No sé si fui ciego de nacimiento. Me abandonaron de pequeño a la entrada del monasterio; (alguna de aquellas historias de hambre… o de deshonor…)
Me llamo Jorge.
Fui como el cachorrito de los monjes: siempre los seguía, y aprendía de mi tacto y mi memoria más de lo que me decían. Vivía como ellos, de la oración y el trabajo. Cantaba a coro, rezaba a coro, jugaba cuando se debía jugar, callaba cuando se debía callar.
Como los peces abisales, flotaba en una penumbra de ruidos y de murmullos distorsionados. Me nutría en soledad, de las presas que atraían las bacterias luminosas: las voces pastorales. Crecí en aquella luz equívoca, blindado en una coraza de ideas fantasmagóricas y acérrimas. Era una rutina serena y provechosa, que no admitía disonancia.
Cuando comencé a percibirla, a sentir cómo se enrarecía la serenidad y crujía la estructura, me supe el elegido para asegurar el equilibrio. Y a pesar de mis ojos blancos e insensibles los fui catalogando.
Pronto descubrieron que vivía en paralelo a la comunidad, en una oscuridad insondable. Nunca me juzgaron. ¡Cosas del Señor! ¡Todos somos sus hijos!
Me asignaron la responsabilidad de la biblioteca. Había memorizado su disposición y era capaz de recitar y reconocer los textos que manipulaba.
La biblioteca era el seno de los más lúcidos enemigos de este mundo- limbo: los ambiciosos, los soberbios, los mentirosos.
Todos saben cómo terminaron. Un tal Umberto Eco se los ha contado.
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