Se la llevaron vestida de blanco, “almidonada y compuesta”, como dijo Guillén. En vez del erguido moño blanco, llevaba una azucena, ceñida a la cabeza con una cinta de raso. Se llamaba Aurorita.
Domingo de Primeras Comuniones. Había varias carrozas, carretones, caballos enjaezados. Los salmos escapaban hacia el atrio, en las volutas de incienso teñidas del rosa y el dorado de las lámparas.
Los niños, vestidos de blanco, “almidonados, compuestos”, se alineaban para entrar a la iglesia. Y allí estaba la niña negra; saludable y feliz. Madre Graciela, una monja cincuentona y huesuda, mantenía el orden, con una mirada severa y ardiente.
Repicaron las campanas. Madre Graciela guió a los niños, y saludó, como al pasar, a unos viejos limosneros, al tiempo que apoyaba su mano en el hombro de Aurorita. Cuando volvió a mirarlos, todos los otros chicos seguían caminando hacia la entrada.
Las familias se
pusieron de pie. La piadosa fila ingresó
al templo y ocupó sus escaños con las manos juntas. «¡Oh, Santo Altar, por Ángeles
guardado».
Un cura muy anciano y unos monaguillos impúberes, salieron de la sacristía; iba a empezar la Misa.
. De pronto, la ceremonia del templo se turbó con gritos desesperados y una carrera ansiosa:
— ¡Aurorita, Aurorita! —clamó una señora con trazas de abuela.—¡No ha entrado con los otros niños! ¡Yo se la entregué a la Madre Graciela! ¡Madre, Madre! ¡No está la Madre, ni la niña tampoco!
Hubo un revuelo de curiosidad y miedo. «Anoche empezó el Carnaval. Ya estamos en Cuaresma». «El diablo». «Las ceremonias en el bosque» Con mucho recato, para no alterar el clima místico, los vecinos preguntaban, abrazaban, consolaban.
El sacerdote
continuaba imperturbable los
Ritos Iniciales de la Eucaristía. «Amados hermanos: Pidamos perdón por
nuestros pecados». «Glorifiquemos al Señor». «Tuyo es el Reino». Nada parecía más importante que la
Celebración; nada podía interferir en Sus Misterios.
Alguien habría acompañado a la desesperada mujer hasta la oficina del alguacil. La calma de las plegarias y la emoción familiar envolvían a los fieles.
Afuera, los dos viejos, hombre y mujer, pasaron de largo por detrás de la iglesia.
Llevaban de la mano a una niña negra, toda vestida de blanco. También eran negros, pobres negros zaparrastrosos, tan viejos que tenían el pelo blanco; desdentados, retorcidos. Y sus manos hablaban de algodonales bajo el sol ardiente, mientras seguían su carrera entre trompicones y jadeos hacia el bosque.
Se escuchaban los tambores.
—Ah, Yemayá—musitaban—. Aquí estamos. No nos sueltes.
Ahora, la niña negra, vestida de blanco, parecía adormilarse, e iba perdiendo el ritmo que le marcaban.
El viejo la alzó en brazos; la mujer sostuvo su cabecita rizada.
En la linde del bosque, esperaba un hombre. Era cincuentón y huesudo como la Madre Graciela. Tan severa y apasionada su actitud, como la de ella.
—Orishá—murmuraron los ancianos.
Coronado de plumas, él impuso las manos a los dos viejos:
—Mis devotos fieles: Yemanyá está contenta; les devolverá la salud y los colmará de bienes.
—Ashé, ashé— musitaron entre reverencias .
Orishá examinó a la niña dormida. Desde el cáliz de la azucena en su tocado, reverberaba un halo: era La Elegida. Solemne, la llevó en brazos, hacia el ara de troncos, seguido de los ancianos. Una rueda silenciosa de yorubas con sus tambores mudos se inclinaba a su paso.
Los dos mensajeros la desnudaron; ella la sostuvo en brazos y él colocó sus galas sobre el altar. El sacerdote las roció con un líquido ambarino y perfumado y les prendió fuego.
Y mientras el ajuar cristiano ardía y se consumía, recibió a Aurorita y le insufló nueva vida, soplando y besando todo su cuerpo.
Después la vistió con nuevos hábitos: una pequeña túnica blanca y una tiara de flores amarillas como soles. Alzó a la niña, por sobre su cabeza, y la presentó a la asamblea. La chiquilla estaba despierta, y cantaba eufórica
—He aquí a nuestra Orishá. Yemandá la rescató, por nuestra fe, la fe de sus hijos. La trajo con las manos fieles de sus pobres negros. Su nuevo nombre es Janaína. ¡Ella es nuestra; somos su familia!
Despertaron los tambores y se desató la danza frenética. Los dioses sembraban alegría y vida.
En ese momento, en el templo, el sacerdote levantaba la Hostia Consagrada, por encima de las cabezas reverentes de los fieles. «Señor mío y Dios mío»
La brisa mezcló la aclamación con el ostinato de los tambores y los
Ashé.
*Publicada en Relatos Compulsivos. Feb. 2021. Consignas: Se la llevaron vestida de blanco... Tres personajes por lo menos. Una flor.
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