—No es que sea un soberbio haragán— pensaba la Roberta—Lo mata la lumbalgia
El Emilio sufría de una lumbalgia pertinaz, psicosomática, que se le desataba, sí o sí cuando algo pronosticaba “trabajo”. El pobre quedaba indefenso en su catre, sumido en una somnolencia nemorosa. Sin embargo había una vacuna para su mal: los carnavales. Cuando el ritmo de las murgas le sacudía sin compasión los pies y las caderas, el Emilio se embelesaba con las enaguas puntilludas y perseguía las iridiscencias turgentes de los blusones floridos. El pazguato se reinventaba en el candombe.
Así lo conoció la Roberta, y fue su mujer desde que él se la llevó a su rancho después de la bailanta. La Roberta lo siguió porque era su hombre, aunque no hubo ninguna boda. Y porque le gustaban las cosquillas del bigote.
—¡Cómo sabe hacer “las cosas”! Sin mucho merengue. Tiene ganas y basta… Total, en cinco minutos…”
Al otro mes se convenció de que el Emilio era muy creativo: ya venía un hijo. Y también descubrió que él era neutro ante la ternura y la cooperación. E incapaz de conservar unos pesos. De alguna manera, se le convertían en ginebra.
—Tampoco es malo, el Emilio. Nunca me pegó demasiado.
Y aunque no la había llevado más al pueblo, le había cavado el pocito donde iba a nacer el gurí. Y le dejó listo el cacharro del agua, por las dudas.
Cuando sintió que se aproximaba el parto, junto a la rudimentaria fogata, la Roberta ”puso el agua”, se curvó dolorida, y tosió, envuelta en los celajes grises y ásperos del humo.
Después, acuclillada sobre el pocito, se entregó a los ritos ancestrales de la maternidad.
No lo llamó, ni lo pensó mientras pujaba y jadeaba. “Cosas de mujeres”. Soltó un grito largo y agónico. Suspiró, y miró. Era una niña; una niñita inerte que nunca lloró. La Roberta, sí. Lloraba mientras la tapaba en el pozo; mientras volcaba sobre el fuego, el agua inservible.
—Tuviste suerte, negrita. Así es la vida para nosotras, las mujeres.
Desde el pueblo llegaban los repiques del carnaval.
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