lunes, 25 de enero de 2021

Abisal


No sé si fui ciego de nacimiento.  Me abandonaron de pequeño  a la entrada del monasterio; (alguna de aquellas historias de hambre… o de deshonor…)

Me llamo Jorge.

Fui  como el cachorrito de los monjes: siempre los seguía,   y aprendía de mi tacto y mi memoria más de lo que me decían.  Vivía como ellos, de la oración y el trabajo. Cantaba a coro, rezaba a coro, jugaba cuando se debía jugar, callaba cuando se debía callar.

Como los peces abisales, flotaba en una penumbra de ruidos y de murmullos distorsionados. Me nutría en soledad, de las presas que atraían las bacterias luminosas: las voces pastorales.  Crecí en aquella luz equívoca,  blindado en una coraza  de ideas fantasmagóricas y acérrimas. Era una rutina serena y provechosa, que no admitía disonancia.

Cuando comencé a percibirla, a sentir cómo se enrarecía la serenidad y crujía la estructura, me supe el elegido para asegurar el equilibrio. Y a pesar de mis ojos blancos e insensibles  los  fui catalogando.

  Pronto  descubrieron  que vivía en paralelo a la comunidad, en una oscuridad insondable. Nunca me juzgaron.  ¡Cosas del Señor!  ¡Todos somos sus hijos!

Me asignaron la responsabilidad de la biblioteca.  Había memorizado su disposición y era capaz de recitar y reconocer los textos  que manipulaba.

La biblioteca era el seno de los más lúcidos enemigos de este mundo- limbo: los ambiciosos, los soberbios, los mentirosos.

Todos saben cómo terminaron. Un tal Umberto Eco  se los ha contado.

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