impasible, majestuoso y eficiente.
Detrás, las carcajadas desvergonzadas sacudían el cielo expectante.
Detrás, las carcajadas desvergonzadas sacudían el cielo expectante.
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