Guardar un secreto
Nunca había tenido secretos dignos de guardar. Nada había sucedido, que cambiara demasiado mi vida de buena chica, responsable, cariñosa y obediente.
Pero lo que vi esa noche por la ventana de mi pieza, fue muy especial. ¡Quién lo diría! ¡Jamás lo hubiera imaginado de esta gente tan cercana y honorable! ¿De modo que así era la cosa?
¿Y qué me importaba, después de todo?
Me dispuse a guardar el secreto.
Pero mi sonrisa burlona ante sus consejos patriarcales… la tensión soberbia de mi cuello y de mi espalda cuando me acariciaban… la mirada acusadora… eran como un tañido amenazante que viajara desde lo más profundo de mí misma hacia ese cariño de bijouterie barata que nos vendían.
No faltó quien lo notara. Me pasó lo mismo que cuando hago una comida muy condimentada: hay tantas pistas en la casa…
Quien más, quien menos, todos tratan de adivinar… Y preguntan. Y no les gusta quedarse sin respuestas. Y espían. Y acechan… Entonces, les sirvo un estofado que huele parecido, y todos contentos.
Yo me siento poderosa y sigo guardando mi tesoro… ¿Quién sabe si, en una de esas, se
transforma en mi varita mágica?
O me lo llevo a la tumba, como mi abuela se llevó el suyo. ¡Pobrecita! ¡No entendí nada de su farfulleo! ¡Solamente que me amaba y confiaba en mí.
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